Hay formas mejores de pasar el tiempo que introduciendo entradas en un blog, pero indudablemente, las hay mucho peores, y en cualquier caso, no hacemos mal a nadie, ¿verdad?
Michael ahoga una náusea y sale del portal subiéndose las solapas del abrigo y mirando con temor a ambos lados, seguro de que en cada una de las sucias esquinas de su calle le acechan para atracarlo. Enfila la acera cabizbajo, mirando los adoquines desiguales y rotos para pasar desapercibido, concentrando la vista en la inmundicia que sus pies enormes y pesados esquivan a casa paso: botellas rotas, excrementos, colillas, mendigos de piel sucia con verrugas y perros de color indefinido, piernas que se mueven casi tan deprisa como las suyas y pasan por su lado extrañamente sin abordarle. Se detiene ante la boca de metro aguantando una arcada más fuerte, tembloroso al borde de aquel tragadero oscuro del que lleva huyendo casi un año y que ahora espera para engullirlo sin remedio y robarle el escaso aire que entra en sus pulmones. Palpa por fuera el bolsillo de su abrigo y siente la navaja, pero no obtiene la tranquilidad buscada en su contacto. Se agarra a la barra de metal que desciende hacia el abismo, se congela por dentro, cierra los ojos y comienza a sumergirse entre los bultos que suben corriendo las escaleras en busca de aire.
El estruendo de las puertas al cerrarse retumba en su cabeza y le hace subir un amago de vómito que vacila arriba y abajo por su garganta mientras su cuerpo se sacude a uno y otro lado al arrancar el tren entre chirridos insoportables. Antes de lograr aferrarse al tubo sobre su cabeza choca contra algunos de los miembros calientes y blandos del monstruo policéfalo que abarrota el espacio, que intenta absorberlo e integrarlo en la masa de moscas atrapadas con los brazos estirados buscando la salvación en el techo. En cada parada, las bocas cuadradas del monstruo vuelven a engullir con estrépito metálico nuevas figuras sudorosas y pestilentes. Entre Whitechapel y Stepney Green alza el rostro hacia el cielo de tornillos blancos desconchados para inspirar fuerte y su mirada se cruza sin querer con uno de los rostros del monstruo: una mujer de labios excesivamente pintados y gruesos, de pelo estropajoso y pendientes baratos, con una marca de sudor en la blusa. ¿Y si ella es así?, piensa Michael tragando una nueva náusea. ¿Y si todo este viaje insoportable no merece la pena porque es como todas?
Diez paradas después, arrastra el cuerpo pegado a la pared hasta encontrar un hueco por el que cruzar deprisa hasta la puerta en el momento justo en que esta se abre escupiéndolo sobre el anden. La masa de rostros macilentos y exangües lo arrastra por pasillos desconchados, malolientes de humedad y fluidos humanos, hasta que por fin puede ver la luz del día desde el tracto final del monstruo subterráneo. Trepa las escaleras dando empujones y se echa a correr por la calle sin detenerse hasta la puerta de la cafetería. Allí está ella, sentada en una mesa junto a la ventana, absorbiendo la escasa luz que entra en el local con su pelo negro como la muerte. Le sonríe mostrando unos dientes excesivamente blancos entre sus labios inquietantemente hambrientos y le tiende una mano rematada por uñas color sangre, la misma que se le acumula en las sienes.
¿Eres Michael? Hola, yo soy Pam.
Piensa que está perdido al sentir el calor pegajoso de aquella mano cuyos dedos largos y finos pretenderán sin duda atraparle y quedarse con sus sueños para el resto de su vida.
Sábado 23 de septiembre de 1988, Fernández de los Ríos, Madrid
Blanca tiene 24 años y un rostro interesante y hermoso. Su piel clara es transparente como el papel cebolla traspasado por la luz; sus grandes ojos verdes iluminan la estancia en la que se encuentre con destellos de jade, incluso cuando está triste. Su boca es carnosa y rosada sin llegar a ser impúdica, y grande sin rozar el exceso. Su charla es ocurrente y jovial. Lleva un año viviendo con Manuel, a quien conoció en el último curso de carrera. Él tiene once años más que ella y diez centímetros menos; era su profesor de Derecho. Fisicamente no es llamativo, aunque es fuerte y varonil, con el mentón marcado y lanariz grande y armoniosa. Al contrario que ella, es taciturno y reservado.
Cruzaron sus primeras palabras en la cena de fin de carrera, en la que se sentaron frente a frente. Allí sufrió Manuel los primeros síntomas de enamoramiento, incapaz de retirar la mirada de aquella muchacha de enormes ojos cuyas manos aleteaban como mariposas blancas alrededor de su rostro mientras hablaba. Ella a su vez se había sentido halagada por la forma en que su admirado profesor la miraba, y dejó que la llevara a casa esanoche. Un año más tarde, compartían un apartamento en Argüelles.
- Están a punto de llegar, cielo, ve poniendo la mesa, por favor -. Blanca habla desde el baño, donde se da los últimos retoques de lápiz de labios frente al espejo.
- Falta 15 minutos, tenemos tiempo… -dice él abrazándola desde atrás y besándola el cuello, mientras sube una mano hasta su pecho.
- Si me destrozas el maquillaje te mato -ríe ella enseñando los dientes.
- Es que estás muy guapa. Verás la envidia con la que te miran las mujeres de los chicos.
Comienzan a besarse apasionadamente, se quitan la ropa con prisa uno a otro y hacen el amor allí mismo, de pie contra el mármol.
