31 de diciembre de 2011

Vive

Un muchacho se encontraba apoyado tras el tronco de un árbol, observando sin ser visto a una joven hermosa que cuidaba las flores de un jardín. No era la primera vez que él lo veía así, siempre escondido y siempre mirándola a ella. Se acercó por detrás y le tocó el hombro.

-Muchacho- le dijo, -si yo tuviera tu juventud, no dejaría escapar la vida mirándola desde lejos. Lucha por lo que deseas, arriésgate, vive-. 

El hombre siguió su camino y llegó al puerto. Se sentó sobre un banco de piedra y se puso a mirar los barcos de pesca atracados, con sus cubiertas pintadas de azul y rojo y sus redes plegadas. Entonces, un anciano que paseaba por la orilla se sentó a su lado y le dijo: 

- Si yo tuviera tu juventud, no me quedaría ahí sentado viendo cómo se me escapa la vida. Haría todo lo posible por realizar mi sueño, pues nadie lo hará por ti-.

El anciano se levantó y siguió su camino. Una semana más tarde, en el nuevo año, el hombre se hizo a la mar. De pie en la proa de un pequeño barco pesquero, miraba ilusionado al horizonte, sonriendo feliz mientras la brisa le golpeaba el rostro inundándolo de gotas minúsculas de agua.

30 de diciembre de 2011

@microcuentos 5


Reunió el valor para soltarle
todo lo que sentía y había estado callando.
Él, bajando el periódico que le tapaba:
¿quién eres?

* * * * * *

La última campanada sonó junto al timbre de la puerta.
Abrió y encontró un pequeño frasco.
La etiqueta decía "cura contra el cáncer"

* * * * * *

Con los cohetes que lanzó en Nochevieja,
quemó el recuerdo de los que lo habían abandonado
e inició sin ellos el Nuevo Año, en Paz.
* * * * * *
Amanecía el 1 de enero.
Ansioso por comenzar su nueva vida, abrió la ventana:
los árboles pelados del día anterior habían florecido



28 de diciembre de 2011

El bonsái

Un día, una visita trajo un regalo muy especial a la casa: un pequeño bonsái de diminutas hojitas verdes. Era tan hermoso, que lo colocaron presidiendo una mesita junto al ventanal del salón. Allí, le limpiaban cada mañana el polvo de las hojas con cuidado y sentía el calor que le brindaba la presencia casi constante de los habitantes de la casa.  

Pero pasó el tiempo. Y un día, alguien se acercó hasta él y tomó en sus manos la maceta, sacándolo de la habitación luminosa donde había reinado y conduciéndolo fuera de la casa, hasta el invernadero. Por el camino, creyó ver a través de la cristalera del salón que otra maceta ocupaba el lugar en el que había vivido. Y sobre esta, una planta de tallo alto y elegantes flores blancas.

En su nuevo hogar, las visitas empezaron a ser cada vez más espaciadas. El pequeño bonsái, plantado en su maceta entre frutales jóvenes que le sacaban varios palmos de altura, veía a duras penas la luz del fluorescente que alumbraba la vida en el invernadero. La tierra de su pequeña maceta comenzó a secarse y el bonsái temía que, sepultado entre las ramas de sus vecinos, el jardinero se hubiera olvidado de su existencia.  

Pasaron los meses, llegó la Navidad, y el invernadero se convirtió en un constante ir y venir de macetas de ponsetia y pequeños abetos. De vez en cuando, el jardinero continuaba pasando por los senderos cargado con una regadera e iba regando árboles, arbustos y flores. Pero nunca más se acordó del bonsái, y mientras los demás árboles seguían creciendo, él permanecía anclado muy abajo en sus pequeñas raíces. Sepultado en el olvido.

27 de diciembre de 2011

Nuevo Año

Apenas le quedan cinco días a este año y ya tenemos al siguiente tras la puerta, agazapado esperando su entrada llena de malos augurios en lo económico (el nuevo gobierno ya ha anunciado que seguiremos en recesión y, entre otras cosas, nos congelarán los salarios a los mismos de siempre, esos sueldos que ya llevan años en la fresquera). Por ese lado se vislumbran bien pocas esperanzas de mejora, así que nos queda todo lo demás, que no es poco.

