28 de diciembre de 2015

El joven


Nació un 28 de diciembre, poco después de que su familia se trasladara a  vivir a Madrid. Nunca le gustó su fecha de nacimiento, que siempre dio lugar a chanzas. La primera de ellas el mismo día en que nació. Su padre creyó que los compañeros de trabajo le estaban gastando una broma aquel día, cuando le llamaron para decirle que acudiera al hospital porque su mujer estaba teniendo al pequeño de sus hijos. 

Fue otro 28 de diciembre, precisamente 28 años después, cuando la vida le jugó la peor pasada. Al salir en coche del restaurante donde trabajaba, la niebla lo dejó incrustado en la mediana de la autovía. Acababa de pagar con su novia la entrada de un piso y proyectaban reformarlo y casarse. Aquel 28 de diciembre se perdió para siempre el chico que había sido hasta entonces, por culpa de una lesión cerebral. Aquello fue el punto de inflexión de todas nuestras vidas. 

Su novia siguió unos cuantos años a su lado, turnándose con la familia para cuidarlo en los innumerables lugares por los que pasó en busca de un milagro. Hoy cumple 50 años. Sigue teniendo esos ojos negros jóvenes y risueños de siempre, y el pelo rizado y abundante, aún negro sin canas. Parece mentira que él también se haya hecho mayor. Aunque lo que de verdad me parece increíble y maravilloso, es que aquella chica que fue su novia desde la adolescencia, haya venido un año más a recogerle para ir a comer juntos por su cumpleaños. Es ella realmente la causa de que haya abierto hoy el blog para escribir esta entrada, con toda mi admiración.


4 de diciembre de 2015

Las primas


Tras una infancia solos en Madrid sin más familia cerca que mis padres, el día que enterramos en el pueblo a mi abuelo materno, mis hermanos y yo supimos que teníamos unos primos de nuestra edad. Eran cinco, hijos de una prima carnal de mi madre a la que tampoco conocíamos hasta entonces, y llevaban toda su vida viviendo a solo cinco kilómetros del caserío. Aquel día lluvioso de un agosto ochentero nos vimos por vez primera en el pequeño cementerio de la aldea, en torno al panteón de los abuelos. Había oído hablar mucho al abuelo Txomin de aquel lugar, con el que parecía estar muy ilusionado. Sobre todo con las vistas, ya que según él, desde allí se divisaba no solo la casa, sino el monte de enfrente, en cuya cima se podía ver el depósito de agua que llevaba el agua de lluvia hasta la cocina -lo había construido él con sus propias manos, fue la primera familia en tener agua corriente en la casa; todo un lujo, aunque a veces se obstruyesen las tuberías por culpa de un topo muerto o una lombriz demasiado gorda-.

El día del entierro marcó un cambio importante en mi vida. Me hice inseparable de mis nuevas primas gemelas, que tenían entonces como yo 20 años. Me integré en su cuadrilla, conocí las primeras fiestas de los pueblos de la zona, los conciertos de Kortatu, los ´gin-Kas´, el autostop, los primeros -y últimos - porros, las escapadas a Pamplona, y muchas tardes de charla en la cocina de su caserío. Tenían una granja avícola con más de 3.000 gallinas, que se adivinaba por el olor antes que por la vista, a menos de un kilómetro de distancia.

Con el paso del tiempo, mis primas y yo llegamos a ser incluso cuñadas, para gran disgusto de mis padres. No solo porque mi primo fuera bastante mayor que yo sino también, y sobre todo, porque tenía el pelo mucho más largo. Llevaba además en la parte de atrás, una coletilla estrecha hasta la cintura, como los restos del naufragio de una espesa melena que hubiera conocido tiempos mejores. Y barba. En aquella época en que aún no había sido concebido ningún hipster, la barba era muy poco habitual en los jóvenes, y la de Alberto llegaba casi hasta el pecho. Pobre madre mía. Alberto se presentó en Madrid varias veces a visitarme, alguna por sorpresa. Mi madre se metía tanto con él por sus pelos, que en una de sus visitas, cuando fui a recogerle a la antigua estación de autobuses de Alsa, no le reconocí. Se había cortado el pelo muy corto y afeitado barba y bigote. Ahí me di cuenta de que tenía los ojos realmente bonitos.