Sábado 23 de septiembre de 1995, Príncipe de Vergara, Madrid
Apoyada contra el marco de la puerta de la cocina, Blanca observa mientras la empleada doméstica ayuda a cenar al pequeño Manuel, que hace rodar un cochecito de juguete sobre la mesa. Manuel llega por detrás con la americana colgada del brazo.
- Vamos, cariño, que ya te queda muy poco. En cuanto acabes, un ratito de dibujos y a la cama, ¿eh? Flor, por favor, no deje que se acueste más tarde de las 9.
- Blanca, ¿ya estás lista? Llegamos tarde -interrumpe Manuel colocándose la chaqueta.
- Sólo me faltan los zapatos, tardo dos minutos.
- Tus dos minutos siempre me dan miedo.
- ¿He llegado tarde alguna vez, listillo?
- No me hagas recordártelas y date prisa, anda.
En su habitación, ella se retoca el carmín y se mira por última vez en el espejo del baño. Manuel asoma por detrás y se inclina sobre la espalda de ella para coger su frasco de colonia y rociarse el cuello.
- ¿Qué tal estoy?
- Bien.
- Ni siquiera me has mirado.
- Siempre estás bien, no seas boba. Serás la más guapa, tranquila. Aunque te hasarreglado demasiado para ver a los amigos de siempre.
- "Tus" amigos, querrás decir. No te creas que me apetece mucho ir; si lo hago es porque me has insistido, pero preferiría quedarme en casa con Lolo, ya lo sabes.
- Son nuestros amigos, Blanca, no sé por qué te empeñas en llamarles "mis" amigos después de tantos años. Si eres la que mejor se lo pasa… y se parten de risa contigo. Además, hace tres semanas que excuso tu ausencia, ¿para qué tenemos a Flor si no puedo salir con mi mujer a cenar un puñetero día a la semana?
- Pero no me regañes… ¡si estoy yendo contigo!
- Ya era hora. Por cierto, ese vestido es un poco corto, ¿no?
- Manuel, tengo 30 años, no querrás que me vista como una vieja.
- No, pero las mujeres de estos no van tan cortas. Y se cabrearán con ellos por mirarte.
- Tienen cuarenta años, hijo mío, yo no.
- Tienen mi edad, ¿me estás llamando viejo?
- Ay nooooo. Estás picajoso, ¿eh? Has empezado tú metiéndote con mi vestido.
- Venga, deja de pintarte y vámonos, que odio que seamos los últimos.
- Voy, pero no quiero que salgamos enfadados. Dame un beso, anda -le agarra por la cintura poniéndose de puntillas; él gira el rostro hacia el otro lado.
- Llevas carmín, vas a mancharme. Ya te daré lo tuyo esta noche -sonríe-. Venga, corre -termina, dándole una palmada en el trasero.
Sábado 23 de septiembre de 2002, Doctor Arce, Madrid
Manuel entra en el salón, donde Blanca está sentada leyendo un libro. A sus pies, la pequeña Alba juega con una muñeca sobre la alfombra.
- Bueno, me voy ya.
- ¿Vas a volver muy tarde?
- No lo sé.
- ¿Dónde cenáis?
- Por Tribunal, no me acuerdo del sitio.
- Lo decía por si me animo a ir luego a tomar una copa, hace mucho que no los veo.
- ¿En serio? Mejor otro día, el sábado que viene si quieres, la verdad es que no sé por dónde vamos a andar… ¿No tenías un cumpleaños hoy?
- Sí, pero no me apetecía mucho. Alba aún tiene fiebre, prefiero quedarme en casa.
- No tienes por qué, está la interna.
- Ya…
- ¿Y ese tono? - Blanca le mira muy seria, se levanta y se dirige a su habitación haciéndole señas para que la siga.
- ¿Qué pasa?
- Manuel, hace mucho que no hacemos nada juntos, sin los niños. Me paso los días metida en casa con ellos, ceno sola con ellos, y tú cada vez llegas más tarde.
- ¿Ya empezamos?
- Te cabreas cada vez que saco el tema…
- Sí. Es que no sé cuál es “el tema”. Si llego a casa tarde todos los días es porque tengo mucho trabajo. Trabajo gracias al que vivimos bastante bien.
- No hablo del trabajo; hablo de tus salidas nocturnas, de que llegues a casa de madrugada y con copas un día sí y otro no. Me siento muy sola…
- Pues sal con tus amigas, no me responsabilices a mí de no hacer nada.
- Pero quiero estar contigo.
- Sí, claro, y por eso te das la vuelta en la cama cuando te toco…
- No es verdad. Te echo de menos también ahí.
- ¡Ja! Qué huevos tienes… la última vez te faltó poco para ladrarme.
- Eran las dos, estabas bebido y pretendías follarme sin despertarme siquiera.
- Bueno mira, paso, no tengo tiempo, me están esperando. Hasta luego.
Manuel sale dando un portazo. Blanca acuesta a los niños y enciende el portátil intentando sentirse menos sola en compañía de extraños solitarios. Cuando él regresa a las tres de la mañana, acaba de acostarse pero se hace la dormida.
Sábado 23 de septiembre de 2009, La Moraleja, Madrid
Blanca termina de maquillarse y se mira al espejo del baño. Sonríe a la mujer del espejo al percibir ese brillo en sus ojos que había perdido hacia tiempo. Sigue siendo atractiva a sus 45 años.
- ¿Vas a salir otra vez? –dice Manuel, que acaba de entrar en el baño y se queda mirándola desde la puerta.
- Sí.
- ¿Con quién?
- Con Maite y las demás.
- ¿Otra vez? ¿Y dónde vais, si puede saberse?
