26 de febrero de 2014

Que nunca te haga sentir culpable




Pensó que quizá no debería haberle hablado de aquella manera, pero estaba tan enfadada... 

-¿Cuánto tiempo llevaré aquí?-, se preguntó. Estaba oscuro, muy oscuro. No como cuando oscurece y el cielo está nublado, y cuesta ver las siluetas de los árboles y los charcos del camino, sino mucho más oscuro: totalmente negro. Y ese silencio... El silencio más profundo y brutal que había escuchado nunca. No se escuchaba siquiera el sonido del silencio. Si se quedaba muy quieta, conseguía escuchar su propia respiración.

Sentía los hombros agarrotados y un leve hormigueo recorría sus brazos, que comenzaban a adormecerse. Intentó flexionar las piernas, pero su rodilla chocó contra algo y tuvo que dejar de intentarlo. 

Pensó que, en cualquier caso, él no tardaría en venir a buscarla. Siempre volvía. La perdonaba siempre. Antes de lo que pensaba, la sacaría de allí y la llevaría a casa abrazándola por el camino. Y todo estaría bien, como antes. Aunque si era sincera consigo misma, la verdad es que las cosas habían ido mucho mejor en otra época: cuando ella hacía siempre lo que él le pedía. Con los años, se había vuelto terca y desobediente, y él no tenía más remedio que enfadarse con ella muchas veces. Por su bien. Porque él la quería muchísimo, de eso estaba segura. Además, se lo decía con frecuencia.

-Volverá enseguida-, pensó. -Seguro que me perdona, me dará una nueva oportunidad de hacer las cosas bien, como a él le gustan-. 

-Ay, pero ¿por qué tarda tanto? ¿Y por qué no recuerdo nada del último día? Y este dolor de cabeza... Dios, que venga pronto-.

Sentía más frío, y una terrible humedad que le calaba los huesos. Intentó cubrirse el cuerpo con los brazos, pero ya no podía moverlos. Le costaba también respirar, y empezaba a tener sueño, mucho sueño. Pensó que podía dormir un poco mientras esperaba que él viniera a buscarla. Tal vez cuando despertase de nuevo, ya no le dolería tanto la cabeza.



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Los perros tiraban con fuerza de sus correas mientras corrían impacientemente entre los árboles. El inspector se apresuraba para alcanzarlos, siguiendo a sus hombres por la senda. Por fin, los animales se detuvieron junto a un muro de piedra mohosa. Allí, al pie de un viejo almendro, la tierra presentaba el aspecto de haber sido removida no hacía mucho. 

Estuvieron cavando una media hora, hasta que las palas chocaron contra algo duro. Encontraron una ruda caja de pino. En su interior, el cuerpo de una mujer joven y aún hermosa. Su cabello era largo y rojizo, salvo en la parte posterior de su cabeza, donde una mancha marronácea sugería un fuerte golpe en el cráneo.

Se llamaba Enya.



(Fotografías: Oleg Oprisco).


24 de febrero de 2014

Déjame cuando llueva




El día en que se marchaba,
sobre sus ojos llorosos,
caía fina la lluvia,
desdibujando su rostro.


Nadie supo que lloraba,
ni siquiera los curiosos.