Creo que Alberto fue el primer novio que me puso un mote cariñoso:´txitxiburduntzi´, que en euskera quiere decir libélula. Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, aunque probablemente no es uno de los sobrenombres más afortunados a la hora de usar diminutivos. Pasé un año, creo recordar, escribiéndome cartas a diario con Alberto. Cartas larguísimas llenas de dibujos, por dentro y por fuera. En aquella época, yo intentaba ser siempre la primera en abrir el buzón, para no sufrir la vergüenza de que otros cogieran aquellos sobres llenos de dibujos, palabras, corazones atravesados y libélulas.

Fue una etapa muy bonita y divertida de mi vida, y como todas, también acabó. Con mi primo, sucedió cuando se lió con una chica de Pamplona que le quedaba bastante más cerca de casa, con el nada desdeñable ahorro en papel de cartas que ello suponía. Seguí viendo unos años a sus hermanas, sobre todo a una de ellas que venía mucho por Madrid a pasar temporadas y salía de marcha conmigo y mis amigos. Hice incluso de Celestina con ella, presentándole a un compañero de trabajo encantador que también estaba solo. Pero aquello también terminó, cuando yo misma fui consciente de los encantos del compañero, y con ello mi relación con las primas. Ni siquiera vinieron a nuestra boda, pero no se lo tuve en cuenta. 






17 de noviembre de 2015

El día de mercado


Los viernes era día de mercado, y al igual que para los aldeanos de los pueblos de la zona, para mis hermanos y yo era un gran día. Nos levántábamos más tarde que de costumbre y podíamos desayunar en la cocina con mamá, sin escuchar las charlas de la abuela ni tener cuidado con nuestra postura en la mesa o nuestras bromas. Yo era la más bromista de los tres, y mi abuela, aunque acababa no pocas veces riendo sin querer con mis gracias, me adjudicó desde bien pequeña la coletilla "sarrena txarrena" (la mayor, la peor), que me siguió como una sormbra durante unos años.

En verano, mi padre o mi tío llevaban a la abuela cada viernes al mercado de Mungía, a seis kilómetros de distancia del caserío. Ella se arreglaba como para ir a misa Mayor, elegante en sus eternos colores negro, gris y malva. Todas sus faldas y chaquetas eran grises o negras, y sus camisas y vestidos, siempre estampados en colores lila, violeta, malva o rosa palo. Mamá le había hecho muchos de estos últimos. Cada verano la abuela le encargaba unas cuantas piezas de ropa, y mamá era una modista maravillosa y muy rápida. 

Recuerdo algunos años, al principio, en que  mi abuela llevaba al mercado un cesto de mimbre marrón oscurecido cubierto con un paño de cuadros azul y blanco, que a la vuelta venía cubriendo las compras. Nosotros esperábamos nerviosos su regreso, corriendo hasta el camino cada vez que escuchábamos un claxon en la cuesta  del molino, porque sabíamos que a la vuelta, en un rincón de su cesta, la abuela nos traería alguna sorpresa, generalmente un chupa-chups para cada uno. Recordándolo ahora, imagino la cara de mis hijos si en algún día especial les hubiese traído un caramelo, y no sé si sonreír o llorar, si soy sincera.

Mi abuela materna era una mujer grande y fría -más grande que el abuelo-, a la que solo veíamos emocionarse ligeramente en septiembre el día de nuestra partida, mientras el coche de papá se alejaba de la casa por el camino de grava, y su figura se iba haciendo pequeña a través del cristal trasero del Seat 124. No soy capaz ahora mismo de recordar haberla visto llorar mientras nos besaba uno a uno un rato antes de partir, fríamente y por turno. Ni siquiera al besar a mamá -ella sí pasaba el resto del camino sollozando en silencio, y ninguno de nosotros se atrevía a decir nada-. Es posible que también la abuela esperara a que el coche fuera ganando velocidad poco a poco a través del polvo de aquel caminito de una sola vía que mi abuelo y sus vecinos habían construido con sus propias manos. No me cuesta imaginarla regresar en silencio a su cocina, sentarse en su taburete junto al fuego y apoyar la cabeza sobre las manos, con los codos sobre su delantal azul añil y los ojos vidriosos.

En aquellos años, nosotros siempre nos sentimos distintos a los demás primos. Éramos los únicos nietos que vivían fuera durante el año, y los únicos también que pasaban los veranos en la casa. Aunque Madrid no estuviera tan lejos, para mis abuelos hubiera sido exactamente lo mismo si hubiésemos vivido en Arkansas. De hecho, la abuela Juana llamaba ´Iñolaterra´ a todos los lugares del mundo que estaban fuera de Euskadi. En realidad, apurando un poco, aquel término suyo valía para todo el territorio exterior a Vizcaya, Álava incluida, y no digamos Burgos.

