19 de mayo de 2016

El teatro, la Sección Femenina y Fuerza Nueva




En la adolescencia, pasé unos años haciendo teatro en un grupo amateur dirigido por la madre de una de mis amigas del colegio. Doña Elena había pertenecido a la Sección Femenina de Falange, dedicándose a actividades relacionadas con la literatura y las artes. Era bastante mayor, porque había tenido a mi amiga Elena por sorpresa a los cincuenta, cuando ya era madre de tres muchachos adolescentes.

Cuando teníamos 13 años, doña Elena organizó aquel grupo de teatro que al principio integramos únicamente cinco amigas del colegio. Poco tiempo después, reclutó a un grupo de chicos en el colegio masculino de San Antón, que estaba en Malasaña y ahora ya no existe. Hoy en día el edificio se ha convertido en la sede del Colegio Oficial de Arquitectos. 

El fichaje de los chicos supuso para mí dejar de hacer los papeles masculinos que siempre me tocaban gracias a mi altura, y para todas nosotras en general el alborozo de la primera pandilla mixta y los primeros flirteos –nuestro colegio era lo que entonces se conocía como “institución femenina”, como la mayoría en aquella época-.

Doña Elena adaptaba los guiones de las obras, que nos pasaba mecanografiados en su Olivetti para que los fuéramos estudiando. Ensayábamos en su casa por las tardes al salir de clase, mientras merendábamos bizcochos con chocolate, y de vez en cuando dábamos una representación, en residencias de ancianos, parroquias y colegios.

A finales de los años 70, nuestros amigos del San Antón comenzaron a alternar el teatro con la actividad política, metiéndose tres de ellos en Fuerza Nueva. A Federico, el más guapo, le vimos alguna vez en la tele sujetando el mástil de una enorme bandera junto a Blas Piñar, orgulloso y estirado con su camisa azul y su gorra roja. Mis amigas y yo, por aquellas fechas ya habíamos cambiado por decisión propia el colegio de monjas por el instituto. Aquello supuso un disgusto para nuestras familias, aunque afortunadamente nos dieron su consentimiento. El instituto era también femenino, pero fue una bocanada de aire fresco para nuestras cabezas. Comenzamos también a interesarnos por la política, y a mantenernos en forma corriendo delante de los grises. Una de las cosas más tristes fue que, una vez, nos tocó correr delante de nuestros compañeros de escenario. Aquello no tuvo ninguna gracia, y el grupo de teatro acabó desapareciendo.

A doña Elena le debo el disfrute de aquellos años leyendo y ensayando teatro, más que las propias representaciones –yo era muy tímida, y quería que me tragase la tierra cada vez que el telón estaba a punto de abrirse-. Nos llevó también muchas veces a ver teatro de verdad y nos presentó a colegas del mundillo en los festivales internacionales a los que nos llevaba cada año en el Palacio de Congresos.

Por aquellas casualidades de la vida, tres de mis amigas de aquel grupo se casaron entre los 18 y los 19 años, convirtiéndose en madres en seguida. Doña Elena me tenía mucho cariño, y siguió llamándome a veces para que la acompañara a la casa de uno de sus hijos mayores. Arturo vivía en una especie de piso comuna, y la buena mujer acudía allí de vez en cuando a recoger ropa sucia y entregarla limpia, para lo cual íbamos pertrechadas de sendos carros de la compra. De aquellas incursiones se me ha quedado grabada una imagen: la de aquel piso oscuro y sucio de la calle Canarias, una habitación en penumbra con las persianas a medio echar y dos tipos fumando porros desnudos sobre un colchón tirado en el suelo. Sentí lástima por Arturo, y mucha más por su madre. Ninguno de los dos vive ya hace años.



18 de mayo de 2016

El 5 de Cavendish Square


Cavendish Square


La primera vez que estuve en Londres fue a principios de los noventa. Me enviaron allí junto a otra compañera a un curso de especialización en Derecho de la Competencia del que, tras una semana, el mejor provecho que obtuve fueron los apuntes mecanografiados que nos repartieron el último día -no sé por qué extraña razón, algunos extranjeros hablan aún más rápido cuando les pides por favor que lo hagan más despacio-.