- Por Tribunal. No me acuerdo del sitio... - Blanca se detiene con el lápiz de ojos en la mano y le mira a través del espejo, con un brillo de venganza en los ojos. Él esquiva la puñalada mirando por el ventanal del jacuzzi que da sobre la piscina.
- ¿Maite está separada, no?
- ¿Por qué? ¿Te interesa? Oye, no sé si te das cuenta de que me estás interrogando...
- No te interrogo, me intereso por tu vida. Pasas poco tiempo en casa y, cuando estás, no sueltas el móvil. Por cierto, te acaba de llegar otro mensaje, debes de llegar tarde.
Blanca se ruboriza, guarda el móvil en el bolso y sale del baño murmurando un “Hasta luego” desganado por el pasillo. No quiere llegar tarde a la cita con el hombre con el que chatea hace un año por messenger, el único al que ve reír embelesado escuchándola.
Manuel sube al piso superior, pasa ante la puerta de la habitación donde su hija ve una película de dibujos animados con una amiga de clase, y continúa hasta su despacho. Cierra la puerta y da unos pasos más hasta quedarse quieto frente a una de las paredes: aquella que llenó hace años con una colección de mariposas blancas clavadas con alfileres de color verde jade.
Sábado 23 de septiembre de 2016, Barrio del Pilar, Madrid
Llueve. Blanca toma un té leyendo un libro en su butaca favorita junto a la ventana. Está sola en el pequeño apartamento porque Alba ha salido con sus compañeras del instituto. Suena el teléfono.
- Hola –dice Manuel desde el otro lado-. ¿Tú vas a ir mañana al cumpleaños?
- Claro, es mi nieto, ¿y tú?
- Sí, sí, claro, pero igual llego más tarde, tenemos una cosa antes.
- “Tenéis”… así que vas a traerla…
- Sí. No veo por qué no; los chicos ya la conocen.
- Sí, muy civilizado todo... Perdona pero no me parece normal tener que encontrarme con ella justo en casa de nuestro hijo.
- Pues lo siento pero tendrás que acostumbrarte. Ella también es parte de mi familia ahora y creo que es mejor que nos llevemos bien todos.
- Caramba, chico, qué moderno te has vuelto con la jubilación.
- Bueno oye, sólo te llamaba para recordarte que el fin de semana que viene me llevo a Alba con nosotros al campo. Se lo he dicho a ella y le apetece.
- Bueno...
- Venga, hasta mañana.
- Adiós.
Blanca apura su té, deja el libro sobre la butaca y se levanta. Se dirige a su cuarto, colocándose frente al espejo de cuerpo entero. Da un par de giros y se estudia. Tiene 52 años y sigue siendo atractiva; casi siempre le gusta la mujer en la que se ha convertido, aunque a veces lamenta haber sido una de dos que no supieron quererse entre sábados.
Cuando él me dejó, hice todo lo contrario a lo que recomendaban las amigas y los libros de autoayuda que empezaron a regalarme. Experimentaba una total desgana por ver gente, y menos aún me apetecía salir por las noches o apuntarme a cursos de macramé. Me sentía como una niña desamparada, e hice lo que haría una criatura en esas circunstancias: volver a casa. Tomé un tren y recorrí los 500 kilómetros que me separaban de la costa con las gafas de sol puestas y sin dejar de apretar un pañuelo de papel arrugado entre mis dedos.
Al bajar del tren, la brisa secó mis lágrimas dejando riachuelos marchitos sobre mi rostro. El olor del mar penetró en mis pulmones doliendo como si acabaran de resucitarme sobre una camilla. Tomé la maleta y enfilé la cuesta en dirección a la casa. Esta se alzaba a las afueras del pueblo, en una colina desde la que se dominaba la bahía. Se divisaban desde bien lejos sus muros enjalbegados y sus contraventanas azules. Ya no había geranios de vivos colores sobre los alféizares, que lucían ahora desnudos y fríos como la mesa de trabajo de un forense.
El interior estaba oscuro y olía a rancio como una fábrica de quesos abandonada. Dejé la maleta en la misma puerta y fui hasta la galería, donde me senté en la vieja mecedora del abuelo. La madera crujió bajo mi peso, y recordé el desgarro en el mimbre que ocultaba un viejo cojín. Y allí, por fin, me encontré con mi mar, tras los cristales enturbiados por cien tormentas.
Sería difícil sacar de mi cabeza aquella sonrisa capaz de quebrantar mis tormentos; sus ojos del color de la miel derramada bajo el sol. Pensé que al menos podría comenzar a olvidar el olor de su piel de lavanda y rocío que siempre me transportaba a nuestro viaje a la Provenza; hasta que abrí el armario de ropa blanca de la abuela, y lo encontré esperándome entre las sábanas de hilo, condensado en pequeños ramilletes atados con hilo bramante.
Alberto es médico, como mi padre, pero creo que a él nadie quiere matarle. Lo sé porque cuando me lleva al colegio recorre todos los días el mismo camino y hasta bromea con nosotros en el coche. El colegio me gusta, aunque aún no entiendo la mayoría de las cosas que me dicen. Mi momento preferido allí es el recreo, porque no es necesario hablar para jugar, y sobre todo porque los niños no me miran con esa lástima benevolente que encuentro siempre en las miradas adultas.
Alicia también es muy buena conmigo. Me sonríe al secarme el pelo con la toalla después del baño, y me besa cada noche después de contarme un cuento. Pero me acuerdo mucho de mamá, y no logro sentir con ella el calor que notaba apretado entre sus brazos. Aún con la ropa empapada y la boca sabiendo a salitre, mamá lograba calentarme el corazón y la piel contra su pecho.