Recuerdo un par de veces en que mi abuela estaba cansada el día de mercado, y los que acudieron en su lugar a Mungia fueron mis padres. Lo único positivo de aquellas ocasiones era esperar el regreso de papá y mamá a mediodía, y la sorpresa que nos traían, que siempre solía ser algo más que un chupa-chups. Porque pasar unas horas a solas con la abuela era algo para lo que nunca estuvimos lo suficientemente preparados. La abuela era una buena mujer, trabajadora y piadosa, pero nos imponía mucho respeto. Además, tenía tan arraigado su nacionalismo y la frustración que le supuso que su hija se casara con un hijo de ´inmigrantes´, que no perdía oportunidad de recordarnos, cada vez que nos quedábamos solos con ella, el color tostado de nuestra piel. Años después supe que alguna vez llegó a referirse a nosotros como "los hijos del gitano". La buena mujer tenía la creencia de que los vascos, por alguna razón que no he llegado a entender aún, debían de ser todos rubios y de piel lechosa, como mis primos, y mis hermanos y yo, hijos de un bilbaíno de raíces castellano-manchegas y piel morena, éramos la excepción de su blonda familia.

De la infancia en Madrid, una de las cosas que recuerdo más vivamente a pesar de mi mala cabeza, son las abuelas de mis amigas del colegio. Abuelas que vivían cerca, que me hacían la merienda como a sus nietas cuando íbamos a su casa a pasar la tarde, abuelas de piel blanca y abultados carrillos mullidos y suaves, de meriendas de pan con chocolate. Abuelas que daban besos en martes y en jueves, incluso a mí. Que reían con nuestras cosas. A veces, cuando una de mis amigas de entonces se quejaba de su familia, yo la miraba atónita pensando en su suerte. Pero quién sabe... es posible que también yo, con el tiempo, haya tergiversado a mi abuela. Al fin y al cabo, tengo guardada en algún lugar de mi memoria su risa mirando mis payasadas en la cocina del caserío alguna noche. Cuando después del rosario y la cena, nos dejaban quedarnos un rato cerca del fuego con los mayores. 






12 de noviembre de 2015

El tío

Mis abuelos maternos eran profundamente religiosos, al menos por cuanto se refiere a la práctica devota, que observaron fielmente toda su vida. Daba la impresión de que creyeran firmemente en la existencia de una relación directa entre la cantidad de rezos diarios y la consecución del ansiado lugar en el paraíso. Tal vez por ello, no dejaban de rezar sus tres rosarios diarios ni cuando uno de ellos estaba enfermo. Recuerdo alguna ocasión en que el abuelo estuvo en cama y nos hicieron trasladarnos a su cuarto para el rosario, que como siempre había de dirigir él.

Si la teoría de los abuelos era cierta, mis hermanos y yo nos ganamos también en aquellos años un lugar destacado en el cielo, teniendo en cuenta la cantidad de rosarios rezados durante años en los tres meses de verano que pasábamos en el caserío. E non solo. Estaban también las misas diarias. Hasta hace unos 25 años, teníamos un tío cura, como casi cualquier familia vasca que se preciara, en aquella época en la que aún existía la costumbre de ´consagrar´ un hijo a la Iglesia. Algunos padres, llevados por los mismos devotos motivos que mis abuelos; otros por motivos más prosaicos, como el de que en la posguerra, los niños comían al menos caliente en los seminarios, donde eran internados en plena infancia.

Mi tío vivía entonces en Canarias, donde trabajaba de párroco y había cursado dos carreras universitarias, después de su paso inicial por varias parroquias vizcaínas. Todos los años pasaba sus vacaciones de verano en el caserío como nosotros, y estaba sometido a la obligación de dar misa a diario. Así pues, los demás nos veíamos obligados también a asistir a misa todos los días, generalmente antes de la cena.

Había en el caserón una pequeña capilla, habilitada en una habitación sombría en la parte norte, la más húmeda y fría porque al otro lado pasaba un arroyuelo pegado al muro. Una estrecha mesa rectangular de patas altas y finas cubierta con un fino mantel de hilo blanco hacía las veces de altar. Frente a ella, había un par de reclinatorios de madera con tapicería de terciopelo color granate, que llevaban en la parte superior las iniciales de cada uno de mis abuelos formadas por chinchetas: D.A. y J.O. En la pared del fondo, un gran aparador con cristales traslúcidos de un verde muy brillante en las puertas y encimera de mármol granate veteada en beis, custodiaba la mistela de misa. Cada noche tras el oficio –que, bendito sea, duraba poquísimo porque el tío rezaba de carrerilla-, mi tío nos dejaba rebañar el vino del vaso por turnos.