Nos queda la ilusión de imaginar un mejor año en lo personal, cargado de sorpresas, gentes y lugares por conocer, y tal vez de nuevos propósitos. Esos que en teoría nos hacemos siempre, desde que éramos pequeños y vivíamos cada inicio de curso como si se trarara de una etapa crucial de nuestra vida, y nos proponíamos ser mejores hijos, estudiar más, hacer más caso a papá y mamá y a los maestros. Y pasábamos las yemas de los dedos sobre el forro nuevo de los libros, que con tanto cariño forraba mamá, prometiéndonos que lo haríamos mejor esta vez.

Ojalá consiguiéramos retomar ese espíritu inocente de la infancia en estos días y proponernos nuevos retos personales. Y por encima de todos ellos, el de no dejar de lado a los que nos necesitan, a quienes dependen de nosotros y aún tenemos la suerte de poder tener cerca, de poder acariciar y besar cada día. Y a los amigos, esos de los que muchas veces renegamos -algunos incluso, dudando de su existencia- y de los que a veces sólo nos acordamos para compartir una comilona o tomar unas copas y que, sin embargo, pueden necesitar más nuestra llamada cuando no hay nada que celebrar. 

Por último, un propósito que no debería faltar y que deberíamos renovar cada día: sonreir más. Porque no tenemos idea de lo que puede suponer para algunas personas, una sola de nuestras sonrisas. Y cuesta tan poco...


Feliz 2012 para todos
  

26 de diciembre de 2011

@microcuentos 4

Soy un desgraciado, lloraba en su palacio,
rodeado de sus hijos.
Mientras, en la acera,
un mendigo sonreía por ver el sol

* * * * * *

Mientras todos besaban a la abuela,
una lágrima bajó por su mejilla.
Sabía que no volverían a verla
hasta la siguiente Navidad

24 de diciembre de 2011

@microcuentos 3 - Navidad

300 amigos en Facebook, 120 seguidores en Twitter,
un millón en el banco,
y sólo 12 uvas en la mesa de Fin de Año

* * * * * *

El mantel de damasco, el centro de mesa,
las copas de Bohemia, las velas, y
UN plato de filo dorado.
Feliz Nochebuena, Soledad

* * * * * *

Villancicos en casa de los vecinos,
risas, panderetas.
María en su sillón, sin hambre,
no sabe que es Navidad.
Lo ha olvidado

15 de diciembre de 2011

@microcuentos 2


La joven frotó la lámpara y de 
ella salió un apuesto genio.
"Pide un deseo", le dijo.
Ella, sin titubeos, dijo:
Te deseo a ti!...





... El genio, asustado, sintió flojera
y transformándose en una nube
de humo, volvió de inmediato
a entrar en la lámpara






El día que comprendió que
las caras de ellos eran un espejo,
decidió arrancarse la máscara gris
y mostrar su hermosa sonrisa



Un día, el niño triste llegó
a la escuela con una sonrisa:
su mamá se había levantado
feliz y el sol había vuelto
a sus vidas.




"¿Qué te llevarías a una isla
desierta?", pregunta ella.
"Tu recuerdo", responde él.
"¿Cómo, y por qué no a mí?"...
"No quiero estropearlo".


"Majestad, os devuelvo a la
princesa, es tonta!", dijo el Conde.
"¿Y qué querías?
¿que además de hermosa
y rica fuera lista?"
duros a dos pesetas.



Cualquiera puede fingir
una sonrisa, pero sólo si la
acompaña el brillo de la mirada,
nace de un corazón y es
capaz de penetrar en otros.


 

14 de diciembre de 2011

Regrets of the dying

Hoy he leído en La Vanguardia un artículo que me ha llamado mucho la atención, porque habla de algo en lo que he pensado muchas veces. Con el título de "¿Qué lamentamos no haber hecho cuando estamos a punto de morir?", el artículo hace una reseña del libro publicado por la experta en cuidados paliativos Bonnie Ware, "Regrets of the dying" (Los lamentos de los moribundos), tras varios años investigando casos de enfermos terminales.  