Un compañero nos había recomendado alojarnos en hotelito español con encanto, "algo decadente pero de trato agradable y muy bien ubicado" en el West End, a 4 minutos a pie de la estación de metro de Oxford Circus. 

La elección no pudo ser más acertada. El Spanish Club resultó ser un edificio georgiano en una encantadora plaza, Cavendish Square, muy verde, bonita y elegante, que conservaba aún ese aire dieciochesco de sus orígenes. Al parecer, debe su nombre a Henrietta Cavendish-Holles, esposa del segundo conde de Oxford, propietario en el siglo XVIII de gran parte de los terrenos de la zona. En torno a los jardines edificaron en aquella época sus residencias buen número de aristócratas ingleses, y el nombre de la plaza tiene incluso reflejo en la literatura inglesa, pues aparece en el Dr Jekyll and Mr Hyde de Robert Louis Stevenson.



Número 5 de Cavendish Square


El edificio que alojaba el Spanish Club es el típico edificio londinense. El día que llegamos,me pareció algo triste, porque tanto por fuera como por dentro estaba algo anticuado y necesitado de reformas. Sobre la majestuosa escalera de la entrada colgaba un retrato de Alfonso XIII y sobre las paredes, fotografías históricas de algunos de los personajes que habían estado allí a su paso por Londres. En el gran salón al que se accedia por la escalera, la colonia española había recibido en el pasado a invitados ilustres, como Fidel Castro o el mismo Miguel de Unamuno, de quien una de las fotografías colgadas en la pared recordaba la cena homenaje que se le organizó en febrero de 1936.

Pero en aquella época remota el Spanish Club que yo conocí se había llamado de otra forma. Sus raíces estuvieron en el antiguo Centro Español de Londres, fundado en 1916 bajo la iniciativa particular del restaurador Antonio Martínez y un grupo  variopinto de españoles, entre ellos el periodista Ramiro de Maeztu. Inicialmente, la sede del Centro fue un desván abandonado en la planta superior de la vivienda de Antonio Martínez, en Wells Street, y no fue hasta pasada la gran guerra cuando adquirieron la sede del número 5 de Cavendish Square.

El objetivo inicial del Centro Español de Londres fue dotar a la comunidad española de Londres de un lugar de encuentro para fomentar las relaciones entre españoles, británicos y sudamericanos y promocionar la cooperación intelectual, económica y cultural entre sus países. Desde su nacimiento, el club contaba con un bar, un restaurante y alojamiento para viajeros españoles de paso en Londres.


Blanco y Negro, 17 de octubre de 1926.


En el desaparecido Centro Español de Londres en el que tuve la suerte de alojarme durante aquella semana, habían llegado a hospedarse durante la década de 1920 numerosos artistas españoles que viajaron a la ciudad para exponer sus obras; como Francisco Sancha, Ramón Calsina, Miguel Mackinlay y Evaristo Valle.

El pintor Gustavo de Maeztu vivió enLondres  entre 1918 y 1922, dejando también su huella en el 5 de Cavendish Square, como el tríptico "Iberia" y algún otro cuadro.

En la planta baja del edificio que yo conocí tenía su sede entonces la agencia EFE. En el primer piso estaba el restaurante, cuyas ventanas daban directamente sobre los árboles de la plaza. Recuerdo los desayunos allí como una de las cosas más agradables de mi estancia, untando el pan con mermelada de arándanos y grosellas como un personaje de Henry James.





Durante aquella semana de 1991 o 92 -como me ocurre tantas veces, he olvidado la fecha exacta-, asistíamos a clase por las mañanas y recorríamos la ciudad por las tardes. Una de estas, a nuestro regreso al hotel para descansar y cambiarnos de ropa, nos encontramos con una fiesta en la planta baja. No recuerdo tampoco si había sido organizada por la agencia EFE o por la Cámara de Comercio, pero sí que nos invitaron a unirnos a ella según entramos en el hall del número 5.