El aparador también hacía las veces de sagrario, ya que en su interior se guardaban el cáliz y las sagradas formas. Una de las cosas que más disfrutábamos al inicio de las vacaciones, era recortar las hostias de las láminas de pan ázimo que el tío traía en su maleta. Recortábamos los círculos blancos que ya venían troquelados y los íbamos guardando en una lata grande que en otro tiempo había contenido tabaco. Siempre nos peleábamos por comer los deliciosos recortes sobrantes.

Casi todas las noches después de cenar, el tío salía de la cocina y se sentaba en el banco de madera adosado al muro sur de la casa. Solía permanecer allí, fumando en silencio y escuchando los sonidos de la noche mientras se perdía pensando en sus cosas. Nos encantaba salir y sentarnos con él, oliendo el aroma de su pipa. Entonces, nos contaba muchas historias. Nos hablaba de una bruja que vivía en el caserío de Descarga, y del susubil, un animal que nunca supimos exactamente cómo era pero que según él, vivía escondido en los bosques cercanos.


Además de un tío divertido, fue también muy buen hijo. Años después de aquellos veranos, tomó la decisión de dejar el sacerdocio, pero esperó a que sus padres hubieran muerto para evitarles un tremendo disgusto. Como sacerdote, él mismo había casado a mis padres, bautizado a mis hermanos y a mí, dado la comunión a mis primos, y por último fue también quien ofició los funerales de mis abuelos. Fue precisamente tras celebrar el último de estos –el de mi abuela Juana-, cuando reunió a la familia para comunicarles que dejaba el sacerdocio. Poco tiempo después nos anunció que se casaba. Mi nueva tía, mucho más joven que él, también había abandonado los hábitos, habiendo ejercido como profesora en un colegio de monjas hasta la fecha. Ahora ambos viven juntos en Madrid, y una de las cosas más divertidas de su piso son las fotografías enmarcadas de su alcoba conyugal. Además de la fotografía de su boda, donde aparecen ambos vestidos de blanco virginal, pueden verse sobre una cómoda las imágenes en marco doble de sus primeras comuniones y de sus vidas como religiosos. Ambos con sus negros hábitos, uno junto al otro. Realmente digno de ver.

31 de octubre de 2015

La abuela

La abuela Juana era una de esas mujeres en las que uno piensa cuando escucha hablar de la tradicional sociedad matriarcal vasca. No era muy alta, pero para su época tenía una altura nada desdeñable, que sobrepasaba eso sí con creces la de su esposo. Recia y de huesos anchos, en su juventud había sido muy delgada. Nunca vi una fotografía suya de joven, si lo sé es porque ella siempre me decía “yo también era delgada como tú, pero ya verás cuando te hagas mayor”.

Amuma, como la llamábamos mis hermanos y yo, no tuvo el pelo cano hasta cerca de los ochenta. La recuerdo siempre con su cabello oscuro recogido bajo la nuca en un moño apretado que olía a brillantina. Creo que solo una vez la vi, por accidente, con el pelo cayendo por la espalda. Una mañana, haciéndose el moño sentada frente al tocador de su habitación. Sobre este, el frasco de brillantina con el que se iba untando la larguísima melena antes de recogerla. Se llamaba Cheseline y olía a flores.

Era difícil ver reírse a la abuela, por lo que cuando esto ocurría, para nosotros tres era un acontecimiento. Solía ocurrir alguna noche en la cocina del caserío, en ese rato que pasábamos sentados en los pequeños taburetes de madera con mis abuelos y mi madre –mi padre se quedaba en Madrid trabajando y no venía hasta agosto-. Yo era bastante payasa, y algunas veces conseguí hacer reír a mi abuela con ganas. Aunque la verdad, aún hoy no sabría decir si la quería, porque pasábamos con ellos solamente los casi tres meses de verano y las vacaciones de Semana Santa, y siempre nos sentimos como forasteros. Notaba además en mi propia madre ese temor a la abuela, y cómo se ponía nerviosa cuando cometíamos una travesura, inquietándose por su posible reacción. Hace poco, contando a mis hijos algún episodio de aquella época, intenté transmitirles el respetuoso pavor que sentíamos cuando mi abuela bramaba "mecatxisotz" y se rieron.

