Hay formas mejores de pasar el tiempo que introduciendo entradas en un blog, pero indudablemente, las hay mucho peores, y en cualquier caso, no hacemos mal a nadie, ¿verdad?
Sábado 23 de septiembre de 1988, Fernández de los Ríos, Madrid
Blanca tiene 24 años y un rostro interesante y hermoso. Su piel clara es transparente como el papel cebolla traspasado por la luz; sus grandes ojos verdes iluminan la estancia en la que se encuentre con destellos de jade, incluso cuando está triste. Su boca es carnosa y rosada sin llegar a ser impúdica, y grande sin rozar el exceso. Su charla es ocurrente y jovial. Lleva un año viviendo con Manuel, a quien conoció en el último curso de carrera. Él tiene once años más que ella y diez centímetros menos; era su profesor de Derecho. Fisicamente no es llamativo, aunque es fuerte y varonil, con el mentón marcado y lanariz grande y armoniosa. Al contrario que ella, es taciturno y reservado.
Cruzaron sus primeras palabras en la cena de fin de carrera, en la que se sentaron frente a frente. Allí sufrió Manuel los primeros síntomas de enamoramiento, incapaz de retirar la mirada de aquella muchacha de enormes ojos cuyas manos aleteaban como mariposas blancas alrededor de su rostro mientras hablaba. Ella a su vez se había sentido halagada por la forma en que su admirado profesor la miraba, y dejó que la llevara a casa esanoche. Un año más tarde, compartían un apartamento en Argüelles.
- Están a punto de llegar, cielo, ve poniendo la mesa, por favor -. Blanca habla desde el baño, donde se da los últimos retoques de lápiz de labios frente al espejo.
- Falta 15 minutos, tenemos tiempo… -dice él abrazándola desde atrás y besándola el cuello, mientras sube una mano hasta su pecho.
- Si me destrozas el maquillaje te mato -ríe ella enseñando los dientes.
- Es que estás muy guapa. Verás la envidia con la que te miran las mujeres de los chicos.
Comienzan a besarse apasionadamente, se quitan la ropa con prisa uno a otro y hacen el amor allí mismo, de pie contra el mármol.
Sábado 23 de septiembre de 1995, Príncipe de Vergara, Madrid
Apoyada contra el marco de la puerta de la cocina, Blanca observa mientras la empleada doméstica ayuda a cenar al pequeño Manuel, que hace rodar un cochecito de juguete sobre la mesa. Manuel llega por detrás con la americana colgada del brazo.
- Vamos, cariño, que ya te queda muy poco. En cuanto acabes, un ratito de dibujos y a la cama, ¿eh? Flor, por favor, no deje que se acueste más tarde de las 9.
- Blanca, ¿ya estás lista? Llegamos tarde -interrumpe Manuel colocándose la chaqueta.
- Sólo me faltan los zapatos, tardo dos minutos.
- Tus dos minutos siempre me dan miedo.
- ¿He llegado tarde alguna vez, listillo?
- No me hagas recordártelas y date prisa, anda.
En su habitación, ella se retoca el carmín y se mira por última vez en el espejo del baño. Manuel asoma por detrás y se inclina sobre la espalda de ella para coger su frasco de colonia y rociarse el cuello.
- ¿Qué tal estoy?
- Bien.
- Ni siquiera me has mirado.
- Siempre estás bien, no seas boba. Serás la más guapa, tranquila. Aunque te hasarreglado demasiado para ver a los amigos de siempre.
- "Tus" amigos, querrás decir. No te creas que me apetece mucho ir; si lo hago es porque me has insistido, pero preferiría quedarme en casa con Lolo, ya lo sabes.
- Son nuestros amigos, Blanca, no sé por qué te empeñas en llamarles "mis" amigos después de tantos años. Si eres la que mejor se lo pasa… y se parten de risa contigo. Además, hace tres semanas que excuso tu ausencia, ¿para qué tenemos a Flor si no puedo salir con mi mujer a cenar un puñetero día a la semana?
- Pero no me regañes… ¡si estoy yendo contigo!
- Ya era hora. Por cierto, ese vestido es un poco corto, ¿no?
- Manuel, tengo 30 años, no querrás que me vista como una vieja.
