Hay formas mejores de pasar el tiempo que introduciendo entradas en un blog, pero indudablemente, las hay mucho peores, y en cualquier caso, no hacemos mal a nadie, ¿verdad?
Siempre me han interesado mucho las personas. Me gustan, sí. Lo cual no sé si es bueno o es malo, porque pasamos mucho tiempo privados de ellas a lo largo de la vida. Unas veces por elección propia, otras no tanto. Yo misma, hay días que tengo que comer sola por fuerza y me hubiera ido a comer con cualquiera, y otros que lo elijo e invento cualquier excusa para no comer con ese compañero de siempre, Porque hoy no me apetece hacer concesiones y él apareció con el morro torcido, o sencillamente porque me siento contenta y decido obsequiar improvisadamente a esa parte elegida de mi soledad.
Sea como fuere, el caso es que me gusta mucho conocer personas. Charlar, adentrarme un ratito en otras vidas, tener la posibilidad de sentir esa fugaz alegría que genera el que alguien te incluya un instante en sus momentos hermosos.
Las personas me proporcionan bastantes de esos momentos, que suelen ser casi siempre inesperados. Me gusta mucho por ejemplo esa gente que de pronto se pone a hablar con un desconocido derrochando amabilidad, y les brillan los ojos al hablar con un destello sincero. De entre estas raras joyas, las mejores suelen ser los ancianos. Una anciana que fuma sentada en la mesa de al lado, que sin que te lo esperes gira ligeramente la cintura con esfuerzo y te pone una mano delgadita y fría sobre el brazo, diciendo "pensarás que estoy loca, pero...". Lo que viene a continuación suele ser un recuerdo de juventud que quizá hasta ese momento había flotado dando tumbos solo en su cabeza.
A mí me gusta escucharlas, y supongo que algo les hace saber que es así, porque no es la primera vez que me ocurre. La verdad es que tengo dos abuelitas de cabecera, que forman ya parte de mi paisaje casi casi cotidiano. Una suele acudir a la terraza acompañada de una mujer joven y morena, de acento latino, que escucha sus historias con una sonrisa y la trata con cariño y respeto. Eso también me gusta mucho, me siento feliz por la abuela, aunque es tan hermosa, tan encantadora e interesante que tampoco me sorprende.
La otra mujer vive en el portal contiguo y siempre aparece sola, apoyada en un elegante bastón de madera. Invariablemente me saluda con una preciosa sonrisa y pide un vino blanco mientras se enciende el primer pitillo. Algunas veces, al cabo de un rato pasa por allí un nieto suyo adolescente a saludarla y darle un beso. Muy de vez en cuando viene su hijo con su mujer y comen con ella. Una vez me los presentó; parecen majos, aunque tengo bastante claro que vienen menos de lo que ella quisiera.
Me gusta también quedar para desvirtualizar a alguien que he conocido en una red social y me cae bien, sin que se me pase por la cabeza que el otro, si es hombre, vaya a guardarse un par de condones en la cartera antes de salir de casa. Recuerdo que una vez una mujer me llamó ingenua por ello, pero aunque no esté de acuerdo, preferiría serlo en este caso. Solo una vez -¿o fueron dos?- me llevé una desagradable sorpresa, pero tampoco se hundió el Titanic. Ninguno de aquellos tipos merecía un café. Se despachan y listo.
No sé si os he dicho que me gustan las personas. Es que no me gusta ir pregonándolo por ahí, porque ahora es muy 'cuqui' presumir de asocial y, si me apuras, de mujer moderna que ha elegido vivir sola y pasar de los hombres. No parece ser tan mala idea, porque las que más presumen de ello parecen tener bastante éxito. Un día de estos aprenderé a hacer algún papel, a ver cómo se me da. De momento, sigo sin ser capaz y, la verdad sea dicha, soy demasiado vaga como para fingir.
Me gustan las personas, ¿sabes? Y la verdad es que me siento feliz de poder encontrar algunas de vez en cuando, suele ocurrir cuando menos lo espero. Aunque en realidad, puede que la vida sea más sencilla para los que no aman tanto hablar con otros.
La mesa había quedado perfecta. El mantel de damasco de su abuela reflejaba los guiños dorados de la luz de las velas. El candelabro de plata, las copas de Bohemia que había adquirido en aquella escapada a Praga cuatro años antes, los cubiertos de plata con sus iniciales, regalo de su padre por su graduación universitaria; todo estaba listo. Miró el reloj, y le pareció que las nueve y media era una buena hora para dar por iniciada la cena de Nochebuena. Se sirvió un a copa de vino y se sentó a cenar. La televisión emitía un programa especial en el que los actores parecían pasarlo muy bien. '¿Cuánta gente estará escuchando realmente lo que dicen?´, se preguntó.
Después de cenar, se sirvió un whisky con hielo y se sentó en la butaca frente al televisor. Al cabo de un tiempo, que no debió de ser poco por el entumecimiento de su brazo, la despertó el timbre del teléfono. Era él. Pobre... decía que la echaba mucho de menos, que le hubiera gustado pasar esa noche con ella, pero como ya sabía, no podía ser. Su mujer, los críos, sus hermanos, la familia política y un par de amigos cenaban en su casa, como cada año. Volvió a decirle lo mucho que hubiera deseado estar ahí con ella, y brindar, y besarse entre plato y plato. Prácticamente las mismas frases que en las últimas ocho navidades. Había acabado asumiendo que la vida era así, y que el sufrimiento es algo que el amor ha de llevar siempre implícito. ´Tengo que dejarte ahora, me llaman. Y no estés triste´ -le había dicho él antes de colgar-, ´ya queda menos para después de Reyes, y tú sabes que te quiero más que a nada. Lo sabes, ¿verdad?´. Sí. Siempre respondía que sí, desde hace ocho años. Los mismos que llevaba queriendo creerlo, los mismos que llevaba detestando su soledad en aquel apartamento. Pero no quería pensar en ello. Recogió la mesa y se fue a la cama. Antes de apagar la luz, tomó en sus manos la fotografía enmarcada de la mesita de noche. Era ella, con unos cuantos años menos. Guapa y sonriente, con un brillo en la mirada que ya no recordaba haber tenido, aparentemente feliz. Al mirarla, se dio cuenta de que casi no se reconocía. Hacía tanto tiempo que no sonreía cuando no estaba con él...
´Feliz Navidad´, dijo mirando a la joven de la foto.
"Me siento tan solo", dijo suspirando con los ojos fijos en el suelo, ante la atónita mirada de quienes le rodeaban, que intentaban inútilmente abrazarlo penetrando el muro de su piel y sus silencios, sin lograrlo.