Aquellos veranos, pasábamos casi todo el tiempo fuera de casa, lo cual no significa que anduviéramos dando vueltas por las calles de un pueblo, porque no había. Bueno, haber haber sí, claro, siempre hay un pueblo, con su plaza, su iglesia, su ayuntamiento y su bar, pero el nuestro estaba a un kilómetro. El caserío de los abuelos estaba algo alejado, entre prados, bosques y monte bajo, como la mayoría de los de los vecinos. La casa más cercana estaba al otro lado del camino, pero allí solo vivía una anciana con un hijo mayor. Así que nosotros siempre jugábamos los tres juntos, en los terrenos aledaños.

Los días de diario, teníamos que volver corriendo al caserío todas las tardes antes de que acabara el consultorio sentimental de la Señora Francis en Radio Bilbao, si no queríamos un disgusto. Inmediatamente a continuación comenzaba la retransmisión del rosario desde la Basílica de Begoña. Estuviéramos donde estuviéramos, que podía ser bastante lejos, corríamos con la lengua fuera para estar en la cocina antes de las siete, perfectamente formados, en pie frente a la hornacina que compartían la Virgen de Begoña y el aparato de radio. Junto al nicho, había una fotografía de Carlos Garaikoetxea pegada a los azulejos con papel adhesivo.

Llegar a tiempo no era cuestión de vida o muerte, pero eso entonces nosotros no lo sabíamos. Lo que sí sabíamos –por mi madre- era que aquella era condición necesaria para poder dormir en la cama esa noche. Condición necesaria, pero no suficiente, ya que además había que seguir el rezo radiado del rosario en voz alta. Por suerte, aprendimos que dada la agudeza auditiva de mi abuela, nos bastaba con mover los labios emitiendo sonidos. El rosario de la tarde era en latín. Por la noche, mi abuelo conducía otro en euskera antes de cenar, pero este era muchísimo más rápido, quizá debido al olor delicioso que siempre emanaba de la olla que reposaba sobre la chapa.


27 de octubre de 2015

Primer amor


Recuerdo el primer día que le vi. A pesar de esta mala memoria mía, recuerdo aquel momento como si él acabara de pasar ahora mismo por delante del portal de mis padres. Llevaba el pelo, muy negro, descuidadamente largo, cayendo sobre su frente y sobre el cuello alzado de su cazadora negra de cuero. Sus ojos color miel brillaban a la luz del sol, envueltos en aquellas negrísimas y largas pestañas. Su nariz grande y perfectamente recta, imprimía a su rostro un halo de misteriosa y arrebatadora personalidad. No era demasiado guapo, pero me pareció, en aquel momento, el muchacho más atractivo del mundo. 

Pasó caminando deprisa, con las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas azul desvaído. Caminaba como dando saltitos, moviendo a cada paso la cadera y los hombros, aparentemente sin ritmo, con total anarquía. Iba silbando, tan ensimismado en sus propios pensamientos, que creo que no se percató de mi presencia. Pero yo sí. Ay, yo sí.

Trabajaba en una empresa situada enfrente del portal de mis padres, y durante las siguientes semanas fui aprendiendo sus horarios para hacerme la encontradiza. Coincidíamos en la parada del bus de la esquina, en mi calle, o en el paseo, y cruzábamos nuestras miradas. Durante semanas, durante meses. 

Me resultaba tan frustrante no conocer su nombre, que le inventé uno que le iba mucho: José Pablo. Un día, cuando yo caminaba paseo abajo con mis compañeras de vuelta del instituto, se plantó delante de nosotras y me dijo: "Quiero hablar contigo, a solas". 


Han pasado treinta años. Estoy tomando una copa a media tarde en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo, con un grupo de amigos. Charlamos sobre los primeros amores de aquella generación. Una de ellas me pregunta "¿Y tú? ¿Quién fue tu primer amor?". Estuve a punto de decir que no lo recordaba, pero en ese momento me asaltó la imagen de aquel chico desgarbado caminando a saltitos por delante del portal de mis padres. Casi sin que me diera cuenta salió de mis labios: "uno que pasaba". 

Mi primer amor, tiene gracia, cuando aquella tarde una vida atrás, me había asustado tanto que había salido corriendo diciendo que no. Nunca más volvimos a mirarnos a los ojos por la calle. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. 

Mi primer amor, tiene guasa, aunque nunca llegara a conocerle. Aunque ahora que lo pienso, es probable que tampoco haya llegado a conocer mucho más a alguno de los siguientes. 