- No, pero las mujeres de estos no van tan cortas. Y se cabrearán con ellos por mirarte.
- Tienen cuarenta años, hijo mío, yo no.
- Tienen mi edad, ¿me estás llamando viejo?
- Ay nooooo. Estás picajoso, ¿eh? Has empezado tú metiéndote con mi vestido.
- Venga, deja de pintarte y vámonos, que odio que seamos los últimos.
- Voy, pero no quiero que salgamos enfadados. Dame un beso, anda -le agarra por la cintura poniéndose de puntillas; él gira el rostro hacia el otro lado.
- Llevas carmín, vas a mancharme. Ya te daré lo tuyo esta noche -sonríe-. Venga, corre -termina, dándole una palmada en el trasero.
Sábado 23 de septiembre de 2002, Doctor Arce, Madrid
Manuel entra en el salón, donde Blanca está sentada leyendo un libro. A sus pies, la pequeña Alba juega con una muñeca sobre la alfombra.
- Bueno, me voy ya.
- ¿Vas a volver muy tarde?
- No lo sé.
- ¿Dónde cenáis?
- Por Tribunal, no me acuerdo del sitio.
- Lo decía por si me animo a ir luego a tomar una copa, hace mucho que no los veo.
- ¿En serio? Mejor otro día, el sábado que viene si quieres, la verdad es que no sé por dónde vamos a andar… ¿No tenías un cumpleaños hoy?
- Sí, pero no me apetecía mucho. Alba aún tiene fiebre, prefiero quedarme en casa.
- No tienes por qué, está la interna.
- Ya…
- ¿Y ese tono? - Blanca le mira muy seria, se levanta y se dirige a su habitación haciéndole señas para que la siga.
- ¿Qué pasa?
- Manuel, hace mucho que no hacemos nada juntos, sin los niños. Me paso los días metida en casa con ellos, ceno sola con ellos, y tú cada vez llegas más tarde.
- ¿Ya empezamos?
- Te cabreas cada vez que saco el tema…
- Sí. Es que no sé cuál es “el tema”. Si llego a casa tarde todos los días es porque tengo mucho trabajo. Trabajo gracias al que vivimos bastante bien.
- No hablo del trabajo; hablo de tus salidas nocturnas, de que llegues a casa de madrugada y con copas un día sí y otro no. Me siento muy sola…
- Pues sal con tus amigas, no me responsabilices a mí de no hacer nada.
- Pero quiero estar contigo.
- Sí, claro, y por eso te das la vuelta en la cama cuando te toco…
- No es verdad. Te echo de menos también ahí.
- ¡Ja! Qué huevos tienes… la última vez te faltó poco para ladrarme.
- Eran las dos, estabas bebido y pretendías follarme sin despertarme siquiera.
- Bueno mira, paso, no tengo tiempo, me están esperando. Hasta luego.
Manuel sale dando un portazo. Blanca acuesta a los niños y enciende el portátil intentando sentirse menos sola en compañía de extraños solitarios. Cuando él regresa a las tres de la mañana, acaba de acostarse pero se hace la dormida.
Sábado 23 de septiembre de 2009, La Moraleja, Madrid
Blanca termina de maquillarse y se mira al espejo del baño. Sonríe a la mujer del espejo al percibir ese brillo en sus ojos que había perdido hacia tiempo. Sigue siendo atractiva a sus 45 años.
- ¿Vas a salir otra vez? –dice Manuel, que acaba de entrar en el baño y se queda mirándola desde la puerta.
- Sí.
- ¿Con quién?
- Con Maite y las demás.
- ¿Otra vez? ¿Y dónde vais, si puede saberse?
- Por Tribunal. No me acuerdo del sitio... - Blanca se detiene con el lápiz de ojos en la mano y le mira a través del espejo, con un brillo de venganza en los ojos. Él esquiva la puñalada mirando por el ventanal del jacuzzi que da sobre la piscina.
- ¿Maite está separada, no?
- ¿Por qué? ¿Te interesa? Oye, no sé si te das cuenta de que me estás interrogando...
- No te interrogo, me intereso por tu vida. Pasas poco tiempo en casa y, cuando estás, no sueltas el móvil. Por cierto, te acaba de llegar otro mensaje, debes de llegar tarde.
