Mis abuelos maternos eran
profundamente religiosos, al menos por cuanto se refiere a la práctica devota,
que observaron fielmente toda su vida. Daba la impresión de que creyeran firmemente
en la existencia de una relación directa entre la cantidad de rezos diarios y
la consecución del ansiado lugar en el paraíso. Tal vez por ello, no dejaban de
rezar sus tres rosarios diarios ni cuando uno de ellos estaba enfermo. Recuerdo
alguna ocasión en que el abuelo estuvo en cama y nos hicieron trasladarnos a su
cuarto para el rosario, que como siempre había de dirigir él.
Si la teoría de los abuelos era
cierta, mis hermanos y yo nos ganamos también en aquellos años un lugar
destacado en el cielo, teniendo en cuenta la cantidad de rosarios rezados
durante años en los tres meses de verano que pasábamos en el caserío. E non solo. Estaban también las misas
diarias. Hasta hace unos 25 años, teníamos un tío cura, como casi
cualquier familia vasca que se preciara, en aquella época en la que aún existía
la costumbre de ´consagrar´ un hijo a la Iglesia. Algunos padres, llevados por
los mismos devotos motivos que mis abuelos; otros por motivos más prosaicos,
como el de que en la posguerra, los niños comían al menos caliente en los seminarios,
donde eran internados en plena infancia.
Mi tío vivía entonces en
Canarias, donde trabajaba de párroco y había cursado dos carreras universitarias,
después de su paso inicial por varias parroquias vizcaínas. Todos los años pasaba
sus vacaciones de verano en el caserío como nosotros, y estaba sometido a la obligación
de dar misa a diario. Así pues, los demás nos veíamos obligados también a
asistir a misa todos los días, generalmente antes de la cena.
Había en el caserón una
pequeña capilla, habilitada en una habitación sombría en la parte norte, la más
húmeda y fría porque al otro lado pasaba un arroyuelo pegado al muro. Una
estrecha mesa rectangular de patas altas y finas cubierta con un fino mantel de
hilo blanco hacía las veces de altar. Frente a ella, había un par de
reclinatorios de madera con tapicería de terciopelo color granate, que llevaban
en la parte superior las iniciales de cada uno de mis abuelos formadas por
chinchetas: D.A. y J.O. En la pared del fondo, un gran aparador con cristales
traslúcidos de un verde muy brillante en las puertas y encimera de mármol
granate veteada en beis, custodiaba la mistela de misa. Cada noche tras el
oficio –que, bendito sea, duraba poquísimo porque el tío rezaba de carrerilla-,
mi tío nos dejaba rebañar el vino del vaso por turnos.
El aparador también hacía las veces de sagrario, ya que en su interior se guardaban el cáliz y las sagradas formas. Una de las cosas que más disfrutábamos al inicio de las vacaciones, era recortar las hostias de las láminas de pan ázimo que el tío traía en su maleta. Recortábamos los círculos blancos que ya venían troquelados y los íbamos guardando en una lata grande que en otro tiempo había contenido tabaco. Siempre nos peleábamos por comer los deliciosos recortes sobrantes.
Casi todas las noches después de cenar, el tío salía de la cocina y se sentaba en el banco de madera adosado al muro sur de la casa. Solía permanecer allí, fumando en silencio y escuchando los sonidos de la noche mientras se perdía pensando en sus cosas. Nos encantaba salir y sentarnos con él, oliendo el aroma de su pipa. Entonces, nos contaba muchas historias. Nos hablaba de una bruja que vivía en el caserío de Descarga, y del susubil, un animal que nunca supimos exactamente cómo era pero que según él, vivía escondido en los bosques cercanos.
Además de un tío divertido, fue
también muy buen hijo. Años después de aquellos veranos, tomó la decisión de
dejar el sacerdocio, pero esperó a que sus padres hubieran muerto para
evitarles un tremendo disgusto. Como sacerdote, él mismo había casado a mis
padres, bautizado a mis hermanos y a mí, dado la comunión a mis primos, y por
último fue también quien ofició los funerales de mis abuelos. Fue precisamente
tras celebrar el último de estos –el de mi abuela Juana-, cuando reunió a la
familia para comunicarles que dejaba el sacerdocio. Poco tiempo después nos
anunció que se casaba. Mi nueva tía, mucho más joven que él, también había abandonado
los hábitos, habiendo ejercido como profesora en un colegio de monjas hasta la
fecha. Ahora ambos viven juntos en Madrid, y una de las cosas más divertidas de
su piso son las fotografías enmarcadas de su alcoba conyugal. Además de la
fotografía de su boda, donde aparecen ambos vestidos de blanco virginal, pueden
verse sobre una cómoda las imágenes en marco doble de sus primeras comuniones y
de sus vidas como religiosos. Ambos con sus negros hábitos, uno junto al otro. Realmente
digno de ver.
Los recortes que recuerdos!!!
ResponderEliminarTengo recuerdos similares con mis abuelas, los abuelos estaban a otros cosas, y añado el Angelus a mediodía en la piscina familiar con todos los primos alrededor de la yaya a modo de gran sacerdotisa. Hasta que no se rezaba no había baño.
Que tiempo tan feliz, ahora voy a esas casas y sólo están los fantasmas de ese tiempo vivido.
Gracias Izaskun por tu reflexión que obliga a recordar la felicidad del niño.
Muchas gracias por tus comentarios, siempre. Me alegro de que te haya hecho recordar tiempos felices ;-)
EliminarMe ha transportado tu relato, Izas. Está lleno de sensibilidad y de bondad. Exactamente igual que tú.
ResponderEliminarUn beso enorme,
Pilar Diz.
¡Pilar! Qué gran alegría tener noticias tuyas, y qué bonitas palabra, me encanta que te haya gustado. Un abrazo muy fuerte.
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