Al cabo de una hora, se organizó un gran revuelo. Scotland Yard obligó a desalojar el edificio porque habían recibido, al parecer, una llamada amenazando con una bomba supuestamente de ETA. La fiesta se trasladó al otro lado de la calzada, a los jardines de la plaza, donde no solo fuimos a parar invitados y camareros sino también los cristalinos recipientes de bebidas alcohólicas y muchas de las bandejas de comida. Pasó la tarde charlando y riendo en aquel parquecillo que recuerdo como sacado de una película de Sherlock Holmes, mientras veíamos enfrente a la policía inglesa afanarse en la búsqueda del supuesto artefacto -que por suerte nunca existió-. Finalmente cayó la noche, Scotland Yard dio por concluida la búsqueda, y pudimos regresar al hotel.

Cuatro años más tarde volví a Londres en viaje de placer, y como no, a alojarme en el Spanish Club. Esa segunda vez fueron dos semanas, y me pareció un lugar bastante más romántico. Supongo que porque iba mejor acompañada y hasta la mermelada me sabía más dulce.

Parece que el Spanish Club cerró sus puertas el 20 de septiembre de 1997, solo un año después de mi última estancia, y yo no me había enterado. En 2003, el viejo edificio de Cavendish Square se convirtió en un hotel de lujo y punto de reunión de la élite londinense, tras una importante restauración del edificio. Hoy en día sigue siéndolo, y además uno de los clubs nocturnos más exclusivos de Londres. Pero ya no me apetece tanto visitarlo de nuevo.


9 de mayo de 2016

La muchacha




Bilbao, 1961. Una joven merienda con sus amigos sentados a una mesa del Aterpe. Hace años que dejó su casa para instalarse en Bilbao, donde tiene un taller de costura en el que ella y varias empleadas también jóvenes hacen trajes y vestidos de novia para la alta sociedad bilbaína. En sus ratos de ocio le gusta ir al cine con sus amigos y subir al monte; de hecho ha ganado un par de copas como montañera en marchas reguladas, luciendo chirucas con faldas de vuelo.

Un hombre entra en el bar y se acerca a pedir un café en la barra. Y entonces la ve. Ella ríe a carcajadas con la broma de uno de sus acompañantes, mostrando una boca grande y perfecta. Le parece guapísima. Toma la cámara alemana que siempre lleva colgada del cuello y dispara. Al cabo de unos días, vuelve a visitar el Aterpe en varias ocasiones y recorre las calles de la zona, buscándola, hasta que por fin un día la joven aparece de nuevo con su grupo. Se acerca a ellos y le entrega azorado una de las fotografías que le había tomado.

Mi padre me había enseñado esa foto hace años. La tenía guardada en una caja con llave en la que escondía sus fotografías más preciadas y me la enseñó sin soltarla. Tiene que seguir en su casa o en el fondo de algún baúl del trastero.



29 de marzo de 2016

Los juegos

Cuando era pequeña, mi animal favorito era el caballo. Siempre deseé tener uno propio, preferiblemente un zaíno de capa rojiza y brillantes crines negras. Me parecían las criaturas más hermosas de la tierra, admiraba su figura esbelta, su agilidad y la elegancia de sus movimientos. En los veranos que pasábamos en el caserío, uno de los juegos preferidos que compartíamos mis hermanos y yo consistía en convertirnos por unas horas en nuestro animal favorito. El mío era siempre el caballo, por supuesto, mientras que mi hermana solía transformarse en una vaca pinta como las del abuelo, y mi hermano pequeño en un pastor alemán. Pasábamos horas caminando a cuatro patas por el pasto, fingiendo que masticábamos los brotes de hierba que tomábamos con los dientes, unas veces directamente y otras de un platillo que nos rellenábamos unos a otros, pues durante el juego trocábamos alternativamente nuestro papel de bestia a dueño. 

