31 de octubre de 2015

La abuela

La abuela Juana era una de esas mujeres en las que uno piensa cuando escucha hablar de la tradicional sociedad matriarcal vasca. No era muy alta, pero para su época tenía una altura nada desdeñable, que sobrepasaba eso sí con creces la de su esposo. Recia y de huesos anchos, en su juventud había sido muy delgada. Nunca vi una fotografía suya de joven, si lo sé es porque ella siempre me decía “yo también era delgada como tú, pero ya verás cuando te hagas mayor”.

Amuma, como la llamábamos mis hermanos y yo, no tuvo el pelo cano hasta cerca de los ochenta. La recuerdo siempre con su cabello oscuro recogido bajo la nuca en un moño apretado que olía a brillantina. Creo que solo una vez la vi, por accidente, con el pelo cayendo por la espalda. Una mañana, haciéndose el moño sentada frente al tocador de su habitación. Sobre este, el frasco de brillantina con el que se iba untando la larguísima melena antes de recogerla. Se llamaba Cheseline y olía a flores.

Era difícil ver reírse a la abuela, por lo que cuando esto ocurría, para nosotros tres era un acontecimiento. Solía ocurrir alguna noche en la cocina del caserío, en ese rato que pasábamos sentados en los pequeños taburetes de madera con mis abuelos y mi madre –mi padre se quedaba en Madrid trabajando y no venía hasta agosto-. Yo era bastante payasa, y algunas veces conseguí hacer reír a mi abuela con ganas. Aunque la verdad, aún hoy no sabría decir si la quería, porque pasábamos con ellos solamente los casi tres meses de verano y las vacaciones de Semana Santa, y siempre nos sentimos como forasteros. Notaba además en mi propia madre ese temor a la abuela, y cómo se ponía nerviosa cuando cometíamos una travesura, inquietándose por su posible reacción. Hace poco, contando a mis hijos algún episodio de aquella época, intenté transmitirles el respetuoso pavor que sentíamos cuando mi abuela bramaba "mecatxisotz" y se rieron.

Aquellos veranos, pasábamos casi todo el tiempo fuera de casa, lo cual no significa que anduviéramos dando vueltas por las calles de un pueblo, porque no había. Bueno, haber haber sí, claro, siempre hay un pueblo, con su plaza, su iglesia, su ayuntamiento y su bar, pero el nuestro estaba a un kilómetro. El caserío de los abuelos estaba algo alejado, entre prados, bosques y monte bajo, como la mayoría de los de los vecinos. La casa más cercana estaba al otro lado del camino, pero allí solo vivía una anciana con un hijo mayor. Así que nosotros siempre jugábamos los tres juntos, en los terrenos aledaños.

Los días de diario, teníamos que volver corriendo al caserío todas las tardes antes de que acabara el consultorio sentimental de la Señora Francis en Radio Bilbao, si no queríamos un disgusto. Inmediatamente a continuación comenzaba la retransmisión del rosario desde la Basílica de Begoña. Estuviéramos donde estuviéramos, que podía ser bastante lejos, corríamos con la lengua fuera para estar en la cocina antes de las siete, perfectamente formados, en pie frente a la hornacina que compartían la Virgen de Begoña y el aparato de radio. Junto al nicho, había una fotografía de Carlos Garaikoetxea pegada a los azulejos con papel adhesivo.

Llegar a tiempo no era cuestión de vida o muerte, pero eso entonces nosotros no lo sabíamos. Lo que sí sabíamos –por mi madre- era que aquella era condición necesaria para poder dormir en la cama esa noche. Condición necesaria, pero no suficiente, ya que además había que seguir el rezo radiado del rosario en voz alta. Por suerte, aprendimos que dada la agudeza auditiva de mi abuela, nos bastaba con mover los labios emitiendo sonidos. El rosario de la tarde era en latín. Por la noche, mi abuelo conducía otro en euskera antes de cenar, pero este era muchísimo más rápido, quizá debido al olor delicioso que siempre emanaba de la olla que reposaba sobre la chapa.


27 de octubre de 2015

Primer amor


Recuerdo el primer día que le vi. A pesar de esta mala memoria mía, recuerdo aquel momento como si él acabara de pasar ahora mismo por delante del portal de mis padres. Llevaba el pelo, muy negro, descuidadamente largo, cayendo sobre su frente y sobre el cuello alzado de su cazadora negra de cuero. Sus ojos color miel brillaban a la luz del sol, envueltos en aquellas negrísimas y largas pestañas. Su nariz grande y perfectamente recta, imprimía a su rostro un halo de misteriosa y arrebatadora personalidad. No era demasiado guapo, pero me pareció, en aquel momento, el muchacho más atractivo del mundo. 

