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4 de diciembre de 2015

Las primas


Tras una infancia solos en Madrid sin más familia cerca que mis padres, el día que enterramos en el pueblo a mi abuelo materno, mis hermanos y yo supimos que teníamos unos primos de nuestra edad. Eran cinco, hijos de una prima carnal de mi madre a la que tampoco conocíamos hasta entonces, y llevaban toda su vida viviendo a solo cinco kilómetros del caserío. Aquel día lluvioso de un agosto ochentero nos vimos por vez primera en el pequeño cementerio de la aldea, en torno al panteón de los abuelos. Había oído hablar mucho al abuelo Txomin de aquel lugar, con el que parecía estar muy ilusionado. Sobre todo con las vistas, ya que según él, desde allí se divisaba no solo la casa, sino el monte de enfrente, en cuya cima se podía ver el depósito de agua que llevaba el agua de lluvia hasta la cocina -lo había construido él con sus propias manos, fue la primera familia en tener agua corriente en la casa; todo un lujo, aunque a veces se obstruyesen las tuberías por culpa de un topo muerto o una lombriz demasiado gorda-.

El día del entierro marcó un cambio importante en mi vida. Me hice inseparable de mis nuevas primas gemelas, que tenían entonces como yo 20 años. Me integré en su cuadrilla, conocí las primeras fiestas de los pueblos de la zona, los conciertos de Kortatu, los ´gin-Kas´, el autostop, los primeros -y últimos - porros, las escapadas a Pamplona, y muchas tardes de charla en la cocina de su caserío. Tenían una granja avícola con más de 3.000 gallinas, que se adivinaba por el olor antes que por la vista, a menos de un kilómetro de distancia.

Con el paso del tiempo, mis primas y yo llegamos a ser incluso cuñadas, para gran disgusto de mis padres. No solo porque mi primo fuera bastante mayor que yo sino también, y sobre todo, porque tenía el pelo mucho más largo. Llevaba además en la parte de atrás, una coletilla estrecha hasta la cintura, como los restos del naufragio de una espesa melena que hubiera conocido tiempos mejores. Y barba. En aquella época en que aún no había sido concebido ningún hipster, la barba era muy poco habitual en los jóvenes, y la de Alberto llegaba casi hasta el pecho. Pobre madre mía. Alberto se presentó en Madrid varias veces a visitarme, alguna por sorpresa. Mi madre se metía tanto con él por sus pelos, que en una de sus visitas, cuando fui a recogerle a la antigua estación de autobuses de Alsa, no le reconocí. Se había cortado el pelo muy corto y afeitado barba y bigote. Ahí me di cuenta de que tenía los ojos realmente bonitos.

Creo que Alberto fue el primer novio que me puso un mote cariñoso:´txitxiburduntzi´, que en euskera quiere decir libélula. Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, aunque probablemente no es uno de los sobrenombres más afortunados a la hora de usar diminutivos. Pasé un año, creo recordar, escribiéndome cartas a diario con Alberto. Cartas larguísimas llenas de dibujos, por dentro y por fuera. En aquella época, yo intentaba ser siempre la primera en abrir el buzón, para no sufrir la vergüenza de que otros cogieran aquellos sobres llenos de dibujos, palabras, corazones atravesados y libélulas.

Fue una etapa muy bonita y divertida de mi vida, y como todas, también acabó. Con mi primo, sucedió cuando se lió con una chica de Pamplona que le quedaba bastante más cerca de casa, con el nada desdeñable ahorro en papel de cartas que ello suponía. Seguí viendo unos años a sus hermanas, sobre todo a una de ellas que venía mucho por Madrid a pasar temporadas y salía de marcha conmigo y mis amigos. Hice incluso de Celestina con ella, presentándole a un compañero de trabajo encantador que también estaba solo. Pero aquello también terminó, cuando yo misma fui consciente de los encantos del compañero, y con ello mi relación con las primas. Ni siquiera vinieron a nuestra boda, pero no se lo tuve en cuenta. 