Nos paseábamos unos a otros, nos atábamos después a las argollas oxidadas de hierro que sobresalían de los muros de la casa. Relinchábamos, mugíamos y ladrábamos subiendo las patas delanteras. Mi abuela nos miraba al pasar en el transcurso de sus quehaceres, con una mueca entre la risa leve y la certeza de que el estado mental de sus nietos urbanitas era, como poco, delicado. Mi madre nos traía a veces la merienda en una bandeja que dejaba sobre la hierba, para que pudiéramos comerla a bocados sin usar las manos, como es normal en los cuadrúpedos.


Otro de nuestros pasatiempos predilectos era simular que íbamos de aventura al monte, lo cual era cierto hasta cierto punto, porque el monte al que subíamos estaba justo frente a la casa, pero a menos de 100 metros de la misma. Cuando llegábamos arriba saludábamos a gritos a mamá, que agitaba el brazo y nos veía sin dificultad desde el zaguán de la casa. Llevábamos con nosotros  un esku saski, la cesta de mimbre con asa que mi abuela utilizaba para ir al pueblo grande los días de mercado. Mi madre solía prepararla como si de verdad fuésemos a irnos lejos, colmándola de pan, queso, membrillo, chocolate y fruta.

Los primeros años siempre jugábamos solos, porque la distancia existente entre los caseríos diseminados por el monte y el carácter adusto que percibíamos en los caseros viejos, no estimulaban precisamente a la exploración en busca de otros niños en el vecindario. No tendría yo menos de 9 años y 7 mi hermano pequeño, cuando descubrimos que existían niños en un par de granjas a menos de un kilómetro. Conocimos así a los que serían nuestros compañeros de juegos en los siguientes veranos, tres hermanos, dos niñas y un niño, y ampliamos en su compañía el radio de acción de nuestras aventuras.

Recorríamos juntos los estrechos caminos que discurren aún hoy entre los bastos terrenos de cada casero, que entonces eran sendas de gravilla o de tierra y barro y hoy, manteniendo la misma estrechez imposible para el tráfico rodado, están en su mayoría asfaltadas. Nos acercábamos a la distancia máxima que el recelo nos permitía al caserío más alejado y más alto en el monte, sobre el que nuestro tío nos contaba historias de brujas por las noches después de cenar. Vivían en él una madre anciana con cuatro hijos varones también mayores y todos solteros, aunque desde el lugar más cercano al que nos atrevimos nunca a llegar, jamás divisamos indicio alguno de vida humana. La casa parecía estar desierta. 

Salíamos también del camino y nos adentrábamos en los bosques, pisando un lecho de agujas de pino y ramas pequeñas que siempre recuerdo crujiente bajo nuestros pies. Mi tío nos fabricaba escopetas con ramas de avellano, que llevábamos cargadas al hombro. Tenían más bien forma de arco, ya que estaban formadas por un palo grueso hueco en su mitad, con dos agujeros hacia los extremos en los que se insertaban las dos puntas de una vara fina y flexible. Llevábamos los bolsillos llenos de tacos de madera cilíndricos tallados a navaja, que usábamos como munición para disparar a los árboles, y nos hinchábamos a moras silvestres de las zarzas que crecían por todas partes, apiñadas en torno a los troncos de abetos y eucaliptus. Los días de más calor, seguíamos el curso del riachuelo que atravesaba una de las fincas del abuelo, hasta llegar a una poza. En el último trecho, el arroyo transcurría unos diez metros bajo un montículo de tierra, encanalado en una tubería de cemento. El caudal de agua era tan reducido que solíamos descalzarnos y atravesar la tubería a cuatro patas, en fila india, hasta salir a la charca.

Aquellos meses de verano que pasábamos como pequeños salvajes y regresábamos a la casa con las piernas arañadas por las zarzas y salpicadas de estiércol, nos llenaban de recuerdos para el resto del año, que pasábamos encerrados prácticamente en el piso de Madrid esperando el próximo verano. Últimamente recuerdo retazos de aquellos días, señal probablemente de que me hago mayor, aunque supongo que se debe sobre todo a que mi hijo ha comenzado a hacer más preguntas sobre mi infancia, nuestros juegos, y la familia que ellos no han llegado a conocer.


24 de marzo de 2016

A veces



A veces me pongo triste de repente. 