Ware resume en sólo cinco las principales quejas y arrepentimientos de los enfermos investigados al final de su vida. De algunos de estos lamentos soy consciente hace unos cuántos años, y procuro vivir de forma que, llegado el momento final, mis lamentos sean menos duros. Pero en cualquier caso, todos ellos me han puesto la carne de gallina, al imaginar el sufrimiento de quienes comprenden, demasiado tarde, que ya no tendrán tiempo de enmendar sus errores, muchos de ellos por omisión, por miedo.

Haber sido políticamente correctos en sus elecciones en lugar de ser fieles a lo que deseaban hacer, es al parecer el lamento más general. A continuación, sobre todo entre los sujetos masculinos, una queja muy habitual es haberse dedicado en exceso al trabajo quitándoles tiempo a sus seres queridos. Los restantes tres motivos más habituales de lamento según el estudio, son: no haber tenido el valor suficiente para manifestar sentimientos, no haber cuidado más las amistades, y no haber luchado por tener una vida más feliz, anclándose en el conformismo y el miedo a cambiar de vida.

Ojalá que la tristeza y la frustración de las personas que participaron en el estudio de Ware, sirvan para que al menos unos cuántos de nosotros nos planteemos qué estamos haciendo con nuestras vidas e intentemos llegar al final más satisfechos con nosotros mismos.

13 de diciembre de 2011

El niño y el gorrión

Un niño lloraba sentado junto a un pozo, porque el pajarillo que había cuidado durante mucho tiempo había escapado de su jaula.

Escuchando sus sollozos, un anciano que pasaba por alli se detuvo, acarició su pelo y le dijo: "No llores porque alguien haya dejado de quererte. Tú eres igual de valioso ahora que antes, pero las lágrimas no te dejan verlo".
 
Pasó el tiempo. El muchacho secó sus lágrimas, tiró la jaula vacía, aprendió juegos nuevos, leyó libros sobre países exóticos, aprendió a nadar y a pescar, y una buena mañana, al despertar, encontró tres jilgueros en el alfeizar de su ventana. Al principio sintió miedo de encariñarse con ellos y que volvieran a dejar de quererle, pero poco a poco permitió que lo acompañaran en sus paseos, revoloteando y silbando a su alrededor.

Un día, al pasar junto a un cerezo, divisó posado en una rama a su gorrión. Le pareció más pequeño y descolorido de lo que recordaba, un gorrión común de plumas grises. Y no sintió nada. Siguió su camino sonriente, lanzando piedrecitas de gravilla al caminar con sus viejos zapatos.

Poema de Pablo Neruda

Anoche hablaba con una amiga sobre poesía y hoy, para variar, escribiré algo que no es mío, sino de Pablo Neruda:

SI TÚ ME OLVIDAS

QUIERO que sepas
una cosa.
Tú sabes cómo es esto:
si miro
la luna de cristal, la rama roja
del lento otoño en mi ventana,
si toco
junto al fuego
la impalpable ceniza
o el arrugado cuerpo de la leña,
todo me lleva a ti,
como si todo lo que existe,
aromas, luz, metales,
fueran pequeños barcos que navegan
hacia las islas tuyas que me aguardan.
Ahora bien,
si poco a poco dejas de quererme
dejaré de quererte poco a poco.
Si de pronto
me olvidas
no me busques,
que ya te habré olvidado.
Si consideras largo y loco
el viento de banderas
que pasa por mi vida
y te decides
a dejarme a la orilla
del corazón en que tengo raíces,
piensa
que en ese día,
a esa hora
levantaré los brazos
y saldrán mis raíces
a buscar otra tierra.
Pero
si cada día,
cada hora
sientes que a mí estás destinada
con dulzura implacable.
Si cada día sube
una flor a tus labios a buscarme,
ay amor mío, ay mía,
en mí todo ese fuego se repite,
en mí nada se apaga ni se olvida,
mi amor se nutre de tu amor, amada,
y mientras vivas estará en tus brazos
sin salir de los míos.


