Cuando era pequeña, mi
animal favorito era el caballo. Siempre deseé tener uno propio, preferiblemente
un zaíno de capa rojiza y brillantes crines negras. Me parecían las criaturas más
hermosas de la tierra, admiraba su figura esbelta, su agilidad y la elegancia
de sus movimientos. En los veranos que pasábamos en el caserío, uno de los
juegos preferidos que compartíamos mis hermanos y yo consistía en convertirnos por unas horas en
nuestro animal favorito. El mío era siempre el caballo, por supuesto, mientras
que mi hermana solía transformarse en una vaca pinta como las del abuelo, y mi hermano pequeño en un
pastor alemán. Pasábamos horas caminando a cuatro patas por el pasto, fingiendo que masticábamos
los brotes de hierba que tomábamos con los dientes, unas veces directamente y otras de un platillo
que nos rellenábamos unos a otros, pues durante el juego trocábamos
alternativamente nuestro papel de bestia a dueño.
Nos paseábamos unos a otros, nos atábamos después a
las argollas oxidadas de hierro que sobresalían de los muros de la casa. Relinchábamos, mugíamos y ladrábamos subiendo las patas delanteras. Mi abuela nos miraba al pasar en el
transcurso de sus quehaceres, con una mueca entre la risa leve y la certeza de que el estado mental de sus nietos urbanitas era, como poco, delicado. Mi madre nos traía a veces la
merienda en una bandeja que dejaba sobre la hierba, para que pudiéramos comerla a bocados
sin usar las manos, como es normal en los cuadrúpedos.
Otro de nuestros
pasatiempos predilectos era simular que íbamos de aventura al monte, lo cual
era cierto hasta cierto punto, porque el monte al que subíamos estaba justo
frente a la casa, pero a menos de 100 metros de la misma. Cuando llegábamos
arriba saludábamos a gritos a mamá, que agitaba el brazo y nos
veía sin dificultad desde el zaguán de la casa. Llevábamos con nosotros un esku
saski, la cesta de mimbre con asa que mi abuela utilizaba para ir al pueblo
grande los días de mercado. Mi madre solía prepararla como si de
verdad fuésemos a irnos lejos, colmándola de pan, queso, membrillo, chocolate y
fruta.
Los primeros años siempre
jugábamos solos, porque la distancia existente entre los caseríos diseminados
por el monte y el carácter adusto que percibíamos en los caseros viejos, no
estimulaban precisamente a la exploración en busca de otros niños en el
vecindario. No tendría yo menos de 9 años y 7 mi hermano pequeño, cuando descubrimos
que existían niños en un par de granjas a menos de un kilómetro. Conocimos así
a los que serían nuestros compañeros de juegos en los siguientes veranos, tres hermanos, dos niñas y un niño, y ampliamos en su compañía el radio de acción de nuestras aventuras.
Recorríamos juntos los estrechos caminos que discurren aún hoy entre los bastos
terrenos de cada casero, que entonces eran sendas de gravilla o de tierra y barro
y hoy, manteniendo la misma estrechez imposible para el tráfico rodado, están en
su mayoría asfaltadas. Nos acercábamos a la distancia máxima que el recelo nos
permitía al caserío más alejado y más alto en el monte, sobre el que nuestro
tío nos contaba historias de brujas por las noches después de cenar. Vivían en él
una madre anciana con cuatro hijos varones también mayores y todos solteros,
aunque desde el lugar más cercano al que nos atrevimos nunca a llegar, jamás
divisamos indicio alguno de vida humana. La casa parecía estar desierta.
Salíamos también del camino y nos adentrábamos
en los bosques, pisando un lecho de agujas de pino y ramas pequeñas que siempre recuerdo crujiente bajo nuestros pies. Mi tío nos fabricaba escopetas con ramas de avellano,
que llevábamos cargadas al hombro. Tenían más bien forma de arco, ya que estaban
formadas por un palo grueso hueco en su mitad, con dos agujeros hacia los
extremos en los que se insertaban las dos puntas de una vara fina y flexible.
Llevábamos los bolsillos llenos de tacos de madera cilíndricos tallados a
navaja, que usábamos como munición para disparar a los árboles, y nos
hinchábamos a moras silvestres de las zarzas que crecían por todas partes,
apiñadas en torno a los troncos de abetos y eucaliptus. Los días de más calor, seguíamos el
curso del riachuelo que atravesaba una de las fincas del abuelo, hasta llegar a
una poza. En el último trecho, el arroyo transcurría unos diez metros bajo un
montículo de tierra, encanalado en una tubería de cemento. El caudal de agua
era tan reducido que solíamos descalzarnos y atravesar la tubería a cuatro
patas, en fila india, hasta salir a la charca.
Aquellos meses de verano que
pasábamos como pequeños salvajes y regresábamos a la casa con las piernas
arañadas por las zarzas y salpicadas de estiércol, nos llenaban de recuerdos
para el resto del año, que pasábamos encerrados prácticamente en el piso de
Madrid esperando el próximo verano. Últimamente recuerdo retazos de aquellos
días, señal probablemente de que me hago mayor, aunque supongo que se debe sobre todo a que mi
hijo ha comenzado a hacer más preguntas sobre mi infancia, nuestros juegos, y la
familia que ellos no han llegado a conocer.
Como nos reíamos los rurales de los de la ciudad. Y más si eran de Madrid.
ResponderEliminarMe imagino a los del caserío muriéndose de risa viéndoos a cuatro patas y comiendo hierba.
Nosotros éramos muy crueles con los de la capi.
Eso sólo me duró mis 10 primeros años de mi vida luego me convirtieron en uno de los vuestros.
Un beso, Izaskum.👍
Muchas gracias, Nacho, nunca fallas!
ResponderEliminarLa verdad es que las nuestras no eran unas vacaciones de pueblo pueblo, no había calles ni pandillas que se rieran de los veraneantes porque el caserío de los abuelos está distante del pueblo unos dos kilómetros. Pero ya os vale! ;-)
Qué veranos más hermosos, Izas. Me ha recordado a Pippi. Y a Ana de Tejas Verdes.
ResponderEliminarMuchas gracias, Pececito! Y bienvenida. No he leído el de ´Ana de las tejas verdes´pero considero un honor tu comentario. Un besito.
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