Porque suena una canción que prefiero no escuchar aunque un día me gustaba,
Porque la persona que más me ha querido ya no recuerda quién soy,
Porque veo la calle vacía desde mi ventana y quisiera estar mirando el mar, 
Porque se me olvidó sonreír de pronto cuando nadie miraba,
Porque nadie me dio los buenos días y ya es de noche,
Porque la soledad que elegí, hay días que pesa un poco más,
Porque nadie puede ser feliz todo el tiempo.

A veces me pongo triste, y en un momento todo cambia gracias a un recuerdo.

Recuerdo que alguien me besó ayer al despertarse,
Que una mujer mayor me dio las gracias por compartir su mesa en la terraza,
Que llegué tarde al trabajo y me sonrieron diciendo que estaban preocupados,
Que fui capaz de querer y decirlo sin miedo mientras pude,
Que sigo viva,
Que pude amar muchas veces y que algunas, también alguien me quiso,
Que alguien estaba triste y le saqué una sonrisa,
Que me sentía triste y vinieron a buscarme,
Que alguien pueda leer lo que yo escribo.





Sun is shinin' in the sky
There ain't a cloud in sight
It's stopped rainin', everybody's in a play
And don't you know, it's a beautiful new day, hey

15 de marzo de 2016

¿Machista yo?



Hoy he comido en la misma terraza donde como la mayoría de los días antes de volver a la oficina por la tarde. Charlaba con C y con dos chicos encantadores que también son habituales porque trabajan justo enfrente. Hablábamos del próximo concierto de Bruce Springsteen, de lo caras que están las entradas, y todo eso, cuando C, que tiene mi edad pero está bastante chapado a la antigua, se ha puesto a recordar los comentarios que hacía su padre hace 20 o treinta años cuando se les llenaba el bar de rockeros de pelo largo que venían a los primeros conciertos. "Mi padre siempre decía que les hubiera dado una buena hostia a todos esos con pinta de guarros", decía. Y lo decía con el tono de quien no puede estar más de acuerdo con su padre. Como sé que tiene dos hijas adolescentes, he intervenido para preguntarle cómo reaccionaría él si alguna de ellas se rapara la cabeza, por ejemplo, y me ha respondido que exactamente igual que su padre. Que esas tonterías se quitan con una buena hostia a tiempo. Le he dicho que era un poco burro, y le he contado que mi hija acaba de raparse la cabeza, y que como tiene dieciocho años, y sobre todo es su pelo, aunque no me haga mucha gracia no me queda otra que respetar su decisión. Su respuesta ha sido esta: “Tú dile que así no se va a echar novio. Y si no, verás lo rápido que se arrepiente cuando llegue uno que le guste y la diga que se cambie el pelo o no hay tu tía".

Le he dicho que era un anticuado y un machista. Que por supuesto, si un tío le dijera algo semejante a mi hija, trataría de convencerla por todos los medios de que se alejara de él inmediatamente. Porque nadie tiene derecho a intentar cambiarte; si no les gusta cómo somos, lo que tienen que hacer es darse la vuelta y buscar a alguien a su imagen. Y tampoco es obligatorio tener pareja. Si no nos quieren como somos, mejor que no nos quieran. Tengo la gran suerte de que todo esto no hace ninguna falta que se lo cuente a mi hija, porque lo sabe perfectamente.

Se ha cogido un berrinche tremendo porque le he llamado machista (mis dos acompañantes me han apoyado, aunque se reían porque le conocen y sabían que iba a picarse mucho. C ha estado de mala leche el resto del tiempo, refunfuñando cada vez que pasaba por mi lado algo parecido a "¡machista yo! que les cedo siempre el asiento a las mujeres y jamás he pasado por delante de una en una puerta... Estoy hasta los cojones de esa puñetera palabra, ¡machista yo! Mira, de verdad, como me vuelvas a decir algo así es que te… te... No me hagas hablar, ¿eh?”.

Esos son argumentos. No hay más peguntas, señoría. Qué lástima, señor...


11 de marzo de 2016

No es cuqui ser sociable, pero...