12 de diciembre de 2011

Caminando en círculo

Un hombre desdichado decidió un día dejar su casa y salir en busca de la felicidad. Caminó sin descanso recorriendo desiertos y bosques, montañas y valles, de noche y de día. Conoció multitud de lugares maravillosos y gentes interesantes con las que compartió conversaciones, alegrías y penas, pero no quiso detener su marcha incansable.

Un día, agotado, se sentó a descansar sobre un tronco caído. Su ropa estaba ajada, sus suelas raídas, su cuerpo cansado y su piel cuarteada y tostada por el sol.

Alzó los ojos y vió su casa. Estaba ahí, tal y como la dejara dos años atrás, y su corazón saltó de alegría al atravesar la puerta. Entonces comprendió que su búsqueda había terminado, que el camino recorrido había sido un círculo, y que la felicidad sólo podía encontrarla en sí mismo.


11 de diciembre de 2011

Los ojos de su memoria


Abrió los ojos lentamente, como si sus párpados fueran pesadas celosías con las bisagras resecas. La luz que se filtraba entre las tablillas de la persiana bailaba trazando caprichosos dibujos en las cortinas. Le dolía terriblemente la cabeza y sentía un punzante aguijoneo en las sienes. Debió de haber bebido bastante la noche anterior. Se cubrió el rostro con el embozo de la sábana y giró sobre sí mismo. El reloj digital sobre la mesilla de noche marcaba las 11,15. No era tan temprano como para sentirse tan mal, y sin embargo... Los ojos se le cerraron de nuevo, incapaz de mantenerse despierto.
Despertó nuevamente y volvió a abrir los ojos. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero esta vez se incorporó sentado en la cama como movido por un resorte y se puso a observar la habitación. Las sábanas eran de satén negro y estaban absolutamente revueltas, la superior ligeramente enrollada en sus piernas. A la izquierda de la cama, en dirección a la ventana, había una mesilla de noche de madera blanca satinada y, sobre ella, una pequeña lámpara y un libro que no recordaba haber visto. Al otro lado de la cama, una butaca con estampado de cebra y una cómoda blanca de amplios cajones. Encima de esta, otra lámpara más grande y un búcaro con una orquídea solitaria. En la pared de enfrente, un amplio escritorio de madera negra presidido por una pantalla de ordenador y, a un lado, unos cuántos libros. Encima de la mesa, sobre la pared, había una lámina enmarcada que representaba un par de ojos negros. Unos ojos hermosos de forma almendrada bordeados por largas pestañas curvadas, pero lo que verdaderamente los hacía atractivos era la profundidad de la mirada, como un mar en calma. 
El estilo moderno de la habitación no le desagradaba, porque al mismo tiempo era bastante acogedora. Las pinturas de las paredes denotaban buen gusto. El único problema era que no sabía dónde diablos se encontraba. No recordaba aquel lugar, y tampoco las circunstancias en las que había llegado a él. Ni siquiera era capaz de acordarse de lo que había hecho la noche anterior.  
Salió de la cama, comprobando que estaba desnudo. No había rastro de la ropa que llevara puesta la noche anterior y tampoco la recordaba. Recorrió la casa presa de cierto temor, caminando descalzo sobre el cálido piso de tarima. Nada le resultaba familiar, pero por suerte, sobre el sofá del salón encontró un montón de ropa, parecía de su talla y se la puso. La cocina era muy alegre y luminosa, de diseño moderno. Se preparó un zumo de naranja y un café y decidió salir a la calle. 
El portal daba a una amplia avenida. El sol bañaba las aceras y los edificios lucían blancos y elegantes. Caminó un rato intentando descubrir algún detalle que despertara sus recuerdos: un negocio que le resultara familiar, la cara conocida de algún portero, un viandante que le saludara levantando levemente la cabeza, pero no hubo suerte. Metió la mano en el bolsillo de la americana y encontró un paquete de cigarrillos y un encendedor de plata. No sabía si fumaba pero decidió probarlo. Encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite dejando que penetrara en sus pulmones como si aquel gesto fuera capaz de devolverle parte de su identidad. Al menos, ya sabía que era fumador. 
Metió la mano izquierda en el otro bolsillo y encontró una cartera. junto a los billetes había un pequeño rectángulo de cartulina de color crema: la tarjeta de un restaurante, El fogón de Marta. Pasó el resto de la mañana callejeando por aquel barrio que tampoco recordaba, intentando encontrar detalles que le trajeran a la mente alguna ráfaga de realidad, pero no tuvo suerte. A mediodía, tomó un taxi y se dirigió a la dirección que figuraba en la tarjeta de visita del restaurante. 