23 de octubre de 2015

Post inacabado


Agradezco tener cinco euros en el bolsillo cuando sale el sol y estoy sola, y la soledad disfrutada de otras veces se convierte en un peso insoportable. Y es fiesta y no hay nadie, pero puedo salir a la calle, y sentarme al sol en una terraza;
Agradezco tener una cama grande y cómoda, cada noche que llego arrastrando los pies hasta ella;
Agradezco poder aún seguir cuidando a quien por mí dejó de lado su vida hace décadas;
Agradezco haber vivido ya medio siglo y no notar el cansancio, sino ganas de vivir el resto con más fuerza;
Agradezco tener esos pocos amigos a los que sé que puedo llamar de pronto, cuando hace falta. Y aunque aprendí hace tiempo que no es bueno esperar nada de nadie, acuden a abrazarme sin tardanza;
Agradezco la risa del de enfrente, cuando yo soy su causa;
Agradezco que alguien me de a mí las gracias por estar cerca, aunque sepa que probablemente, él no estará mucho tiempo ahí, para mí;
Agradezco a la vida las personas bonitas que puso en mi camino, y haberme hecho capaz de apreciarlas;
Agradezco todo el tiempo que han pasado conmigo, por poco que fuere, porque podría no haber existido;
Agradezco a los hombres que me quisieron, el tiempo que pasaron cerca de mí. Y a los que no lo hicieron, todo lo que con ello aprendí;
Agradezco la cara ilusionada de quien de mí abre un regalo preparado con mimo. Una sonrisa infantil de ilusión, unos ojos brillantes y sinceros, es el mejor regalo de vuelta;
Agradezco cada whatsapp que no espero, cuando estoy sola y echando de menos, y me hacen sonreír un sábado por la tarde;
Agradezco que leáis estas bobadas, porque a nadie le importan, excepto a mí.

21 de octubre de 2015

Yo haré que funcione


Todos hemos conocido casos de parejas más o menos estables que, llegada la primera o la enésima crisis, deciden que hay que ponerse manos a la obra para solucionar sus problemas.

Unos se deciden por la terapia de pareja, el psicólogo, el coach, y otros lo intentan por su cuenta, con el clásico viaje en pareja, aparcando a los niños con los sacro santos y pacientes abuelos. Los más descerebrados, incluso, regresan en algunos casos con otro niño encargado, que nacerá cargando sobre sus hombros la enorme y absurda responsabilidad de hacer que una pareja que ya no se entiende, se enamore de nuevo arrullada por los llantos nocturnos de un lactante.

Personalmente, nunca he entendido mucho las terapias de pareja. Creo que el amor tiene un comienzo y un final. Supongo que, igual que su nacimiento nos resulta imperceptible -para cuando nos damos cuenta de su existencia, ya estamos metidos de lleno en él hasta las cejas-, tampoco es fácil reconocer su muerte. Pero una vez constatada... una vez comprendemos que el amor ha muerto, intentar resucitarlo con la ayuda de un profesional externo, me parece semejante a realizar maniobras resucitatorias a un cadáver. 

Soy consciente de que mi opinión puede sonar muy fuerte. Hasta ahora no he encontrado a ningún otro partidario de la eutanasia amorosa entre mis allegados. Mis amigos, la mayoría casados, no entienden mi punto de vista. He de suponer que son todos felices, cosa que además, les deseo.

En fin, a pesar de no creer en estos intentos, sí puedo entenderlos, por supuesto. Es fácil comprender que haya quien intente salvar una historia larga y llena de emociones compartidas, viajes, hijos, ilusiones, abrazos, susurros, te quieros y confidencias. Y como no -y tal vez mucho más-, de hipotecas, chalets en la Sierra y apartamentos en Torrevieja. Lo que desde luego no alcanzo a entender de ninguna manera, es que alguien piense que puede arreglar una historia nonata. 

Conocer a un tipo, caerse mutuamente bien, reír juntos, disfrutar de unas noches de copas y un par de excursiones entretenidas, comenzar a vislumbrar los tintes de una posible relación semejante a la amistad, que aderezada por cierta atracción física mutua, lleva al coqueteo. Algún intercambio de besos entre risas, y poco más. Entonces, uno de ellos -él-, se desboca mostrando su teoría del amor y las relaciones amorosas: "Yo haré que funcione". "De mí depende que te enamores de mí, y lo voy a conseguir". "Pondré todo mi empeño para que funcione". Y ya para y mención honorífica, "yo soy así, vas a alucinar conmigo".