Blanca se ruboriza, guarda el móvil en el bolso y sale del baño murmurando un “Hasta luego” desganado por el pasillo. No quiere llegar tarde a la cita con el hombre con el que chatea hace un año por messenger, el único al que ve reír embelesado escuchándola.
Manuel sube al piso superior, pasa ante la puerta de la habitación donde su hija ve una película de dibujos animados con una amiga de clase, y continúa hasta su despacho. Cierra la puerta y da unos pasos más hasta quedarse quieto frente a una de las paredes: aquella que llenó hace años con una colección de mariposas blancas clavadas con alfileres de color verde jade.
Sábado 23 de septiembre de 2016, Barrio del Pilar, Madrid
Llueve. Blanca toma un té leyendo un libro en su butaca favorita junto a la ventana. Está sola en el pequeño apartamento porque Alba ha salido con sus compañeras del instituto. Suena el teléfono.
- Hola –dice Manuel desde el otro lado-. ¿Tú vas a ir mañana al cumpleaños?
- Claro, es mi nieto, ¿y tú?
- Sí, sí, claro, pero igual llego más tarde, tenemos una cosa antes.
- “Tenéis”… así que vas a traerla…
- Sí. No veo por qué no; los chicos ya la conocen.
- Sí, muy civilizado todo... Perdona pero no me parece normal tener que encontrarme con ella justo en casa de nuestro hijo.
- Pues lo siento pero tendrás que acostumbrarte. Ella también es parte de mi familia ahora y creo que es mejor que nos llevemos bien todos.
- Caramba, chico, qué moderno te has vuelto con la jubilación.
- Bueno oye, sólo te llamaba para recordarte que el fin de semana que viene me llevo a Alba con nosotros al campo. Se lo he dicho a ella y le apetece.
- Bueno...
- Venga, hasta mañana.
- Adiós.
Blanca apura su té, deja el libro sobre la butaca y se levanta. Se dirige a su cuarto, colocándose frente al espejo de cuerpo entero. Da un par de giros y se estudia. Tiene 52 años y sigue siendo atractiva; casi siempre le gusta la mujer en la que se ha convertido, aunque a veces lamenta haber sido una de dos que no supieron quererse entre sábados.
Cuando él me dejó, hice todo lo contrario a lo que recomendaban las amigas y los libros de autoayuda que empezaron a regalarme. Experimentaba una total desgana por ver gente, y menos aún me apetecía salir por las noches o apuntarme a cursos de macramé. Me sentía como una niña desamparada, e hice lo que haría una criatura en esas circunstancias: volver a casa. Tomé un tren y recorrí los 500 kilómetros que me separaban de la costa con las gafas de sol puestas y sin dejar de apretar un pañuelo de papel arrugado entre mis dedos.
Al bajar del tren, la brisa secó mis lágrimas dejando riachuelos marchitos sobre mi rostro. El olor del mar penetró en mis pulmones doliendo como si acabaran de resucitarme sobre una camilla. Tomé la maleta y enfilé la cuesta en dirección a la casa. Esta se alzaba a las afueras del pueblo, en una colina desde la que se dominaba la bahía. Se divisaban desde bien lejos sus muros enjalbegados y sus contraventanas azules. Ya no había geranios de vivos colores sobre los alféizares, que lucían ahora desnudos y fríos como la mesa de trabajo de un forense.
El interior estaba oscuro y olía a rancio como una fábrica de quesos abandonada. Dejé la maleta en la misma puerta y fui hasta la galería, donde me senté en la vieja mecedora del abuelo. La madera crujió bajo mi peso, y recordé el desgarro en el mimbre que ocultaba un viejo cojín. Y allí, por fin, me encontré con mi mar, tras los cristales enturbiados por cien tormentas.
Sería difícil sacar de mi cabeza aquella sonrisa capaz de quebrantar mis tormentos; sus ojos del color de la miel derramada bajo el sol. Pensé que al menos podría comenzar a olvidar el olor de su piel de lavanda y rocío que siempre me transportaba a nuestro viaje a la Provenza; hasta que abrí el armario de ropa blanca de la abuela, y lo encontré esperándome entre las sábanas de hilo, condensado en pequeños ramilletes atados con hilo bramante.