Siempre me han interesado mucho las personas. Me gustan, sí. Lo cual no sé si es bueno o es malo, porque pasamos mucho tiempo privados de ellas a lo largo de la vida. Unas veces por elección propia, otras no tanto. Yo misma, hay días que tengo que comer sola por fuerza y me hubiera ido a comer con cualquiera, y otros que lo elijo e invento cualquier excusa para no comer con ese compañero de siempre, Porque hoy no me apetece hacer concesiones y él apareció con el morro torcido, o sencillamente porque me siento contenta y decido obsequiar improvisadamente a esa parte elegida de mi soledad.

Sea como fuere, el caso es que me gusta mucho conocer personas. Charlar, adentrarme un ratito en otras vidas, tener la posibilidad de sentir esa fugaz alegría que genera el que alguien te incluya un instante en sus momentos hermosos. 

Las personas me proporcionan bastantes de esos momentos, que suelen ser casi siempre inesperados. Me gusta mucho por ejemplo esa gente que de pronto se pone a hablar con un desconocido derrochando amabilidad, y les brillan los ojos al hablar con un destello sincero. De entre estas raras joyas, las mejores suelen ser los ancianos. Una anciana que fuma sentada en la mesa de al lado, que sin que te lo esperes gira ligeramente la cintura con esfuerzo y te pone una mano delgadita y fría sobre el brazo, diciendo "pensarás que estoy loca, pero...". Lo que viene a continuación suele ser un recuerdo de juventud que quizá hasta ese momento había flotado dando tumbos solo en su cabeza. 

A mí me gusta escucharlas, y supongo que algo les hace saber que es así, porque no es la primera vez que me ocurre. La verdad es que tengo dos abuelitas de cabecera, que forman ya parte de mi paisaje casi casi cotidiano. Una suele acudir a la terraza acompañada de una mujer joven y morena, de acento latino, que escucha sus historias con una sonrisa y la trata con cariño y respeto. Eso también me gusta mucho, me siento feliz por la abuela, aunque es tan hermosa, tan encantadora e interesante que tampoco me sorprende.

La otra mujer vive en el portal contiguo y siempre aparece sola, apoyada en un elegante bastón de madera. Invariablemente me saluda con una preciosa sonrisa y pide un vino blanco mientras se enciende el primer pitillo. Algunas veces, al cabo de un rato pasa por allí un nieto suyo adolescente a saludarla y darle un beso. Muy de vez en cuando viene su hijo con su mujer y comen con ella. Una vez me los presentó; parecen majos, aunque tengo bastante claro que vienen menos de lo que ella quisiera.

Me gusta también quedar para desvirtualizar a alguien que he conocido en una red social y me cae bien, sin que se me pase por la cabeza que el otro, si es hombre, vaya a guardarse un par de condones en la cartera antes de salir de casa. Recuerdo que una vez una mujer me llamó ingenua por ello, pero aunque no esté de acuerdo, preferiría serlo en este caso. Solo una vez -¿o fueron dos?- me llevé una desagradable sorpresa, pero tampoco se hundió el Titanic. Ninguno de aquellos tipos merecía un café. Se despachan y listo.

No sé si os he dicho que me gustan las personas. Es que no me gusta ir pregonándolo por ahí, porque ahora es muy 'cuqui' presumir de asocial y, si me apuras, de mujer moderna que ha elegido vivir sola y pasar de los hombres. No parece ser tan mala idea, porque las que más presumen de ello parecen tener bastante éxito. Un día de estos aprenderé a hacer algún papel, a ver cómo se me da. De momento, sigo sin ser capaz y, la verdad sea dicha, soy demasiado vaga como para fingir.

Me gustan las personas, ¿sabes? Y la verdad es que me siento feliz de poder encontrar algunas de vez en cuando, suele ocurrir cuando menos lo espero. Aunque en realidad, puede que la vida sea más sencilla para los que no aman tanto hablar con otros.



