En la adolescencia, pasé unos
años haciendo teatro en un grupo amateur dirigido por la madre de una de mis
amigas del colegio. Doña Elena había pertenecido a la Sección Femenina de
Falange, dedicándose a actividades relacionadas con la literatura y las artes.
Era bastante mayor, porque había tenido a mi amiga Elena por sorpresa a los
cincuenta, cuando ya era madre de tres muchachos adolescentes.
Cuando teníamos 13 años, doña
Elena organizó aquel grupo de teatro que al principio integramos únicamente cinco
amigas del colegio. Poco tiempo después, reclutó a un grupo de chicos en el
colegio masculino de San Antón, que estaba en Malasaña y ahora ya no existe. Hoy
en día el edificio se ha convertido en la sede del Colegio Oficial de
Arquitectos.
El fichaje de los chicos supuso para mí dejar de hacer los papeles
masculinos que siempre me tocaban gracias a mi altura, y para todas nosotras en
general el alborozo de la primera pandilla mixta y los primeros flirteos –nuestro
colegio era lo que entonces se conocía como “institución femenina”, como la
mayoría en aquella época-.
Doña Elena adaptaba los guiones
de las obras, que nos pasaba mecanografiados en su Olivetti para que los
fuéramos estudiando. Ensayábamos en su casa por las tardes al salir de clase, mientras
merendábamos bizcochos con chocolate, y de vez en cuando dábamos una representación,
en residencias de ancianos, parroquias y colegios.
A finales de los años 70, nuestros
amigos del San Antón comenzaron a alternar el teatro con la actividad política,
metiéndose tres de ellos en Fuerza Nueva. A Federico, el más guapo, le vimos
alguna vez en la tele sujetando el mástil de una enorme bandera junto a Blas
Piñar, orgulloso y estirado con su camisa azul y su gorra roja. Mis amigas y
yo, por aquellas fechas ya habíamos cambiado por decisión propia el colegio de
monjas por el instituto. Aquello supuso un disgusto para nuestras familias, aunque
afortunadamente nos dieron su consentimiento. El instituto era también
femenino, pero fue una bocanada de aire fresco para nuestras cabezas. Comenzamos también a
interesarnos por la política, y a mantenernos en forma corriendo delante de los
grises. Una de las cosas más tristes fue que, una vez, nos tocó correr delante
de nuestros compañeros de escenario. Aquello no tuvo ninguna gracia, y el grupo
de teatro acabó desapareciendo.
A doña Elena le debo el disfrute
de aquellos años leyendo y ensayando teatro, más que las propias
representaciones –yo era muy tímida, y quería que me tragase la tierra cada vez
que el telón estaba a punto de abrirse-. Nos llevó también muchas veces a ver
teatro de verdad y nos presentó a colegas del mundillo en los festivales
internacionales a los que nos llevaba cada año en el Palacio de Congresos.
Por aquellas casualidades de la
vida, tres de mis amigas de aquel grupo se casaron entre los 18 y los 19 años,
convirtiéndose en madres en seguida. Doña Elena me tenía mucho cariño, y siguió
llamándome a veces para que la acompañara a la casa de uno de sus hijos mayores.
Arturo vivía en una especie de piso comuna, y la buena mujer acudía allí de vez
en cuando a recoger ropa sucia y entregarla limpia, para lo cual íbamos
pertrechadas de sendos carros de la compra. De aquellas incursiones se me ha
quedado grabada una imagen: la de aquel piso oscuro y sucio de la calle
Canarias, una habitación en penumbra con las persianas a medio echar y dos tipos
fumando porros desnudos sobre un colchón tirado en el suelo. Sentí lástima por
Arturo, y mucha más por su madre. Ninguno de los dos vive ya hace años.