El taxi le dejó justo frente a la puerta. La fachada del edificio tampoco le resultaba familiar, ni la terraza exterior sobre la acera, ni el comedor de dentro, que al menos le pareció muy agradable. Estaba decorado con pequeñas mesas cubiertas con manteles de cuadritos vichy en rojo y blanco. En el centro de cada mesa, una botella de Chianti vacía con una vela gastada hacía las veces de candelabro. Era un sitio acogedor, pero tampoco le despertaba recuerdos. Escuchó ruidos provenientes de la cocina, situada al fondo de la sala tras un angosto pasillo escasamente iluminado. Sonidos de cacerolas y cubiertos y, de pronto, unos pasos y una voz femenina que se dirigía sin duda a él, pues estaban solos -era  temprano y el restaurante aún estaba vacío-.
- Ah, es usted, señor Lancero, buenos días, ¿la mesa de siempre?-. 
Marta, la dueña del restaurante, era una mujer de unos treinta y cinco años bastante agraciada. Rubia, lucía una media melena ondulada, llevaba los labios pintados con un carmín rojo brillante y no dejaba de pasarse la lengua por ellos distraídamente. Su pecho era abundante y lo llevaba embutido en una camisa blanca cuyos botones parecían estar a punto de salir disparados. Por encima lucía un delantal con el nombre del restaurante bordado en letras azul marino, y debajo de este podían verse un par de bonitos zapatos de tacón de aguja. Sintió un sobresalto al darse cuenta de que aquella mujer le había reconocido. Una sensación de naciente esperanza recorrió su estómago, pensando que por fin había encontrado una pista sobre su identidad. La miró fijamente a los ojos, pero aparte de ser algo pequeños y estar excesivamente maquillados, aquellos ojos no le dijeron nada. 
Venciendo sus temores iniciales, decidió contarle a aquella mujer lo que le ocurría y pedirle ayuda, y gracias a ello se enteró de que se llamaba Roberto Lancero y solía ir a comer allí de vez en cuando, casi siempre solo. Marta no supo decirle mucho más, y después de dar cuenta de un delicioso plato de cordero salió a la calle con la intención de recorrer el barrio, pensando que, si comía allí con frecuencia, tal vez viviera o trabajara cerca. Muy cerca del restaurante encontró una cafetería de estilo inglés, The Paul & Moses Tavern, y decidió entrar a tomar algo. Sobre la barra de madera oscura, en una esquina, había varios periódicos doblados. Tomó uno de ellos y se sentó en un sillón marrón con el  cuero muy desgastado. Un minuto después, una joven castaña con faldita negra muy corta y camisa blanca con pajarita se plantó frente a él: 
- Buenas tardes, ¿un café expreso y un Cutty Shark con hielo, verdad caballero?- preguntó sonriendo y mirándole a los ojos. Roberto sostuvo su mirada unos instantes, pero no encontró nada al otro lado. Sintió vergüenza de lo que le estaba pasando y no se atrevió a confesarle a aquella joven que no recordaba haber estado nunca allí, por lo que se limitó a asentir con la cabeza y darle las gracias. 
Saboreó el café y la copa mientras observaba a las personas que entraban y salían del local. La mayoría eran hombres, unos solos y otros acompañados, algunos de ellos de una mujer mucho más joven y excesivamente sonriente, que muy probablemente no era su pareja. Un par de personas le saludaron con un leve movimiento de cabeza y Roberto respondió al saludo de la misma manera. En ambos casos escudriñó la mirada de los parroquianos, pero no encontró nada en ellas que le devolviera una señal. 
A media tarde decidió seguir su camino paseando por las calles, siempre sin alejarse mucho de aquel barrio. Se cruzó con muchas personas y estudió sus rostros, procurando escrutar sus miradas en busca de una señal, un gesto, un mínimo atisbo de familiaridad, pero no tuvo suerte. Al caer la noche, estaba agotado y se sentía desamparado como un niño olvidado en la puerta del colegio. Pasó junto a un parque poblado de árboles en el que aún bullía cierta humanidad a pesar de la hora y se sentó en un banco de madera. Apoyó los codos en las rodillas y siguió viendo pasar a la gente. Madres con niños pequeños, parejas que caminaban cogidas de la mano o abrazadas, ancianos con bastón, señoras maduras paseando perros. Sus ojos se cruzaron con los de todas aquellas personas. En algún caso recibió un saludo o una mueca amable, pero en ninguna de aquellas miradas reconoció nada, todas le resultaron extrañas. Se sintió súbitamente invadido por una profunda tristeza y, hundiendo la cabeza entre sus manos, estalló en sollozos. 