Algo me perdí en mitad del camino. Quizá es que me falta algún tornillo, porque pienso que ninguna historia naciente debe de ser forzada. Que no pasa nada por estar solo. Que cuando nace una historia, solo merece la pena continuar en ella si de forma natural nos agrada y todo nuestro ser nos pide hacerlo. Que no somos seres que solo puedan vivir en pareja, y que esto no es obligatorio. 

Qué necesidad hay de enamorar a otro que de por sí no se ha enamorado de ti, de hacer que funcione algo que seguramente no tiene por qué funcionar. Cuando tienes la suerte de ser libre, ¿por qué atarte a una innecesaria vida en pareja, solo por el hecho de contar a tus amigos "eh, que ya tengo pareja de nuevo"? ¿Qué empeño es ese, cuando tienes toda la vida por delante para conocer personas y decidir si, de forma natural, se acoplan a tu forma de ver la vida y las relaciones?

Caballero, es usted muy atractivo y una de las personas más divertidas que conozco, pero pise el freno, por favor, que yo me apeo.



De ilusión se vive

Miracle on 34th Street, la tres veces oscarizada película de George Seaton (1947), fue titulada en España "De ilusión también se vive". Esa frase se ha convertido en coletilla popular, y a todos nos la han soltado en algún momento a modo de bofetón. Pero me vais a perdonar que elimine por mi cuenta el adverbio. Porque yo no creo que vivir con ilusión sea una más de las posibilidades de la vida, sino que la vida es mucho más llevadera, apetecible e incluso apasionante, caminando a través de ella de la mano de una, o de muchas, ilusiones. Yo misma recuerdo haberlas tenido, no hace mucho tiempo.


9 de octubre de 2015

El flechazo


Quién no se ha enamorado alguna vez en el metro, en un cruce de miradas de un extremo a otro de un vagón. O se ha sorprendido sonriendo a un desconocido mientras bajaba por la Gran Vía, o a un tipo con gafas en la sección de novela de la Fnac. ¿Quién no ha experimentado un amor de esos que duran menos que los peces de hielo en el whisky de Sabina?

La última vez, me ocurrió en un atasco. Un flechazo mutuo con el conductor de un pequeño coche oscuro. No me preguntéis qué modelo era, no sé por qué, últimamente solo me fijo en si es o no un Volkswagen. Miradas de soslayo, sonrisillas tontas, subir y bajar nervioso de protector solar fingiendo buscar una tarjeta de aparcamiento inexistente, colocarte ese mechón de pelo por enésima vez...

Fue bonito, aunque efímero. Esta última vez, acabó como suelen acabar estas cosas. Mi amado del carril contiguo se olvidó de que yo seguía ahí, llevó su dedo índice a sus fosas nasales, y se cargó nuestra historia de amor antes de empezar.

¿Hay algo más triste que empezar el día con el corazón partido, mientras subes una avenida en segunda?



16 de septiembre de 2015

El ´Carpe diem´ y la aritmética de las relaciones


A veces me pregunto si todas esas personas que manejan con soltura el término ´Carpe diem´ como un leitmotiv propio y asumido, saben realmente lo que implica. No me pregunto si saben latín, porque visto lo visto, debo de ser una de las pocas personas que no ´saben latín´ en esta sociedad nuestra, sino si verdaderamente viven su pasaje por la Tierra como si realmente fueran conscientes de que esta será la única vez que van a pisarla.
Que la vida es una, y que nadie conoce el momento en que dejará de gozar de ella, es una cuestión, me diréis, de cajón. Pero curiosamente, la mayoría de nosotros solo empieza a ser consciente del trasfondo terrible del asunto cuando le ocurre una tragedia. A ellos mismos, a un familiar cercano o a un amigo. Ese fue mi caso. Desperté hace 20 años, cuando la vida de mi hermano se vio truncada por un accidente de tráfico, y las vidas del resto de nosotros cambiaron de color, y de rumbo. Hubo de ocurrir algo tan terrible, para que me diera cuenta de lo absurdo de posponer decisiones personales que podrían reportar felicidad propia, por razones tan ridículas como el qué dirán.

Por suerte, todo lo que nos ocurre a lo largo de la vida, sea bueno o malo, nos enseña algo. Y yo agradezco infinitamente a la filosofía del ´Carpe diem´ la fuerza que me ha dado para tomar decisiones en algunas situaciones. Y el valor, para seguir por caminos a los que la razón pone vallas. Como cuando topamos en el camino con personas de las que la razón se empeña en hacer que nos alejemos, simplemente por la estúpida posibilidad de que acabemos sufriendo algún daño. Pero ¿acaso estar vivo significa estar siempre a salvo?.