Tengo que decirte algo. Ahora que ni siquiera me estás mirando es el mejor momento, porque no sé si sería capaz de decirte todo esto con tus ojos clavados en los míos. Todos creen que soy valiente, pero hay cosas que no he sido capaz nunca de decirte, palabras que cuando me miras se enredan en mi garganta y construyen un dique contra el que no tengo valor para luchar. Te he querido mucho, ¿sabes? Sí, creo que lo sabes o, al menos durante un tiempo, lo supiste. Aunque yo solo te lo haya dicho un par de veces hace años. Te quería aún incluso cuando me abrazabas por la espalda quejándote en mi cuello de mi frialdad para contigo y buscando que repitiera esas palabras que siempre has dicho más que yo. Pero no lo hice, porque hacía ya un tiempo que no estaba segura de seguir queriéndote. Creo que me equivoqué. Me equivoqué muchas veces, y tantas otras simplemente no supe quererte. Creo que ese error lo hemos cometido ambos. Uno piensa que basta con querer a alguien, y sin embargo nunca es suficiente. Hay que saber querer, y querer bien. Quiero pedirte disculpas porque yo no supe hacerlo, aunque tú lo merecías probablemente todo. Siento tanto que no hayamos sabido hacerlo bien ninguno de los dos. Lamento profundamente todas esas frases hirientes que nos han llevado a enrrocarnos en este silencio que duerme entre nosotros hace años. Lo hemos alimentado los dos, y nos hemos amargado mutuamente con ello. Ni siquiera sé si te quiero, perdóname, ya sé que soy un desastre. De lo que estoy segura es de todo lo que tengo que agradecerte. He ido convirtiéndome en la mujer que ahora soy a tu lado. Me he sentido muy querida, protegida y durante un tiempo, admirada. Me has enseñado muchas cosas. La más importante, sin duda, el amor incondicional a la familia por encima de todo. Nadie como tú ha sabido limar las diferencias entre unos y otros para mantener unidas a todas las personas que quieres, incluso tragando sapos, porque no pensabas nunca en ti mismo antes que en ellos. Eres un buen tío, ¿sabes? Y habría que ser muy torpe para no saber quererte. Pero me temo, querido amigo, que soy la persona más torpe del mundo. Lo siento. Lo siento mucho. Tenía que decirte todas estas cosas, y hasta hoy no encontré el valor. Por eso te las digo ahora, sin mover los labios, mientras duermes profundamente a mi lado y sé que no me vas a interrumpir.
Qué curiosa es la diferencia de comportamiento entre mujeres y hombres en los 'amores' de semáforo y el pavoneo de coche a coche. Esta tarde volviendo a casa, mientras estaba detenida en el carril izquierdo en el semáforo de la plaza de los Sagrados Corazones, con un todo terreno a mi derecha pilotado por un caballero de los de ´me sobra un brazo y por eso lo llevo fuera' y mirada de hielo azul 'qué-pasa-chati', he apostado conmigo misma los segundos que iba a tardar el susodicho en dar un acelerón para ponerse justo delante de mi coche. Me he equivocado en 2 o 3, como mucho. Al poco de emprender de nuevo la marcha, ya tenía ante mis ojos sus gafas de sol reflejadas en su retrovisor.
Hay estereotipos que nunca fallan, y diferencias muy claras en nuestros comportamientos. A una chica no se le ocurriría nunca coquetear dejando detrás al objeto de su extender de plumas, cosa que en muchos de ellos en cambio es un clásico, como el Madrid-Barça.
De todas formas, no todos los flirteos de semáforo son iguales, y eso es lo divertido: coger el coche cada mañana y no saber lo que puede ocurrir en tu vida sentimental a cuatro ruedas. Algunas veces, el flirteo de semáforo puede ser incluso muy agradable y divertido. Acabo de recordar uno de hace unos años que me hizo reír, y que de vez en cuando recuerdo con alegría. Iba con mis hijos, entonces niños (la mayor debía de tener 12 años y el pequeño 10) de camino a la escuela. Nos detuvimos en el semáforo de la plaza de Lima, me sentí observada y giré la cabeza hacia el coche de mi izquierda. Mientras mis hijos estaban (creía yo) entretenidos con sus cosas, sostuve al parecer un tonto cruce de miradas y sonrisas con el conductor, que por cierto era muy atractivo. Y digo "al parecer", porque juro que no fui consciente de estar tonteando hasta que la niña soltó de pronto "¡mamá! ¡estás ligando con ese señor!". Me volví hacia ellos absolutamente ruborizada y, mientras pensaba qué decir, el niño respondió por mí: "Alejandra, ¿no sabes que aunque uno haya elegido su plato, puede seguir mirando la carta?".