Pasó caminando deprisa, con las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas azul desvaído. Caminaba como dando saltitos, moviendo a cada paso la cadera y los hombros, aparentemente sin ritmo, con total anarquía. Iba silbando, tan ensimismado en sus propios pensamientos, que creo que no se percató de mi presencia. Pero yo sí. Ay, yo sí.

Trabajaba en una empresa situada enfrente del portal de mis padres, y durante las siguientes semanas fui aprendiendo sus horarios para hacerme la encontradiza. Coincidíamos en la parada del bus de la esquina, en mi calle, o en el paseo, y cruzábamos nuestras miradas. Durante semanas, durante meses. 

Me resultaba tan frustrante no conocer su nombre, que le inventé uno que le iba mucho: José Pablo. Un día, cuando yo caminaba paseo abajo con mis compañeras de vuelta del instituto, se plantó delante de nosotras y me dijo: "Quiero hablar contigo, a solas". 


Han pasado treinta años. Estoy tomando una copa a media tarde en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo, con un grupo de amigos. Charlamos sobre los primeros amores de aquella generación. Una de ellas me pregunta "¿Y tú? ¿Quién fue tu primer amor?". Estuve a punto de decir que no lo recordaba, pero en ese momento me asaltó la imagen de aquel chico desgarbado caminando a saltitos por delante del portal de mis padres. Casi sin que me diera cuenta salió de mis labios: "uno que pasaba". 

Mi primer amor, tiene gracia, cuando aquella tarde una vida atrás, me había asustado tanto que había salido corriendo diciendo que no. Nunca más volvimos a mirarnos a los ojos por la calle. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. 

Mi primer amor, tiene guasa, aunque nunca llegara a conocerle. Aunque ahora que lo pienso, es probable que tampoco haya llegado a conocer mucho más a alguno de los siguientes. 


23 de octubre de 2015

Post inacabado


Agradezco tener cinco euros en el bolsillo cuando sale el sol y estoy sola, y la soledad disfrutada de otras veces se convierte en un peso insoportable. Y es fiesta y no hay nadie, pero puedo salir a la calle, y sentarme al sol en una terraza;
Agradezco tener una cama grande y cómoda, cada noche que llego arrastrando los pies hasta ella;
Agradezco poder aún seguir cuidando a quien por mí dejó de lado su vida hace décadas;
Agradezco haber vivido ya medio siglo y no notar el cansancio, sino ganas de vivir el resto con más fuerza;
Agradezco tener esos pocos amigos a los que sé que puedo llamar de pronto, cuando hace falta. Y aunque aprendí hace tiempo que no es bueno esperar nada de nadie, acuden a abrazarme sin tardanza;
Agradezco la risa del de enfrente, cuando yo soy su causa;
Agradezco que alguien me de a mí las gracias por estar cerca, aunque sepa que probablemente, él no estará mucho tiempo ahí, para mí;
Agradezco a la vida las personas bonitas que puso en mi camino, y haberme hecho capaz de apreciarlas;
Agradezco todo el tiempo que han pasado conmigo, por poco que fuere, porque podría no haber existido;
Agradezco a los hombres que me quisieron, el tiempo que pasaron cerca de mí. Y a los que no lo hicieron, todo lo que con ello aprendí;
Agradezco la cara ilusionada de quien de mí abre un regalo preparado con mimo. Una sonrisa infantil de ilusión, unos ojos brillantes y sinceros, es el mejor regalo de vuelta;
Agradezco cada whatsapp que no espero, cuando estoy sola y echando de menos, y me hacen sonreír un sábado por la tarde;
Agradezco que leáis estas bobadas, porque a nadie le importan, excepto a mí.

21 de octubre de 2015

Yo haré que funcione


Todos hemos conocido casos de parejas más o menos estables que, llegada la primera o la enésima crisis, deciden que hay que ponerse manos a la obra para solucionar sus problemas.

Unos se deciden por la terapia de pareja, el psicólogo, el coach, y otros lo intentan por su cuenta, con el clásico viaje en pareja, aparcando a los niños con los sacro santos y pacientes abuelos. Los más descerebrados, incluso, regresan en algunos casos con otro niño encargado, que nacerá cargando sobre sus hombros la enorme y absurda responsabilidad de hacer que una pareja que ya no se entiende, se enamore de nuevo arrullada por los llantos nocturnos de un lactante.