Mi nueva familia dice que este verano nos llevarán a la playa. Lo anuncian con los ojos brillantes y grandes sonrisas, como si el mar fuera algo maravilloso. A mis nuevos hermanos parece gustarles mucho la idea, pero yo siento que me ahogo, no quiero ir. No soporto la idea de volver a ver ese mar oscuro que se tragó a mamá tan cerca de la orilla. El monstruo que me privó de sus cálidos abrazos, y de esa forma suya tan dulce de decir mi nombre: Karim.
Tengo que decirte algo. Ahora que ni siquiera me estás mirando es el mejor momento, porque no sé si sería capaz de decirte todo esto con tus ojos clavados en los míos. Todos creen que soy valiente, pero hay cosas que no he sido capaz nunca de decirte, palabras que cuando me miras se enredan en mi garganta y construyen un dique contra el que no tengo valor para luchar. Te he querido mucho, ¿sabes? Sí, creo que lo sabes o, al menos durante un tiempo, lo supiste. Aunque yo solo te lo haya dicho un par de veces hace años. Te quería aún incluso cuando me abrazabas por la espalda quejándote en mi cuello de mi frialdad para contigo y buscando que repitiera esas palabras que siempre has dicho más que yo. Pero no lo hice, porque hacía ya un tiempo que no estaba segura de seguir queriéndote. Creo que me equivoqué. Me equivoqué muchas veces, y tantas otras simplemente no supe quererte. Creo que ese error lo hemos cometido ambos. Uno piensa que basta con querer a alguien, y sin embargo nunca es suficiente. Hay que saber querer, y querer bien. Quiero pedirte disculpas porque yo no supe hacerlo, aunque tú lo merecías probablemente todo. Siento tanto que no hayamos sabido hacerlo bien ninguno de los dos. Lamento profundamente todas esas frases hirientes que nos han llevado a enrrocarnos en este silencio que duerme entre nosotros hace años. Lo hemos alimentado los dos, y nos hemos amargado mutuamente con ello. Ni siquiera sé si te quiero, perdóname, ya sé que soy un desastre. De lo que estoy segura es de todo lo que tengo que agradecerte. He ido convirtiéndome en la mujer que ahora soy a tu lado. Me he sentido muy querida, protegida y durante un tiempo, admirada. Me has enseñado muchas cosas. La más importante, sin duda, el amor incondicional a la familia por encima de todo. Nadie como tú ha sabido limar las diferencias entre unos y otros para mantener unidas a todas las personas que quieres, incluso tragando sapos, porque no pensabas nunca en ti mismo antes que en ellos. Eres un buen tío, ¿sabes? Y habría que ser muy torpe para no saber quererte. Pero me temo, querido amigo, que soy la persona más torpe del mundo. Lo siento. Lo siento mucho. Tenía que decirte todas estas cosas, y hasta hoy no encontré el valor. Por eso te las digo ahora, sin mover los labios, mientras duermes profundamente a mi lado y sé que no me vas a interrumpir.
Qué curiosa es la diferencia de comportamiento entre mujeres y hombres en los 'amores' de semáforo y el pavoneo de coche a coche. Esta tarde volviendo a casa, mientras estaba detenida en el carril izquierdo en el semáforo de la plaza de los Sagrados Corazones, con un todo terreno a mi derecha pilotado por un caballero de los de ´me sobra un brazo y por eso lo llevo fuera' y mirada de hielo azul 'qué-pasa-chati', he apostado conmigo misma los segundos que iba a tardar el susodicho en dar un acelerón para ponerse justo delante de mi coche. Me he equivocado en 2 o 3, como mucho. Al poco de emprender de nuevo la marcha, ya tenía ante mis ojos sus gafas de sol reflejadas en su retrovisor.
Hay estereotipos que nunca fallan, y diferencias muy claras en nuestros comportamientos. A una chica no se le ocurriría nunca coquetear dejando detrás al objeto de su extender de plumas, cosa que en muchos de ellos en cambio es un clásico, como el Madrid-Barça.
De todas formas, no todos los flirteos de semáforo son iguales, y eso es lo divertido: coger el coche cada mañana y no saber lo que puede ocurrir en tu vida sentimental a cuatro ruedas. Algunas veces, el flirteo de semáforo puede ser incluso muy agradable y divertido. Acabo de recordar uno de hace unos años que me hizo reír, y que de vez en cuando recuerdo con alegría. Iba con mis hijos, entonces niños (la mayor debía de tener 12 años y el pequeño 10) de camino a la escuela. Nos detuvimos en el semáforo de la plaza de Lima, me sentí observada y giré la cabeza hacia el coche de mi izquierda. Mientras mis hijos estaban (creía yo) entretenidos con sus cosas, sostuve al parecer un tonto cruce de miradas y sonrisas con el conductor, que por cierto era muy atractivo. Y digo "al parecer", porque juro que no fui consciente de estar tonteando hasta que la niña soltó de pronto "¡mamá! ¡estás ligando con ese señor!". Me volví hacia ellos absolutamente ruborizada y, mientras pensaba qué decir, el niño respondió por mí: "Alejandra, ¿no sabes que aunque uno haya elegido su plato, puede seguir mirando la carta?".
Los viernes era día de mercado, y al igual que para los aldeanos de los pueblos de la zona, para mis hermanos y yo era un gran día. Nos levántábamos más tarde que de costumbre y podíamos desayunar en la cocina con mamá, sin escuchar las charlas de la abuela ni tener cuidado con nuestra postura en la mesa o nuestras bromas. Yo era la más bromista de los tres, y mi abuela, aunque acababa no pocas veces riendo sin querer con mis gracias, me adjudicó desde bien pequeña la coletilla "sarrena txarrena" (la mayor, la peor), que me siguió como una sormbra durante unos años.