12 de noviembre de 2015

El tío

Mis abuelos maternos eran profundamente religiosos, al menos por cuanto se refiere a la práctica devota, que observaron fielmente toda su vida. Daba la impresión de que creyeran firmemente en la existencia de una relación directa entre la cantidad de rezos diarios y la consecución del ansiado lugar en el paraíso. Tal vez por ello, no dejaban de rezar sus tres rosarios diarios ni cuando uno de ellos estaba enfermo. Recuerdo alguna ocasión en que el abuelo estuvo en cama y nos hicieron trasladarnos a su cuarto para el rosario, que como siempre había de dirigir él.

Si la teoría de los abuelos era cierta, mis hermanos y yo nos ganamos también en aquellos años un lugar destacado en el cielo, teniendo en cuenta la cantidad de rosarios rezados durante años en los tres meses de verano que pasábamos en el caserío. E non solo. Estaban también las misas diarias. Hasta hace unos 25 años, teníamos un tío cura, como casi cualquier familia vasca que se preciara, en aquella época en la que aún existía la costumbre de ´consagrar´ un hijo a la Iglesia. Algunos padres, llevados por los mismos devotos motivos que mis abuelos; otros por motivos más prosaicos, como el de que en la posguerra, los niños comían al menos caliente en los seminarios, donde eran internados en plena infancia.

Mi tío vivía entonces en Canarias, donde trabajaba de párroco y había cursado dos carreras universitarias, después de su paso inicial por varias parroquias vizcaínas. Todos los años pasaba sus vacaciones de verano en el caserío como nosotros, y estaba sometido a la obligación de dar misa a diario. Así pues, los demás nos veíamos obligados también a asistir a misa todos los días, generalmente antes de la cena.

Había en el caserón una pequeña capilla, habilitada en una habitación sombría en la parte norte, la más húmeda y fría porque al otro lado pasaba un arroyuelo pegado al muro. Una estrecha mesa rectangular de patas altas y finas cubierta con un fino mantel de hilo blanco hacía las veces de altar. Frente a ella, había un par de reclinatorios de madera con tapicería de terciopelo color granate, que llevaban en la parte superior las iniciales de cada uno de mis abuelos formadas por chinchetas: D.A. y J.O. En la pared del fondo, un gran aparador con cristales traslúcidos de un verde muy brillante en las puertas y encimera de mármol granate veteada en beis, custodiaba la mistela de misa. Cada noche tras el oficio –que, bendito sea, duraba poquísimo porque el tío rezaba de carrerilla-, mi tío nos dejaba rebañar el vino del vaso por turnos.

El aparador también hacía las veces de sagrario, ya que en su interior se guardaban el cáliz y las sagradas formas. Una de las cosas que más disfrutábamos al inicio de las vacaciones, era recortar las hostias de las láminas de pan ázimo que el tío traía en su maleta. Recortábamos los círculos blancos que ya venían troquelados y los íbamos guardando en una lata grande que en otro tiempo había contenido tabaco. Siempre nos peleábamos por comer los deliciosos recortes sobrantes.

Casi todas las noches después de cenar, el tío salía de la cocina y se sentaba en el banco de madera adosado al muro sur de la casa. Solía permanecer allí, fumando en silencio y escuchando los sonidos de la noche mientras se perdía pensando en sus cosas. Nos encantaba salir y sentarnos con él, oliendo el aroma de su pipa. Entonces, nos contaba muchas historias. Nos hablaba de una bruja que vivía en el caserío de Descarga, y del susubil, un animal que nunca supimos exactamente cómo era pero que según él, vivía escondido en los bosques cercanos.