Recuerdo el primer día que le vi. A pesar de esta mala memoria mía, recuerdo aquel momento como si él acabara de pasar ahora mismo por delante del portal de mis padres. Llevaba el pelo, muy negro, descuidadamente largo, cayendo sobre su frente y sobre el cuello alzado de su cazadora negra de cuero. Sus ojos color miel brillaban a la luz del sol, envueltos en aquellas negrísimas y largas pestañas. Su nariz grande y perfectamente recta, imprimía a su rostro un halo de misteriosa y arrebatadora personalidad. No era demasiado guapo, pero me pareció, en aquel momento, el muchacho más atractivo del mundo. Pasó caminando deprisa, con las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas azul desvaído. Caminaba como dando saltitos, moviendo a cada paso la cadera y los hombros, aparentemente sin ritmo, con total anarquía. Iba silbando, tan ensimismado en sus propios pensamientos, que creo que no se percató de mi presencia. Pero yo sí. Ay, yo sí.
Trabajaba en una empresa situada enfrente del portal de mis padres, y durante las siguientes semanas fui aprendiendo sus horarios para hacerme la encontradiza. Coincidíamos en la parada del bus de la esquina, en mi calle, o en el paseo, y cruzábamos nuestras miradas. Durante semanas, durante meses. Me resultaba tan frustrante no conocer su nombre, que le inventé uno que le iba mucho: José Pablo. Un día, cuando yo caminaba paseo abajo con mis compañeras de vuelta del instituto, se plantó delante de nosotras y me dijo: "Quiero hablar contigo, a solas". Han pasado treinta años. Estoy tomando una copa a media tarde en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo, con un grupo de amigos. Charlamos sobre los primeros amores de aquella generación. Una de ellas me pregunta "¿Y tú? ¿Quién fue tu primer amor?". Estuve a punto de decir que no lo recordaba, pero en ese momento me asaltó la imagen de aquel chico desgarbado caminando a saltitos por delante del portal de mis padres. Casi sin que me diera cuenta salió de mis labios: "uno que pasaba".
Mi primer amor, tiene gracia, cuando aquella tarde una vida atrás, me había asustado tanto que había salido corriendo diciendo que no. Nunca más volvimos a mirarnos a los ojos por la calle. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. Mi primer amor, tiene guasa, aunque nunca llegara a conocerle. Aunque ahora que lo pienso, es probable que tampoco haya llegado a conocer mucho más a alguno de los siguientes.
Todos hemos conocido casos de parejas más o menos estables que, llegada la primera o la enésima crisis, deciden que hay que ponerse manos a la obra para solucionar sus problemas. Unos se deciden por la terapia de pareja, el psicólogo, el coach, y otros lo intentan por su cuenta, con el clásico viaje en pareja, aparcando a los niños con los sacro santos y pacientes abuelos. Los más descerebrados, incluso, regresan en algunos casos con otro niño encargado, que nacerá cargando sobre sus hombros la enorme y absurda responsabilidad de hacer que una pareja que ya no se entiende, se enamore de nuevo arrullada por los llantos nocturnos de un lactante. Personalmente, nunca he entendido mucho las terapias de pareja. Creo que el amor tiene un comienzo y un final. Supongo que, igual que su nacimiento nos resulta imperceptible -para cuando nos damos cuenta de su existencia, ya estamos metidos de lleno en él hasta las cejas-, tampoco es fácil reconocer su muerte. Pero una vez constatada... una vez comprendemos que el amor ha muerto, intentar resucitarlo con la ayuda de un profesional externo, me parece semejante a realizar maniobras resucitatorias a un cadáver. Soy consciente de que mi opinión puede sonar muy fuerte. Hasta ahora no he encontrado a ningún otro partidario de la eutanasia amorosa entre mis allegados. Mis amigos, la mayoría casados, no entienden mi punto de vista. He de suponer que son todos felices, cosa que además, les deseo.