En verano, mi padre o mi tío llevaban a la abuela cada viernes al mercado de Mungía, a seis kilómetros de distancia del caserío. Ella se arreglaba como para ir a misa Mayor, elegante en sus eternos colores negro, gris y malva. Todas sus faldas y chaquetas eran grises o negras, y sus camisas y vestidos, siempre estampados en colores lila, violeta, malva o rosa palo. Mamá le había hecho muchos de estos últimos. Cada verano la abuela le encargaba unas cuantas piezas de ropa, y mamá era una modista maravillosa y muy rápida.
Recuerdo algunos años, al principio, en que mi abuela llevaba al mercado un cesto de mimbre marrón oscurecido cubierto con un paño de cuadros azul y blanco, que a la vuelta venía cubriendo las compras. Nosotros esperábamos nerviosos su regreso, corriendo hasta el camino cada vez que escuchábamos un claxon en la cuesta del molino, porque sabíamos que a la vuelta, en un rincón de su cesta, la abuela nos traería alguna sorpresa, generalmente un chupa-chups para cada uno. Recordándolo ahora, imagino la cara de mis hijos si en algún día especial les hubiese traído un caramelo, y no sé si sonreír o llorar, si soy sincera.
Mi abuela materna era una mujer grande y fría -más grande que el abuelo-, a la que solo veíamos emocionarse ligeramente en septiembre el día de nuestra partida, mientras el coche de papá se alejaba de la casa por el camino de grava, y su figura se iba haciendo pequeña a través del cristal trasero del Seat 124. No soy capaz ahora mismo de recordar haberla visto llorar mientras nos besaba uno a uno un rato antes de partir, fríamente y por turno. Ni siquiera al besar a mamá -ella sí pasaba el resto del camino sollozando en silencio, y ninguno de nosotros se atrevía a decir nada-. Es posible que también la abuela esperara a que el coche fuera ganando velocidad poco a poco a través del polvo de aquel caminito de una sola vía que mi abuelo y sus vecinos habían construido con sus propias manos. No me cuesta imaginarla regresar en silencio a su cocina, sentarse en su taburete junto al fuego y apoyar la cabeza sobre las manos, con los codos sobre su delantal azul añil y los ojos vidriosos.
En aquellos años, nosotros siempre nos sentimos distintos a los demás primos. Éramos los únicos nietos que vivían fuera durante el año, y los únicos también que pasaban los veranos en la casa. Aunque Madrid no estuviera tan lejos, para mis abuelos hubiera sido exactamente lo mismo si hubiésemos vivido en Arkansas. De hecho, la abuela Juana llamaba ´Iñolaterra´ a todos los lugares del mundo que estaban fuera de Euskadi. En realidad, apurando un poco, aquel término suyo valía para todo el territorio exterior a Vizcaya, Álava incluida, y no digamos Burgos.
Recuerdo un par de veces en que mi abuela estaba cansada el día de mercado, y los que acudieron en su lugar a Mungia fueron mis padres. Lo único positivo de aquellas ocasiones era esperar el regreso de papá y mamá a mediodía, y la sorpresa que nos traían, que siempre solía ser algo más que un chupa-chups. Porque pasar unas horas a solas con la abuela era algo para lo que nunca estuvimos lo suficientemente preparados. La abuela era una buena mujer, trabajadora y piadosa, pero nos imponía mucho respeto. Además, tenía tan arraigado su nacionalismo y la frustración que le supuso que su hija se casara con un hijo de ´inmigrantes´, que no perdía oportunidad de recordarnos, cada vez que nos quedábamos solos con ella, el color tostado de nuestra piel. Años después supe que alguna vez llegó a referirse a nosotros como "los hijos del gitano". La buena mujer tenía la creencia de que los vascos, por alguna razón que no he llegado a entender aún, debían de ser todos rubios y de piel lechosa, como mis primos, y mis hermanos y yo, hijos de un bilbaíno de raíces castellano-manchegas y piel morena, éramos la excepción de su blonda familia.
De la infancia en Madrid, una de las cosas que recuerdo más vivamente a pesar de mi mala cabeza, son las abuelas de mis amigas del colegio. Abuelas que vivían cerca, que me hacían la merienda como a sus nietas cuando íbamos a su casa a pasar la tarde, abuelas de piel blanca y abultados carrillos mullidos y suaves, de meriendas de pan con chocolate. Abuelas que daban besos en martes y en jueves, incluso a mí. Que reían con nuestras cosas. A veces, cuando una de mis amigas de entonces se quejaba de su familia, yo la miraba atónita pensando en su suerte. Pero quién sabe... es posible que también yo, con el tiempo, haya tergiversado a mi abuela. Al fin y al cabo, tengo guardada en algún lugar de mi memoria su risa mirando mis payasadas en la cocina del caserío alguna noche. Cuando después del rosario y la cena, nos dejaban quedarnos un rato cerca del fuego con los mayores.
Mis abuelos maternos eran
profundamente religiosos, al menos por cuanto se refiere a la práctica devota,
que observaron fielmente toda su vida. Daba la impresión de que creyeran firmemente
en la existencia de una relación directa entre la cantidad de rezos diarios y
la consecución del ansiado lugar en el paraíso. Tal vez por ello, no dejaban de
rezar sus tres rosarios diarios ni cuando uno de ellos estaba enfermo. Recuerdo
alguna ocasión en que el abuelo estuvo en cama y nos hicieron trasladarnos a su
cuarto para el rosario, que como siempre había de dirigir él.