El sol se había ocultado ya tras los edificios del otro lado del parque y el cielo oscurecía cada vez más deprisa. Seguía cabizbajo, con la cara oculta entre las manos. El ruido de pasos a su alrededor se iba diluyendo hasta casi desaparecer y, de pronto, el sonido de unos tacones se detuvo justo frente a él. Miró aquellos zapatos bonitos y elegantes, aquellos tobillos finos y delicados, la falda estrecha hasta la rodilla, y alzó el rostro. La mujer era muy atractiva, alta y esbelta, lucía melena negra larga y su rostro era delicadamente ovalado. Le miró fijamente y entonces, por fin, Roberto pudo sumergirse en esos ojos negros y profundos, y supo inmediatamente que podía confiar en ella. 
Se puso en pie, tomó la mano que ella le tendía, y juntos comenzaron a caminar, alejándose poco a poco del parque. El cielo se había teñido ya de negro, las calles se habían despoblado y los sonidos de la ciudad se diluían en la noche. Caminaron en silencio durante unos minutos, hasta que al llegar a una calle estrecha de casas bajas, ella se detuvo junto a un coche y abrió la puerta del copiloto. 
- Vamos Roberto, te invito a cenar en un sitio que te gusta mucho, ¿quieres? – le dijo suavemente ella mientras le indicaba con un gesto que tomara asiento. 
Asintió con la cabeza, no se atrevía a decir nada para no romper el encanto de aquellos momentos. Sentía que aquella mujer era alguien importante en su vida, pero no la recordaba y tenía miedo de estropearlo todo si decía algo inconveniente. Para huir de las palabras, durante el trayecto se dedicó a mirar las calles intentando recordarlas, pero su mente divagaba saltando entre las luces de los semáforos y las farolas, y no encontraba nada conocido. 
Después de unos minutos de conducir por las calles escasamente iluminadas, llegaron a un restaurante desconocido para él. El sitio le pareció muy agradable y bullía de animación, aunque se hubiera sentido a gusto con aquella mujer en cualquier parte. La encargada del restaurante, una rubia bastante atractiva, les ubicó en una mesa acogedora junto a la ventana y les trajo las cartas. Él tomó la suya y se quedó unos instantes mirando el dibujo en tonos sepia de la portada: una casa grande de campo rodeada de prados, árboles y algunas vacas. Debajo del dibujo, en grandes letras azules, el nombre del restaurante: El fogón de Marta. 
Al cabo de un rato, un joven que cenaba en otra mesa se acercó a saludar a su acompañante y se dirigió a ella por su nombre. En ese momento, Roberto se enteró de que se llamaba Sofía. Respiró aliviado y permaneció un rato mirándola a los ojos y repitiendo su nombre para sí: Sofía, Sofía, Sofía, Sofía. No la recordaba, como no recordaba ninguno de los lugares que estaba viendo en su compañía, pero su mirada le parecía el lugar más amable del universo, al menos de la mínima parte de universo que él era capaz de recordar. 
Después de la cena volvieron al coche y Sofía condujo de nuevo por las calles ahora ya casi desiertas. Estacionaron el vehículo en una avenida arbolada y entraron en el portal de un edificio elegante. Sofía le tomó la mano de nuevo mirándolo con aquellos ojos que a él le resultaban un bálsamo. Se besaron en el ascensor sin cerrar los ojos. No quería dejar de sentir la paz que encontraba en aquella mirada. Entraron abrazados en el apartamento, que era bastante acogedor y agradable y estaba decorado con muy buen gusto. No recordaba haber estado allí antes. 
Roberto tiró la chaqueta descuidadamente sobre el sofá y siguieron caminando juntos hasta el dormitorio principal. Sofía entró en el cuarto de baño mientras él se desvestía arrojando las prendas sobre una butaca y estudiando la habitación. Sobre una cómoda de grandes cajones vio una fotografía enmarcada en negro en la que aparecían los dos juntos, abrazados, sobre la cubierta de un barco. Mientras la miraba, Sofía salió del baño descalza y vistiendo únicamente una camiseta blanca gastada. Le pareció que estaba aún más hermosa, mientras la veía inclinarse para abrir la cama y colocar cuidadosamente el embozo de la sábana negra de satén. 
Se acostaron en silencio. Él la rodeó con sus brazos por detrás, sintiendo el calor de su cuerpo. Hundió la nariz en su pelo negro y sedoso y aspiró su olor, deleitándose en la sensación inconfundible de encontrarse en un sitio seguro en el que podía descansar tranquilo. Cerró los ojos, abandonándose al sueño. 
Madrid, 24 de octubre de 2010