22 de enero de 2016

De antenas, princesas y castillos




He quedado con tres amigos para comer en el local de Carlos, muy cerca de mi lugar de trabajo. Como siempre, llego unos minutos antes de la hora, aún sabiendo que ellos no llegarán antes de 15 minutos, pero no me importa. Me gusta llegar un rato antes y quedarme charlando con el dueño mientras me tomo la primera cerveza y me fumo un cigarro. Carlos agita los brazos desde la acera como si ayudara a aterrizar un avión mientras me ve bajar. Me da un beso en la frente –“buenos días princesa”- y pide una Alhambra 1925 por la ventanita que da al interior del bar. Mientras él va y viene entre las mesas llevando cartas, ceniceros y cubiertos y pegándome un pellizco en el moflete al pasar de vez en cuando –es de esos hombres torpemente cariñosos que cuando intentan hacerte un mimo te hacen daño-, escucho sin querer la conversación de dos mujeres sentadas detrás de mí. No es que yo tenga las antenas muy largas, sino que el volumen de sus voces es bastante escandaloso.

La que más habla empieza a relatarle a su amiga los festejos preparados para el cumpleaños de su hija, que no debe de tener más de ocho años. Mi asombro va en aumento a medida que escucho los puntos del programa de festejos. Habrá castillos hinchables y un grupo de animadores, soltarán cabritos (SIC; cachorros de la especie caprina), después un grupo de cochinillos (vivos, sin manzana en la boca ni nada, para el deleite correteador de los asistentes), y a continuación aparecerá un caballero medieval con su cota de malla, que nombrará solemnemente a la homenajeada “princesa Alina". Esto último me hace pensar que cuando bautizaron a la criatura ya tenían planificada una fiesta medieval.

No puse mucha atención al relato del menú, pero sí me quedé con el detalle de la tarta, que como en una boda cortará la niña con un “sable infantil”. Me parece un detalle de la organización que no le den una katana, la verdad. Imaginarme a una niñita rubia con coletas arremetiendo una tarta de Hello Kitty como Uma Thurman en Kill Bill era bastante grotesco.

- El caballero lleva espada y todo, y se la impone en los hombros, tía, mola mogollón -.

Tras los postres, el restaurante obsequiará a la niña, que a estas alturas se habrá convertido ya en un globo aerostático relleno de satisfacción y gozo, con una tablet o un móvil, a elegir por los padres pagadores.

- Todavía no lo he elegido, tía, ¿qué te parece a ti más adecuado? -.

Cuando por fin aparecen mis amigos, estoy ya achispada y bastante deprimida, porque supongo que todo este despropósito costará más o menos lo que costó mi boda, y a mí no me pusieron castillos hinchables ni me llamaron princesa.


28 de diciembre de 2015

El joven


Nació un 28 de diciembre, poco después de que su familia se trasladara a  vivir a Madrid. Nunca le gustó su fecha de nacimiento, que siempre dio lugar a chanzas. La primera de ellas el mismo día en que nació. Su padre creyó que los compañeros de trabajo le estaban gastando una broma aquel día, cuando le llamaron para decirle que acudiera al hospital porque su mujer estaba teniendo al pequeño de sus hijos. 

Fue otro 28 de diciembre, precisamente 28 años después, cuando la vida le jugó la peor pasada. Al salir en coche del restaurante donde trabajaba, la niebla lo dejó incrustado en la mediana de la autovía. Acababa de pagar con su novia la entrada de un piso y proyectaban reformarlo y casarse. Aquel 28 de diciembre se perdió para siempre el chico que había sido hasta entonces, por culpa de una lesión cerebral. Aquello fue el punto de inflexión de todas nuestras vidas. 

Su novia siguió unos cuantos años a su lado, turnándose con la familia para cuidarlo en los innumerables lugares por los que pasó en busca de un milagro. Hoy cumple 50 años. Sigue teniendo esos ojos negros jóvenes y risueños de siempre, y el pelo rizado y abundante, aún negro sin canas. Parece mentira que él también se haya hecho mayor. Aunque lo que de verdad me parece increíble y maravilloso, es que aquella chica que fue su novia desde la adolescencia, haya venido un año más a recogerle para ir a comer juntos por su cumpleaños. Es ella realmente la causa de que haya abierto hoy el blog para escribir esta entrada, con toda mi admiración.