Además de un tío divertido, fue también muy buen hijo. Años después de aquellos veranos, tomó la decisión de dejar el sacerdocio, pero esperó a que sus padres hubieran muerto para evitarles un tremendo disgusto. Como sacerdote, él mismo había casado a mis padres, bautizado a mis hermanos y a mí, dado la comunión a mis primos, y por último fue también quien ofició los funerales de mis abuelos. Fue precisamente tras celebrar el último de estos –el de mi abuela Juana-, cuando reunió a la familia para comunicarles que dejaba el sacerdocio. Poco tiempo después nos anunció que se casaba. Mi nueva tía, mucho más joven que él, también había abandonado los hábitos, habiendo ejercido como profesora en un colegio de monjas hasta la fecha. Ahora ambos viven juntos en Madrid, y una de las cosas más divertidas de su piso son las fotografías enmarcadas de su alcoba conyugal. Además de la fotografía de su boda, donde aparecen ambos vestidos de blanco virginal, pueden verse sobre una cómoda las imágenes en marco doble de sus primeras comuniones y de sus vidas como religiosos. Ambos con sus negros hábitos, uno junto al otro. Realmente digno de ver.

9 de enero de 2014

Hoy tampoco te llamé

Foto de aquí

Ha salido el sol. No lo tenías previsto, lo sé. Probablemente habías encargado un día gris para mí. Uno de esos en los que me pongo nostálgica y pienso que te necesito, y acabo marcando tu número. Me desperté y estaba lloviendo, pero ¿sabes qué hice? Eché las cortinas para ignorar la lluvia, permanecí dentro de casa con las luces prendidas y la música bien alta. Y me sentía tan a gusto... Y por fin, hace un rato, he percibido el brillo del sol tras las cortinas. ¡Sí! He apagado las luces y he abierto bien las ventanas, para dejarme bañar por los rayos que llegaban hasta mi butaca preferida (esa sobre cuyos brazos te lloré tantas veces). No entraba demasiada luz, pero sí la suficiente. Porque creo que no llegaste a enterarte de que ahora, desde hace un tiempo, las cosas más pequeñas son capaces de darme las alegrías más grandes. Sobre todo desde que aprendí a encontrarlas por mí misma.


18 de agosto de 2013

El final de la nostalgia

(Foto de Marcin Kesek)

He aprendido -tarde, como siempre, aunque está claro que hacerse mayor tiene este tipo de ventajas-, que muchas veces alimentamos la añoranza de las personas de forma equivocada. A veces, nos empeñamos en creer que la persona a quien echamos de menos es más importante para nosotros de lo que en realidad es. Y no contentos con ello, imaginamos que nos echa de menos de igual manera. Que la vida es tan injusta que mantiene alejados a dos seres que desean estar juntos, que se extrañan. La impotencia que brota en nosotros de esta ilusión romántica, es la que nos impulsa a echar de menos en exceso. A sentir la pena de que algo especial, no pueda llegar a ser. Creyendo que la otra parte lo desea de la misma manera. Pero tarde o temprano la vida, que sigue su curso sin compasión y no vive de ilusiones, nos va poniendo delante las pruebas de nuestra descabellada fantasía -nadie que te eche de menos permanecería alejado tanto tiempo, ni preferiría estar en otro sitio, ni dejaría pasar varios días sin saber si estás bien-. Y en el mismo momento en que descubrimos que el otro no nos extraña tanto como imaginábamos, que su vida sigue tan feliz como antes de cruzarse con la nuestra, aunque no esté en ella hace tiempo, llega la desilusión y la tristeza. Y el enfado con uno mismo por haber sido tan estúpido como la lechera del cuento. Parece que la pena no vaya a pasar nunca, pero pasa. Y un día, de pronto, sientes como si un enorme peso se liberara de tu cuerpo. Eres consciente de que dejaste de echar de menos en exceso, de que tu vida es tuya y es preciosa. Y ya no tienes que sentirte triste por él, al menos. Y de pronto descubres que ya no sufres. Porque no se puede echar de menos algo que no existe. Porque el hecho de saber que no era algo recíproco, te libera de sentir esa lástima por la otra parte. Y así, de la manera más tonta, dejas de sentir añoranza al saber que nadie te esperaba al otro lado del puente, y vuelves a ser feliz. Tú. Contigo. Ahora, por fin, en tu lado, reina la tranquilidad. Nunca es tarde, y realmente tú te la merecías hace tiempo. Ahora sí: VIVE.