El águila libre

Un águila vivía junto al nido de un cóndor, atada a un poste por una de sus patas. El cóndor era feliz con su compañía porque odiaba sentirse solo, pero el águila estaba cada día más triste y silenciosa, soñando a ratos con los ojos perdidos más allá del horizonte, y recreándose otras veces con el vuelo circular de otras águilas sobre su sabeza.
Un día, compadecido, el cóndor decidió cortar la cuerda y dejarla libre. Lo hizo temeroso y abatido, anticipando su pérdida. Pero el águila, libre al fin, comprendió que quien le daba la libertad la amaba sinceramente, y decidió permanecer a su lado.

Soledad

"Me siento tan solo", dijo suspirando con los ojos fijos en el suelo, ante la atónita mirada de quienes le rodeaban, que intentaban inútilmente abrazarlo penetrando el muro de su piel y sus silencios, sin lograrlo.


10 de diciembre de 2011

@microcuentos 1

Nos conocimos chocando entre la niebla, y tu disculpa rompió el silencio en que vivía. Hoy, la niebla ha vuelto, pero el silencio que nos envuelve es tan espeso, que ni siquiera ella consigue penetrarlo.


-- o --

Me pediste que me quedara a tu lado, mas no pudiste evitar el vuelo de mi alma. Hoy, a tu lado sigue mi carcasa, tuya, vacía.

8 de diciembre de 2011

El genio

El enano jorobado de las cien verrugas se acercó cojeando a la hermosa joven y le dijo: "Tengo un genio que me concede todo aquello que le pido".

Ella le miró un instante y replicó: "¡Farsante!"

El amor visto por las mujeres

-¿Me amas?-, preguntó ella.
-Sí-, respondió él.
-¿Te morirías si me perdieras?-, preguntó de nuevo.
-Claro-.
-¿Soy la mujer que más has querido en tu vida?-.
-Ajá-, respondió él, girando la página del periódico. Ella suspiró...

-Jo, qué cosas tan bonitas me dices...-.

No quiero verte sufrir


"Te quiero tanto que duele", dijo ella.
"Y yo te quiero tanto, que no soporto verte sufrir", respondió él.
Una hora más tarde, le vieron tomando el primer vuelo a Pernambuco.

Te regalo una T

En un desierto cuyos habitantes buscaban la felicidad en el afecto de los otros, llovió un día una T, y todos desecharon de sus labios la palabra "ámame" y adoptaron una nueva consigna: "ámate".