Es aquí donde entra, en esta divagación absurda, la aritmética de las relaciones. Esa que versa sobre las personas que suman y las personas que restan. A veces hay que ser un hacha para distinguirlas, porque ocurre no pocas veces que llega alguien a nuestra vida con un signo de adición tatuado en la frente, y hasta que no nos ha clavado un puñal por la espalda, no nos damos cuenta de que, en realidad, restaba. Ante la duda, dado que no somos adivinos, el ´Carpe diem´ tal y como yo lo entiendo, aconseja acercarse a estas personas, acogerlas. Experimento y resultado, nunca huida. Eso sí, con los ojos abiertos, que confundir bondad con estupidez no tiene un pase. A la primera puñalada, hay que saber decir adiós. La mayoría de las personas pueden merecer una segunda oportunidad, pero una tercera... casi nadie.

No sé si será inocencia, estupidez o esperanza en la raza humana, pero yo no concibo apartar de mi vida a quien en ella aparece como un regalo inesperado, por negro que sea el futuro en los horóscopos, sabiendo como sé, como creo firmemente, que mañana mismo puedo estar muerta. Y no hay nada más aburrido que un muerto que no vivió.



17 de abril de 2015

La música


Tengo un par de orejas simétricas y estéticamente armoniosas, cosa que no tiene ningún mérito por mi parte, por otro lado, y que debo a la herencia genética de mis padres. Como todo el resto -el resto así, en genérico, ya que vale tanto para el resto de mi fisonomía como para una buena parte de las cualidades y defectos que me aderezan. Muchas de las primeras, y muy pocos de los segundos, debo aclarar-. Pero como bien sabemos, en esta vida no se puede tener todo y una servidora no puede ser menos, así pues, la naturaleza no me dotó como complemento de un buen oído musical ni de una bonita voz. Pero adoro la música, y una de las cualidades que más envidio y que hubiera deseado tener, es precisamente el don para cantar. Por suerte, el buen Dios tuvo a bien obsequiarme a cambio con ciertas dosis de vergüenza y sentido del ridículo -no mucho, bien es verdad, pero sí lo justo-, gracias a lo cual me limito a cantar cuando estoy a solas.

La música... Muchas de las personas importantes de mi vida, y muchos momentos particulares de la misma, están inevitablemente ligados a canciones. Por su culpa, o a veces gracias a ellos, hay canciones que no he vuelto a escuchar hace mucho tiempo, y otras que en cambio escucho de forma recurrente y machacona. Eso sí, no he practicado nunca, que yo recuerde, ese deporte tan femenino -perdóneseme el sexismo, o rebátase, en su caso- de la autoflagelación musical. Escuchar de forma continua las mismas canciones lacrimógenas que te recuerdan a una persona que ya no te quiere o que, rizando el rizo, no lo ha hecho nunca. De todas las vertientes del masoquismo, creo que esa es la que menos me llama. En ese sentido, soy bastante tajante cuando de sacar a alguien de mi vida se trata: practico la exclusión y el destierro sine die de cantantes y canciones, que generalmente no vuelvo a escuchar -perdóname Elton, mis disculpas Joaquín-.

Por contra, si adoro una canción especialmente, y en algún momento llego a compartirla con una persona por la que siento afecto, a partir de ese momento no soy capaz de volver a escucharla sin recordarla. Me ha ocurrido con bastantes canciones y unas cuantas personas, y me gusta creer que al otro le ocurrirá lo mismo cuando vuelva a escucharla. Me gusta suponerlo, aunque la realidad se muestre a menudo tan prosaica como para llevarme a pensar que, realmente, el romanticismo musical, como todos los demás, está bastante muerto. Pero no seré yo quien le eche encima la primera palada de tierra. Not yet. Not me.


He dudado bastante al elegir la canción con la que terminar esta entrada. A punto he estado de poner una de hace 39 años, que lleva meses repitiéndose en mi iPod y en mi cabeza, y hace unos días, inexplicablemente, se convirtió en trending topic mundial. Pero no puede ser. Esa canción también me recuerda a alguien, desde hace un tiempo, así que he decidido que lo más justo, tal vez, es terminar con una canción de nadie. Una canción que me encanta y que lleva conmigo unos cuantos años, de hecho sigue siendo la melodía de mi teléfono móvil. Muchos la han escuchado a mi lado, incluso hay alguien que inevitablemente al escucharla seguirá acordándose de mí. Pero para mí, es solamente mía, y así me gusta que sea.