25 de abril de 2012

Todo pasa

Hace unos días, cuando el frío y la lluvia regresaron en plena primavera, escribí una entrada dejándome llevar por la nostalgia de los días grisesNostalgia de tiempos mejores, de días de rosas, nostalgia de seres queridos que se fueron de nuestro lado, unos sin querer, otros por decisión propia. Estos últimos son tal vez los que más duelen, porque tomaron voluntariamente el camino que les alejaba de nosotros, al descubrir tal vez con el tiempo que no éramos importantes en sus vidas. 

Es doloroso ver alejarse los trenes que se llevan una parte de nuestra vida, por pequeña que esta fuera. Hay que ser muy fuerte para agitar la mano con aplomo diciendo adiós. Pero no queda otro remedio que hacerlo y, al mismo tiempo, recordarnos cada día que somos alguien valioso y digno de ser amado. Nadie merece que perdamos la sonrisa y las ganas de volver a alzarnos y continuar el camino, una vez más. 

Afortunadamente en esta vida, todo pasa. Lo que en algún momento nos pareció imposible, se convierte en una posibilidad no tan lejana. Cuando alguna vez pensamos que no volveríamos a sonreir, amanece un nuevo día soleado y nos sorprende la sonrisa aflorando en los labios sin anunciarse. Cuando creímos que nuestra vida quedaría vacía con la ausencia, descubrimos de pronto que se está llenando de nuevo, sin darnos cuenta, de nuevas esperanzas. Cuando la decepción nos hizo pensar que no volveríamos a creer en el ser humano, descubrimos a nuestro lado personas maravillosas dispuestas a darnos la mano en el camino. Una mano sincera y generosa, que no deberíamos negarnos a tomar nunca. La mano que borrará de nuestra mente la nostalgia, haciéndonos descubrir que lo que añorábamos, era infinitamente peor que todo lo que nos espera por delante.

Nostalgia, ma non troppo. Por suerte, todo pasa.


9 de abril de 2012

Lluvia

La mayoría de la gente se siente mejor en los días soleados. Pareciera que la vida nos sonríe a través de cada rayo de sol que nos llega. Sentimos más intensamente el calor de las personas que nos quieren, e incluso nos parece que el odio y el rencor de nuestros enemigos, se hacen insignificantes. Una vez una mujer que podía ser mi madre me dijo que las personas mayores necesitan el sol para vivir. Desde que llegó la primavera, me doy cuenta de que sin darme casi cuenta, he debido de hacerme mayor.

Hay también quien adora los días de lluvia. La verdad es que no hay mayor placer que quedarse en casa viendo llover tras los cristales. Aunque son días que, a mí personalmente, me inducen a la melancolía y me hacen recordar, más que nunca, a las personas que ya no están en mi vida. Unas, porque dejaron de existir. Otras, porque quisieron marcharse. Pensaréis que es bastante tonto recordar con melancolía a quienes dejaron de estar a nuestro lado por decisión propia. Pues sí, lo es, tan absurdo como a veces inevitable. Es como cuando te sientes triste y no se te ocurre nada mejor que hacer que encerrarte en una habitación lejos de todos a escuchar canciones tristes de amor.

Me gusta la lluvia. Pero más me gusta ver el final. Cuanto más oscuro y gris está el cielo sobre nuestras cabezas, siempre llega un momento en que se acaba. A veces incluso, el sol se abre camino entre las nubes y nos obsequia con un precioso arco iris. Es cuando cierro el libro, apago la música y salgo a la calle. A borrar de mi mente los fantasmas que me impedían seguir caminando. A sacudirme de encima la culpabilidad sobre lo que pude haber hecho para hacer que se fueran. A concederme al fin el perdón, pensando que uno mismo, como la lluvia, no puede gustar a todos.