En fin, a pesar de no creer en estos intentos, sí puedo entenderlos, por supuesto. Es fácil comprender que haya quien intente salvar una historia larga y llena de emociones compartidas, viajes, hijos, ilusiones, abrazos, susurros, te quieros y confidencias. Y como no -y tal vez mucho más-, de hipotecas, chalets en la Sierra y apartamentos en Torrevieja. Lo que desde luego no alcanzo a entender de ninguna manera, es que alguien piense que puede arreglar una historia nonata. Conocer a un tipo, caerse mutuamente bien, reír juntos, disfrutar de unas noches de copas y un par de excursiones entretenidas, comenzar a vislumbrar los tintes de una posible relación semejante a la amistad, que aderezada por cierta atracción física mutua, lleva al coqueteo. Algún intercambio de besos entre risas, y poco más. Entonces, uno de ellos -él-, se desboca mostrando su teoría del amor y las relaciones amorosas: "Yo haré que funcione". "De mí depende que te enamores de mí, y lo voy a conseguir". "Pondré todo mi empeño para que funcione". Y ya para y mención honorífica, "yo soy así, vas a alucinar conmigo". Algo me perdí en mitad del camino. Quizá es que me falta algún tornillo, porque pienso que ninguna historia naciente debe de ser forzada. Que no pasa nada por estar solo. Que cuando nace una historia, solo merece la pena continuar en ella si de forma natural nos agrada y todo nuestro ser nos pide hacerlo. Que no somos seres que solo puedan vivir en pareja, y que esto no es obligatorio. Qué necesidad hay de enamorar a otro que de por sí no se ha enamorado de ti, de hacer que funcione algo que seguramente no tiene por qué funcionar. Cuando tienes la suerte de ser libre, ¿por qué atarte a una innecesaria vida en pareja, solo por el hecho de contar a tus amigos "eh, que ya tengo pareja de nuevo"? ¿Qué empeño es ese, cuando tienes toda la vida por delante para conocer personas y decidir si, de forma natural, se acoplan a tu forma de ver la vida y las relaciones?
Caballero, es usted muy atractivo y una de las personas más divertidas que conozco, pero pise el freno, por favor, que yo me apeo.
La suave brisa mece los cabellos de María, sentada al sol en el porche de su casa. Un sol suave de principios de otoño, que acaricia su rostro sin quemarlo. Espera a su nieta, cuya llamada llorosa ha recibido hace un rato. Acaba de sufrir su primera decepción amorosa y está convencida de que el amor no existe, que es un engaño, que jamás volverá a creer en un hombre. Cuando la muchacha llega hasta ella, María decide contarle una historia de amor que conoció hace algún tiempo.
"Hace años,
una muchacha llamada Clara encontróuna carta entre las páginas de un libro que había tomado prestado en la biblioteca. Era una carta de amor, tan hermosa que la
hizo emocionarse. Descubrió que la carta no tenía un destinatario cuya privacidad hubiera que proteger, puesto que se trataba de una obra literaria. Averiguó el nombre del autor y decidió publicarla en la revista local en la que trabajaba, citando al mismo. Su artículo recibió centenares de comentarios emocionados y, un día,
el mismísimo autor de la carta se puso en contacto con Clara para agradecerle su interés y las numerosas muestras de afecto recibidas del público. Aquel preciso día en que Clara y Javier se conocieron gracias a la carta, se establecióentre ambos una conexión especial y una relación
de confianza de las que no surgen con frecuencia en la vida. Comenzaron teorizando sobre la vida, el amor y las ilusiones perdidas, y al cabo de sólo unos días mostraron los primeros síntomas de enamoramiento. Él, que -según sus palabras- acababa de salir de una larga relación apagada por la rutina y la falta de ilusiones compartidas, parecía el más ilusionado de ambos. Al principio, Clara tenía muchas reservas a iniciar una relación
en esos momentos, pero no pudo evitar dejarse llevar por el entusiasmo de Javier, y
acabo poniendo todo su ser en compartir con él nuevos proyectos e ilusiones. Al cabo de dos meses, al acercarse el cumpleaños de Clara, él
le entregó anticipadamente su regalo: un romántico viaje juntos, su primer viaje. Comenzaron a prepararlo con bastante antelación y mucha ilusión -en teoría- compartida. Ella se ocupóde los detalles y, poco a poco, fue preparando su
maleta con el mayor de los primores, para que todo fuera nuevo y
hermoso, como aquel amor que se estaba gestando. El día antes de su partida, Javier estuvo muy esquivo. No sólo no llamó a Clara como tenía por costumbre, ni le envió varios mensajes diciéndole cuánto la echaba de menos, sino que tampoco cogió el teléfono cuando ella le llamó, inquieta, a mediodía. Esa noche, cerca ya de las 12, cuando Clara esperaba noticias suyas ya en pijama, con la maleta cerrada junto a su cama, recibió por fin su llamada. Javier había
pasado la tarde con su ex novia, y se había dado cuenta de que ya no podía, no quería, ir con ella de viaje.