Si la teoría de los abuelos era
cierta, mis hermanos y yo nos ganamos también en aquellos años un lugar
destacado en el cielo, teniendo en cuenta la cantidad de rosarios rezados
durante años en los tres meses de verano que pasábamos en el caserío. E non solo. Estaban también las misas
diarias. Hasta hace unos 25 años, teníamos un tío cura, como casi
cualquier familia vasca que se preciara, en aquella época en la que aún existía
la costumbre de ´consagrar´ un hijo a la Iglesia. Algunos padres, llevados por
los mismos devotos motivos que mis abuelos; otros por motivos más prosaicos,
como el de que en la posguerra, los niños comían al menos caliente en los seminarios,
donde eran internados en plena infancia.
Mi tío vivía entonces en
Canarias, donde trabajaba de párroco y había cursado dos carreras universitarias,
después de su paso inicial por varias parroquias vizcaínas. Todos los años pasaba
sus vacaciones de verano en el caserío como nosotros, y estaba sometido a la obligación
de dar misa a diario. Así pues, los demás nos veíamos obligados también a
asistir a misa todos los días, generalmente antes de la cena.
Había en el caserón una
pequeña capilla, habilitada en una habitación sombría en la parte norte, la más
húmeda y fría porque al otro lado pasaba un arroyuelo pegado al muro. Una
estrecha mesa rectangular de patas altas y finas cubierta con un fino mantel de
hilo blanco hacía las veces de altar. Frente a ella, había un par de
reclinatorios de madera con tapicería de terciopelo color granate, que llevaban
en la parte superior las iniciales de cada uno de mis abuelos formadas por
chinchetas: D.A. y J.O. En la pared del fondo, un gran aparador con cristales
traslúcidos de un verde muy brillante en las puertas y encimera de mármol
granate veteada en beis, custodiaba la mistela de misa. Cada noche tras el
oficio –que, bendito sea, duraba poquísimo porque el tío rezaba de carrerilla-,
mi tío nos dejaba rebañar el vino del vaso por turnos.
El aparador también hacía las veces de sagrario, ya que en su interior se
guardaban el cáliz y las sagradas formas.
Una de las cosas que más disfrutábamos al inicio de las vacaciones, era
recortar las hostias de las láminas de pan ázimo que el tío traía en su maleta.
Recortábamos los círculos blancos que ya venían troquelados y los íbamos guardando
en una lata grande que en otro tiempo había contenido tabaco. Siempre nos
peleábamos por comer los deliciosos recortes sobrantes.
Casi todas las noches después de cenar, el tío salía de la cocina y se sentaba
en el banco de madera adosado al muro sur de la casa. Solía permanecer allí,
fumando en silencio y escuchando los sonidos de la noche mientras se perdía
pensando en sus cosas. Nos encantaba salir y sentarnos con él, oliendo el aroma
de su pipa. Entonces, nos contaba muchas historias. Nos hablaba de una bruja
que vivía en el caserío de Descarga, y del susubil,
un animal que nunca supimos exactamente cómo era pero que según él, vivía
escondido en los bosques cercanos.
Además de un tío divertido, fue
también muy buen hijo. Años después de aquellos veranos, tomó la decisión de
dejar el sacerdocio, pero esperó a que sus padres hubieran muerto para
evitarles un tremendo disgusto. Como sacerdote, él mismo había casado a mis
padres, bautizado a mis hermanos y a mí, dado la comunión a mis primos, y por
último fue también quien ofició los funerales de mis abuelos. Fue precisamente
tras celebrar el último de estos –el de mi abuela Juana-, cuando reunió a la
familia para comunicarles que dejaba el sacerdocio. Poco tiempo después nos
anunció que se casaba. Mi nueva tía, mucho más joven que él, también había abandonado
los hábitos, habiendo ejercido como profesora en un colegio de monjas hasta la
fecha. Ahora ambos viven juntos en Madrid, y una de las cosas más divertidas de
su piso son las fotografías enmarcadas de su alcoba conyugal. Además de la
fotografía de su boda, donde aparecen ambos vestidos de blanco virginal, pueden
verse sobre una cómoda las imágenes en marco doble de sus primeras comuniones y
de sus vidas como religiosos. Ambos con sus negros hábitos, uno junto al otro. Realmente
digno de ver.
La abuela Juana era una de esas mujeres en las que uno
piensa cuando escucha hablar de la tradicional sociedad matriarcal vasca. No
era muy alta, pero para su época tenía una altura nada desdeñable, que sobrepasaba
eso sí con creces la de su esposo. Recia y de huesos anchos, en su juventud
había sido muy delgada. Nunca vi una fotografía suya de joven, si lo sé es
porque ella siempre me decía “yo también era delgada como tú, pero ya verás
cuando te hagas mayor”.
Amuma, como la llamábamos mis
hermanos y yo, no tuvo el pelo cano hasta cerca de los ochenta. La recuerdo siempre
con su cabello oscuro recogido bajo la nuca en un moño apretado que olía a brillantina.
Creo que solo una vez la vi, por accidente, con el pelo cayendo por la espalda.
Una mañana, haciéndose el moño sentada frente al tocador de su habitación. Sobre
este, el frasco de brillantina con el que se iba untando la larguísima melena
antes de recogerla. Se llamaba Cheseline
y olía a flores.