Personalmente, nunca he entendido mucho las terapias de pareja. Creo que el amor tiene un comienzo y un final. Supongo que, igual que su nacimiento nos resulta imperceptible -para cuando nos damos cuenta de su existencia, ya estamos metidos de lleno en él hasta las cejas-, tampoco es fácil reconocer su muerte. Pero una vez constatada... una vez comprendemos que el amor ha muerto, intentar resucitarlo con la ayuda de un profesional externo, me parece semejante a realizar maniobras resucitatorias a un cadáver. 

Soy consciente de que mi opinión puede sonar muy fuerte. Hasta ahora no he encontrado a ningún otro partidario de la eutanasia amorosa entre mis allegados. Mis amigos, la mayoría casados, no entienden mi punto de vista. He de suponer que son todos felices, cosa que además, les deseo.

En fin, a pesar de no creer en estos intentos, sí puedo entenderlos, por supuesto. Es fácil comprender que haya quien intente salvar una historia larga y llena de emociones compartidas, viajes, hijos, ilusiones, abrazos, susurros, te quieros y confidencias. Y como no -y tal vez mucho más-, de hipotecas, chalets en la Sierra y apartamentos en Torrevieja. Lo que desde luego no alcanzo a entender de ninguna manera, es que alguien piense que puede arreglar una historia nonata. 

Conocer a un tipo, caerse mutuamente bien, reír juntos, disfrutar de unas noches de copas y un par de excursiones entretenidas, comenzar a vislumbrar los tintes de una posible relación semejante a la amistad, que aderezada por cierta atracción física mutua, lleva al coqueteo. Algún intercambio de besos entre risas, y poco más. Entonces, uno de ellos -él-, se desboca mostrando su teoría del amor y las relaciones amorosas: "Yo haré que funcione". "De mí depende que te enamores de mí, y lo voy a conseguir". "Pondré todo mi empeño para que funcione". Y ya para y mención honorífica, "yo soy así, vas a alucinar conmigo".

Algo me perdí en mitad del camino. Quizá es que me falta algún tornillo, porque pienso que ninguna historia naciente debe de ser forzada. Que no pasa nada por estar solo. Que cuando nace una historia, solo merece la pena continuar en ella si de forma natural nos agrada y todo nuestro ser nos pide hacerlo. Que no somos seres que solo puedan vivir en pareja, y que esto no es obligatorio. 

Qué necesidad hay de enamorar a otro que de por sí no se ha enamorado de ti, de hacer que funcione algo que seguramente no tiene por qué funcionar. Cuando tienes la suerte de ser libre, ¿por qué atarte a una innecesaria vida en pareja, solo por el hecho de contar a tus amigos "eh, que ya tengo pareja de nuevo"? ¿Qué empeño es ese, cuando tienes toda la vida por delante para conocer personas y decidir si, de forma natural, se acoplan a tu forma de ver la vida y las relaciones?

Caballero, es usted muy atractivo y una de las personas más divertidas que conozco, pero pise el freno, por favor, que yo me apeo.



De ilusión se vive

Miracle on 34th Street, la tres veces oscarizada película de George Seaton (1947), fue titulada en España "De ilusión también se vive". Esa frase se ha convertido en coletilla popular, y a todos nos la han soltado en algún momento a modo de bofetón. Pero me vais a perdonar que elimine por mi cuenta el adverbio. Porque yo no creo que vivir con ilusión sea una más de las posibilidades de la vida, sino que la vida es mucho más llevadera, apetecible e incluso apasionante, caminando a través de ella de la mano de una, o de muchas, ilusiones. Yo misma recuerdo haberlas tenido, no hace mucho tiempo.


9 de octubre de 2015

El flechazo


Quién no se ha enamorado alguna vez en el metro, en un cruce de miradas de un extremo a otro de un vagón. O se ha sorprendido sonriendo a un desconocido mientras bajaba por la Gran Vía, o a un tipo con gafas en la sección de novela de la Fnac. ¿Quién no ha experimentado un amor de esos que duran menos que los peces de hielo en el whisky de Sabina?

La última vez, me ocurrió en un atasco. Un flechazo mutuo con el conductor de un pequeño coche oscuro. No me preguntéis qué modelo era, no sé por qué, últimamente solo me fijo en si es o no un Volkswagen. Miradas de soslayo, sonrisillas tontas, subir y bajar nervioso de protector solar fingiendo buscar una tarjeta de aparcamiento inexistente, colocarte ese mechón de pelo por enésima vez...

Fue bonito, aunque efímero. Esta última vez, acabó como suelen acabar estas cosas. Mi amado del carril contiguo se olvidó de que yo seguía ahí, llevó su dedo índice a sus fosas nasales, y se cargó nuestra historia de amor antes de empezar.

¿Hay algo más triste que empezar el día con el corazón partido, mientras subes una avenida en segunda?