Clara lloró solamente una vez: mientras escuchaba las disculpas de Javier, que sonaban en su cabeza como si se tratara del argumento de un melodrama que le estuviera ocurriendo a otra persona. A continuación, colgó el auricular del teléfono, deshizo rápidamente su maleta y la guardó, vacía, debajo de su cama. En aquel
momento, pensóque jamás iba a reponerse de la
faena más
grande que ningún hombre le hubiera hecho y que, precisamente, le acababa de hacer el único en cuyo amor había creído ciegamente. Sin
embargo, no hay analgésico más efectivo que la decepción. Gracias a ello, no hubo más lágrimas desde entonces. Con el tiempo, Clara fue comprendiendo que, probablemente, ella no había sido la única engañada en esa historia. Era muy posible que él se hubiera engañado también a sí mismo todo el tiempo, deseando sentir de nuevo la ilusión perdida años antes. Posiblemente, ella no había sido más que un daño colateral involuntario."
Acabado
el relato, María toma la mano de su nieta, que ha
estado escuchando atentamente la narración. El amor, le dice, no deja de
existir porque alguien no nos quiera. Ni porque nos haya querido y deje de
hacerlo. A veces también la culpa es nuestra, por querer ver amor donde sólo
hay ilusiones edificadas sobre cimientos de cristal. Otras veces, alguien intenta salir de una historia de la que se siente dependiente, buscando desesperadamente ilusionarse en otra nueva, y esto siempre es
un error. Uno de los errores más grandes que podemos cometer. Además de injusto con la persona que hace las funciones de segundo
clavo, sin tener la más remota idea de su papel en la historia.
- En cualquier caso, mi querida niña -dice María a su nieta dulcemente- no dejes nunca de creer en el amor. Te aseguro que algún día lo conocerás, como también hizo Clara tiempo después de aquello. Y como yo. Anda, ve un momento a mi cuarto y trae aquí el retrato de tu abuelo que tengo sobre la mesilla-. La
muchacha se dirigióhacia el dormitorio de su abuela, rodeóla gran cama para llegar hasta la mesita de
noche y, al inclinarse para tomar la fotografía, se golpeóel pie con algo duro, dejando escapar un grito ahogado. Se puso de rodillas, levantó el faldón
de la colcha y descubrió, bajo la cama, una pequeña
maleta de viaje. Vacía.
Hasta la vista Que si nunca lo fui, tú sí lo eras Si es que también valoras ser amado. Que si a ti ya te sobra, alguien lo quiera Que si ya no lo quieres, lo regalo.
Si vuelves del olvido
Surgirás del silencio un nuevo día Como si hubiese sido ayer tu último beso Y querrás que parezca que no había Olvido, o más que eso.
Al final ¿Y sabes qué te digo, Amigo mío? Aunque no fuera cierto Lo he vivido Creyendo hasta el final Lo que he sentido. De los dos por lo tanto Yo he vencido.
La cama vacía
Cuando en la mañana Extiendo mi mano, Tocando tu ausencia Creo que fue un sueño.
Mas llega de pronto Tu olor y comprendo: Te tuve, Lo sé. Y ya no te tengo.
No es amor, y así me vale Pensé yo que te amaba en ese instante Te eché de menos dos días más tarde Creo que no es amor, y así me vale Lo que dura un momento inolvidable.