Era difícil ver reírse a la abuela, por lo que cuando
esto ocurría, para nosotros tres era un acontecimiento. Solía ocurrir alguna
noche en la cocina del caserío, en ese rato que pasábamos sentados en los
pequeños taburetes de madera con mis abuelos y mi madre –mi padre se quedaba en
Madrid trabajando y no venía hasta agosto-. Yo era bastante payasa, y algunas
veces conseguí hacer reír a mi abuela con ganas. Aunque la verdad, aún hoy no
sabría decir si la quería, porque pasábamos con ellos solamente los casi tres
meses de verano y las vacaciones de Semana Santa, y siempre nos sentimos como
forasteros. Notaba además en mi propia madre ese temor a la abuela, y cómo se
ponía nerviosa cuando cometíamos una travesura, inquietándose por su posible reacción.
Hace poco, contando a mis hijos algún episodio de aquella época, intenté transmitirles
el respetuoso pavor que sentíamos cuando mi abuela bramaba "mecatxisotz" y se rieron.
Aquellos veranos, pasábamos casi todo el tiempo fuera
de casa, lo cual no significa que anduviéramos dando vueltas por las calles de
un pueblo, porque no había. Bueno, haber haber sí, claro, siempre hay un
pueblo, con su plaza, su iglesia, su ayuntamiento y su bar, pero el nuestro
estaba a un kilómetro. El caserío de los abuelos estaba algo alejado, entre
prados, bosques y monte bajo, como la mayoría de los de los vecinos. La casa
más cercana estaba al otro lado del camino, pero allí solo vivía una anciana
con un hijo mayor. Así que nosotros siempre jugábamos los tres juntos, en los
terrenos aledaños.
Los días de diario, teníamos que volver corriendo al
caserío todas las tardes antes de que acabara el consultorio sentimental de la Señora Francis en Radio Bilbao, si no
queríamos un disgusto. Inmediatamente a continuación comenzaba la retransmisión
del rosario desde la Basílica de Begoña. Estuviéramos donde estuviéramos, que podía
ser bastante lejos, corríamos con la lengua fuera para estar en la cocina antes
de las siete, perfectamente formados, en pie frente a la hornacina que
compartían la Virgen de Begoña y el aparato de radio. Junto al nicho, había una
fotografía de Carlos Garaikoetxea pegada a los azulejos con papel adhesivo.
Llegar a tiempo no era cuestión de vida o muerte, pero
eso entonces nosotros no lo sabíamos. Lo que sí sabíamos –por mi madre- era
que aquella era condición necesaria para poder dormir en la cama esa
noche. Condición necesaria, pero no suficiente, ya que además había que seguir
el rezo radiado del rosario en voz alta. Por suerte, aprendimos que dada la
agudeza auditiva de mi abuela, nos bastaba con mover los labios emitiendo
sonidos. El rosario de la tarde era en latín. Por la noche, mi abuelo conducía
otro en euskera antes de cenar, pero este era muchísimo más rápido, quizá debido
al olor delicioso que siempre emanaba de la olla que reposaba sobre la chapa.
Tengo
un par de orejas simétricas y estéticamente armoniosas, cosa que no tiene ningún
mérito por mi parte, por otro lado, y que debo a la herencia genética de mis
padres. Como todo el resto -el resto así, en genérico, ya que vale tanto para
el resto de mi fisonomía como para una buena parte de las cualidades y defectos
que me aderezan. Muchas de las primeras, y muy pocos de los segundos, debo
aclarar-. Pero como bien sabemos, en esta vida no se puede tener todo y una
servidora no puede ser menos, así pues, la naturaleza no me dotó como
complemento de un buen oído musical ni de una bonita voz. Pero adoro la música,
y una de las cualidades que más envidio y que hubiera deseado tener, es
precisamente el don para cantar. Por suerte, el buen Dios tuvo a bien
obsequiarme a cambio con ciertas dosis de vergüenza y sentido del ridículo -no
mucho, bien es verdad, pero sí lo justo-, gracias a lo cual me limito a cantar
cuando estoy a solas.
La música...
Muchas de las personas importantes de mi vida, y muchos momentos particulares
de la misma, están inevitablemente ligados a canciones. Por su culpa, o a veces
gracias a ellos, hay canciones que no he vuelto a escuchar hace mucho tiempo, y
otras que en cambio escucho de forma recurrente y machacona. Eso sí, no he
practicado nunca, que yo recuerde, ese deporte tan femenino -perdóneseme el
sexismo, o rebátase, en su caso- de la autoflagelación musical. Escuchar de
forma continua las mismas canciones lacrimógenas que te recuerdan a una persona
que ya no te quiere o que, rizando el rizo, no lo ha hecho nunca. De todas las
vertientes del masoquismo, creo que esa es la que menos me llama. En ese
sentido, soy bastante tajante cuando de sacar a alguien de mi vida se trata:
practico la exclusión y el destierro sine die de cantantes y canciones, que
generalmente no vuelvo a escuchar -perdóname Elton, mis disculpas Joaquín-.
Por
contra, si adoro una canción especialmente, y en algún momento llego a
compartirla con una persona por la que siento afecto, a partir de ese momento
no soy capaz de volver a escucharla sin recordarla. Me ha ocurrido con
bastantes canciones y unas cuantas personas, y me gusta creer que al otro le
ocurrirá lo mismo cuando vuelva a escucharla. Me gusta suponerlo, aunque la
realidad se muestre a menudo tan prosaica como para llevarme a pensar que,
realmente, el romanticismo musical, como todos los demás, está bastante muerto.
Pero no seré yo quien le eche encima la primera palada de tierra. Not yet. Not
me.
