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19 de febrero de 2017

La cita

Obra de George Grosz

Michael ahoga una náusea y sale del portal subiéndose las solapas del abrigo y mirando con temor a ambos lados, seguro de que en cada una de las sucias esquinas de su calle le acechan para atracarlo. Enfila la acera cabizbajo, mirando los adoquines desiguales y rotos para pasar desapercibido, concentrando la vista en la inmundicia que sus pies enormes y pesados esquivan a casa paso: botellas rotas, excrementos, colillas, mendigos de piel sucia con verrugas y perros de color indefinido, piernas que se mueven casi tan deprisa como las suyas y pasan por su lado extrañamente sin abordarle. Se detiene ante la boca de metro aguantando una arcada más fuerte, tembloroso al borde de aquel tragadero oscuro del que lleva huyendo casi un año y que ahora espera para engullirlo sin remedio y robarle el escaso aire que entra en sus pulmones. Palpa por fuera el bolsillo de su abrigo y siente la navaja, pero no obtiene la tranquilidad buscada en su contacto. Se agarra a la barra de metal que desciende hacia el abismo, se congela por dentro, cierra los ojos y comienza a sumergirse entre los bultos que suben corriendo las escaleras en busca de aire.

El estruendo de las puertas al cerrarse retumba en su cabeza y le hace subir un amago de vómito que vacila arriba y abajo por su garganta mientras su cuerpo se sacude a uno y otro lado al arrancar el tren entre chirridos insoportables. Antes de lograr aferrarse al tubo sobre su cabeza choca contra algunos de los miembros calientes y blandos del monstruo policéfalo que abarrota el espacio, que intenta absorberlo e integrarlo en la masa de moscas atrapadas con los brazos estirados buscando la salvación en el techo. En cada parada, las bocas cuadradas del monstruo vuelven a engullir con estrépito metálico nuevas figuras sudorosas y pestilentes. Entre Whitechapel y Stepney Green alza el rostro hacia el cielo de tornillos blancos desconchados para inspirar fuerte y su mirada se cruza sin querer con uno de los rostros del monstruo: una mujer de labios excesivamente pintados y gruesos, de pelo estropajoso y pendientes baratos, con una marca de sudor en la blusa. ¿Y si ella es así?, piensa Michael tragando una nueva náusea. ¿Y si todo este viaje insoportable no merece la pena porque es como todas? 

Diez paradas después, arrastra el cuerpo pegado a la pared hasta encontrar un hueco por el que cruzar deprisa hasta la puerta en el momento justo en que esta se abre escupiéndolo sobre el anden. La masa de rostros macilentos y exangües lo arrastra por pasillos desconchados, malolientes de humedad y fluidos humanos, hasta que por fin puede ver la luz del día desde el tracto final del monstruo subterráneo. Trepa las escaleras dando empujones y se echa a correr por la calle sin detenerse hasta la puerta de la cafetería. Allí está ella, sentada en una mesa junto a la ventana, absorbiendo la escasa luz que entra en el local con su pelo negro como la muerte. Le sonríe mostrando unos dientes excesivamente blancos entre sus labios inquietantemente hambrientos y le tiende una mano rematada por  uñas color sangre, la misma que se le acumula en las sienes.

¿Eres Michael? Hola, yo soy Pam.

Piensa que está perdido al sentir el calor pegajoso de aquella mano cuyos dedos largos y finos pretenderán sin duda atraparle y quedarse con sus sueños para el resto de su vida.