4 de diciembre de 2015

Las primas


Tras una infancia solos en Madrid sin más familia cerca que mis padres, el día que enterramos en el pueblo a mi abuelo materno, mis hermanos y yo supimos que teníamos unos primos de nuestra edad. Eran cinco, hijos de una prima carnal de mi madre a la que tampoco conocíamos hasta entonces, y llevaban toda su vida viviendo a solo cinco kilómetros del caserío. Aquel día lluvioso de un agosto ochentero nos vimos por vez primera en el pequeño cementerio de la aldea, en torno al panteón de los abuelos. Había oído hablar mucho al abuelo Txomin de aquel lugar, con el que parecía estar muy ilusionado. Sobre todo con las vistas, ya que según él, desde allí se divisaba no solo la casa, sino el monte de enfrente, en cuya cima se podía ver el depósito de agua que llevaba el agua de lluvia hasta la cocina -lo había construido él con sus propias manos, fue la primera familia en tener agua corriente en la casa; todo un lujo, aunque a veces se obstruyesen las tuberías por culpa de un topo muerto o una lombriz demasiado gorda-.

El día del entierro marcó un cambio importante en mi vida. Me hice inseparable de mis nuevas primas gemelas, que tenían entonces como yo 20 años. Me integré en su cuadrilla, conocí las primeras fiestas de los pueblos de la zona, los conciertos de Kortatu, los ´gin-Kas´, el autostop, los primeros -y últimos - porros, las escapadas a Pamplona, y muchas tardes de charla en la cocina de su caserío. Tenían una granja avícola con más de 3.000 gallinas, que se adivinaba por el olor antes que por la vista, a menos de un kilómetro de distancia.

Con el paso del tiempo, mis primas y yo llegamos a ser incluso cuñadas, para gran disgusto de mis padres. No solo porque mi primo fuera bastante mayor que yo sino también, y sobre todo, porque tenía el pelo mucho más largo. Llevaba además en la parte de atrás, una coletilla estrecha hasta la cintura, como los restos del naufragio de una espesa melena que hubiera conocido tiempos mejores. Y barba. En aquella época en que aún no había sido concebido ningún hipster, la barba era muy poco habitual en los jóvenes, y la de Alberto llegaba casi hasta el pecho. Pobre madre mía. Alberto se presentó en Madrid varias veces a visitarme, alguna por sorpresa. Mi madre se metía tanto con él por sus pelos, que en una de sus visitas, cuando fui a recogerle a la antigua estación de autobuses de Alsa, no le reconocí. Se había cortado el pelo muy corto y afeitado barba y bigote. Ahí me di cuenta de que tenía los ojos realmente bonitos.

Creo que Alberto fue el primer novio que me puso un mote cariñoso:´txitxiburduntzi´, que en euskera quiere decir libélula. Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, aunque probablemente no es uno de los sobrenombres más afortunados a la hora de usar diminutivos. Pasé un año, creo recordar, escribiéndome cartas a diario con Alberto. Cartas larguísimas llenas de dibujos, por dentro y por fuera. En aquella época, yo intentaba ser siempre la primera en abrir el buzón, para no sufrir la vergüenza de que otros cogieran aquellos sobres llenos de dibujos, palabras, corazones atravesados y libélulas.

Fue una etapa muy bonita y divertida de mi vida, y como todas, también acabó. Con mi primo, sucedió cuando se lió con una chica de Pamplona que le quedaba bastante más cerca de casa, con el nada desdeñable ahorro en papel de cartas que ello suponía. Seguí viendo unos años a sus hermanas, sobre todo a una de ellas que venía mucho por Madrid a pasar temporadas y salía de marcha conmigo y mis amigos. Hice incluso de Celestina con ella, presentándole a un compañero de trabajo encantador que también estaba solo. Pero aquello también terminó, cuando yo misma fui consciente de los encantos del compañero, y con ello mi relación con las primas. Ni siquiera vinieron a nuestra boda, pero no se lo tuve en cuenta.