He
dudado bastante al elegir la canción con la que terminar esta entrada. A punto
he estado de poner una de hace 39 años, que lleva meses repitiéndose en mi iPod
y en mi cabeza, y hace unos días, inexplicablemente, se convirtió en trending
topic mundial. Pero no puede ser. Esa canción también me recuerda a alguien,
desde hace un tiempo, así que he decidido que lo más justo, tal vez, es terminar
con una canción de nadie. Una canción que me encanta y que lleva conmigo unos
cuantos años, de hecho sigue siendo la melodía de mi teléfono móvil. Muchos la
han escuchado a mi lado, incluso hay alguien que inevitablemente al escucharla
seguirá acordándose de mí. Pero para mí, es solamente mía, y así me gusta que
sea.
La suave brisa mece los cabellos de María, sentada al sol en el porche de su casa. Un sol suave de principios de otoño, que acaricia su rostro sin quemarlo. Espera a su nieta, cuya llamada llorosa ha recibido hace un rato. Acaba de sufrir su primera decepción amorosa y está convencida de que el amor no existe, que es un engaño, que jamás volverá a creer en un hombre. Cuando la muchacha llega hasta ella, María decide contarle una historia de amor que conoció hace algún tiempo.
"Hace años,
una muchacha llamada Clara encontróuna carta entre las páginas de un libro que había tomado prestado en la biblioteca. Era una carta de amor, tan hermosa que la
hizo emocionarse. Descubrió que la carta no tenía un destinatario cuya privacidad hubiera que proteger, puesto que se trataba de una obra literaria. Averiguó el nombre del autor y decidió publicarla en la revista local en la que trabajaba, citando al mismo. Su artículo recibió centenares de comentarios emocionados y, un día,
el mismísimo autor de la carta se puso en contacto con Clara para agradecerle su interés y las numerosas muestras de afecto recibidas del público. Aquel preciso día en que Clara y Javier se conocieron gracias a la carta, se establecióentre ambos una conexión especial y una relación
de confianza de las que no surgen con frecuencia en la vida. Comenzaron teorizando sobre la vida, el amor y las ilusiones perdidas, y al cabo de sólo unos días mostraron los primeros síntomas de enamoramiento. Él, que -según sus palabras- acababa de salir de una larga relación apagada por la rutina y la falta de ilusiones compartidas, parecía el más ilusionado de ambos. Al principio, Clara tenía muchas reservas a iniciar una relación
en esos momentos, pero no pudo evitar dejarse llevar por el entusiasmo de Javier, y
acabo poniendo todo su ser en compartir con él nuevos proyectos e ilusiones. Al cabo de dos meses, al acercarse el cumpleaños de Clara, él
le entregó anticipadamente su regalo: un romántico viaje juntos, su primer viaje. Comenzaron a prepararlo con bastante antelación y mucha ilusión -en teoría- compartida. Ella se ocupóde los detalles y, poco a poco, fue preparando su
maleta con el mayor de los primores, para que todo fuera nuevo y
hermoso, como aquel amor que se estaba gestando. El día antes de su partida, Javier estuvo muy esquivo. No sólo no llamó a Clara como tenía por costumbre, ni le envió varios mensajes diciéndole cuánto la echaba de menos, sino que tampoco cogió el teléfono cuando ella le llamó, inquieta, a mediodía. Esa noche, cerca ya de las 12, cuando Clara esperaba noticias suyas ya en pijama, con la maleta cerrada junto a su cama, recibió por fin su llamada. Javier había
pasado la tarde con su ex novia, y se había dado cuenta de que ya no podía, no quería, ir con ella de viaje.
Clara lloró solamente una vez: mientras escuchaba las disculpas de Javier, que sonaban en su cabeza como si se tratara del argumento de un melodrama que le estuviera ocurriendo a otra persona. A continuación, colgó el auricular del teléfono, deshizo rápidamente su maleta y la guardó, vacía, debajo de su cama. En aquel
momento, pensóque jamás iba a reponerse de la
faena más
grande que ningún hombre le hubiera hecho y que, precisamente, le acababa de hacer el único en cuyo amor había creído ciegamente. Sin
embargo, no hay analgésico más efectivo que la decepción. Gracias a ello, no hubo más lágrimas desde entonces. Con el tiempo, Clara fue comprendiendo que, probablemente, ella no había sido la única engañada en esa historia. Era muy posible que él se hubiera engañado también a sí mismo todo el tiempo, deseando sentir de nuevo la ilusión perdida años antes. Posiblemente, ella no había sido más que un daño colateral involuntario."
Acabado
el relato, María toma la mano de su nieta, que ha
estado escuchando atentamente la narración. El amor, le dice, no deja de
existir porque alguien no nos quiera. Ni porque nos haya querido y deje de
hacerlo. A veces también la culpa es nuestra, por querer ver amor donde sólo
hay ilusiones edificadas sobre cimientos de cristal. Otras veces, alguien intenta salir de una historia de la que se siente dependiente, buscando desesperadamente ilusionarse en otra nueva, y esto siempre es
un error. Uno de los errores más grandes que podemos cometer. Además de injusto con la persona que hace las funciones de segundo
clavo, sin tener la más remota idea de su papel en la historia.
- En cualquier caso, mi querida niña -dice María a su nieta dulcemente- no dejes nunca de creer en el amor. Te aseguro que algún día lo conocerás, como también hizo Clara tiempo después de aquello. Y como yo. Anda, ve un momento a mi cuarto y trae aquí el retrato de tu abuelo que tengo sobre la mesilla-. La
muchacha se dirigióhacia el dormitorio de su abuela, rodeóla gran cama para llegar hasta la mesita de
noche y, al inclinarse para tomar la fotografía, se golpeóel pie con algo duro, dejando escapar un grito ahogado. Se puso de rodillas, levantó el faldón
de la colcha y descubrió, bajo la cama, una pequeña
maleta de viaje. Vacía.