22 de septiembre de 2014

La maleta bajo la cama



La suave brisa mece los cabellos de María, sentada al sol en el porche de su casa. Un sol suave de principios de otoño, que acaricia su rostro sin quemarlo. Espera a su nieta, cuya llamada llorosa ha recibido hace un rato. Acaba de sufrir su primera decepción amorosa y está convencida de que el amor no existe, que es un engaño, que jamás volverá a creer en un hombre. Cuando la muchacha llega hasta ella, María decide contarle una historia de amor que conoció hace algún tiempo. 

"Hace años, una muchacha llamada Clara encontró una carta entre las páginas de un libro que había tomado prestado en la biblioteca. Era una carta de amor, tan hermosa que la hizo emocionarse. Descubrió que la carta no tenía un destinatario cuya privacidad hubiera que proteger, puesto que se trataba de una obra literaria. Averiguó el nombre del autor y decidió publicarla en la revista local en la que trabajaba, citando al mismo. Su artículo recibió centenares de comentarios emocionados y, un día, el mismísimo autor de la carta se puso en contacto con Clara para agradecerle su interés y las numerosas muestras de afecto recibidas del público.

Aquel preciso día en que Clara y Javier se conocieron gracias a la carta, se estableció entre ambos una conexión especial y una relación de confianza de las que no surgen con frecuencia en la vida. Comenzaron teorizando sobre la vida, el amor y las ilusiones perdidas, y al cabo de sólo unos días mostraron los primeros síntomas de enamoramiento. Él, que -según sus palabras- acababa de salir de una larga relación apagada por la rutina y la falta de ilusiones compartidas, parecía el más ilusionado de ambos. Al principio, Clara tenía muchas reservas a iniciar una relación en esos momentos, pero no pudo evitar dejarse llevar por el entusiasmo de Javier, y acabo poniendo todo su ser en compartir con él nuevos proyectos e ilusiones. 

Al cabo de dos meses, al acercarse el cumpleaños de Clara, él le entregó anticipadamente su regalo: un romántico viaje juntos, su primer viaje. Comenzaron a prepararlo con bastante antelación y mucha ilusión -en teoría- compartida. Ella se ocupó de los detalles y, poco a poco, fue preparando su maleta con el mayor de los primores, para que todo fuera nuevo y hermoso, como aquel amor que se estaba gestando. 

El día antes de su partida, Javier estuvo muy esquivo. No sólo no llamó a Clara como tenía por costumbre, ni le envió varios mensajes diciéndole cuánto la echaba de menos, sino que tampoco cogió el teléfono cuando ella le llamó, inquieta, a mediodía. Esa noche, cerca ya de las 12, cuando Clara esperaba noticias suyas ya en pijama, con la maleta cerrada junto a su cama, recibió por fin su llamada. Javier había pasado la tarde con su ex novia, y se había dado cuenta de que ya no podía, no quería, ir con ella de viaje. 

Clara lloró solamente una vez: mientras escuchaba las disculpas de Javier, que sonaban en su cabeza como si se tratara del argumento de un melodrama que le estuviera ocurriendo a otra persona. A continuación, colgó el auricular del teléfono, deshizo rápidamente su maleta y la guardó, vacía, debajo de su cama. En aquel momento, pensó que jamás iba a reponerse de la faena más grande que ningún hombre le hubiera hecho y que, precisamente, le acababa de hacer el único en cuyo amor había creído ciegamente. Sin embargo, no hay analgésico más efectivo que la decepción. Gracias a ello, no hubo más lágrimas desde entonces. 

Con el tiempo, Clara fue comprendiendo que, probablemente, ella no había sido la única engañada en esa historia. Era muy posible que él se hubiera engañado también a sí mismo todo el tiempo, deseando sentir de nuevo la ilusión perdida años antes. Posiblemente, ella no había sido más que un daño colateral involuntario."

Acabado el relato, María toma la mano de su nieta, que ha estado escuchando atentamente la narración. El amor, le dice, no deja de existir porque alguien no nos quiera. Ni porque nos haya querido y deje de hacerlo. A veces también la culpa es nuestra, por querer ver amor donde sólo hay ilusiones edificadas sobre cimientos de cristal. Otras veces, alguien intenta salir de una historia de la que se siente dependiente, buscando desesperadamente ilusionarse en otra nueva, y esto siempre es un error. Uno de los errores más grandes que podemos cometer. Además de injusto con la persona que hace las funciones de segundo clavo, sin tener la más remota idea de su papel en la historia.

- En cualquier caso, mi querida niña -dice María a su nieta dulcemente- no dejes nunca de creer en el amor. Te aseguro que algún día lo conocerás, como también hizo Clara tiempo después de aquello. Y como yo. Anda, ve un momento a mi cuarto y trae aquí el retrato de tu abuelo que tengo sobre la mesilla-.

La muchacha se dirigió hacia el dormitorio de su abuela, rodeó la gran cama para llegar hasta la mesita de noche y, al inclinarse para tomar la fotografía, se golpeó el pie con algo duro, dejando escapar un grito ahogado. Se puso de rodillas, levantó el faldón de la colcha y descubrió, bajo la cama, una pequeña maleta de viaje. Vacía. 


27 de junio de 2014

Adiós, Ana María


Hace dos días, mientras trabajaba, me enteré de la muerte de Ana María Matute. Una gran pérdida para el mundo de las letras, en el que consiguió galardones tan importantes como el Cervantes, el premio Nacional de las Letras, el Planeta y el Nadal. Para mí personalmente, su fallecimiento supone la pérdida de la persona a quien debo mi afición a la escritura y, concretamente, a los cuentos. Fue leyendo sus cuentos de niños tristes y desamparados que nacieron en mí el amor por el género y el deseo de escribir. A los 12 años, inspirada por los suyos, comencé a escribir mis primeros cuentos cortos, y una novelita a la que pomposamente titulé "La mansión de Cheventry". Casi todos ellos -novela incluida- se han perdido en varias mudanzas, mías y de mis padres. Lo mismo que la mayoría de los cuentos que muchos años después inventé para mis hijos, y que nunca llegué a escribir. Lo que no se perdió nunca es la inspiración que le debo a esta mujer tan importante en mi vida. Aunque en los últimos años, sean más los ratos que paso sumida en la frustración del folio en blanco que en la escritura.

Gracias, maestra. Descansa en paz.


30 de mayo de 2014

Los escombros de lo efímero


Cuántas veces había escuchado a su madre, desde que era apenas un chaval de pantalones cortos y rodillas descarnadas, que nada es para siempre. Y sin embargo, había tenido que llegar a la cuarentena para comprenderlo realmente. Tanto tiempo creyendo que la felicidad emanaba de la permanencia  de las posesiones: poseer a alguien y ser poseído, contar con una casa, un coche o un buen despacho. Y ahora que, de repente, no poseía casi ninguna de esas cosas, su vida transcurría de forma apacible y, la mayoría de los días, salía a la calle con una sonrisa en su rostro y un brillo infantil en la mirada. Ya no esperaba nada de nadie, sabiendo que todos iban de paso por su vida. Procuraba no sentirse triste ante lo efímero de las presencias amables, que en los últimos tiempos pasaban fugazmente de camino hacia otros destinos. Solía pensar que todos ellos habían caído por azar a su lado, como viajeros de un tren de largo recorrido que tuviera que detenerse por accidente en un apeadero no programado. No esperaba que nadie decidiera quedarse; se consideraba sencillamente afortunado por cada pequeño gesto de cariño recibido. Todos habían sido un regalo extraordinario. 

Sentado sobre una roca frente a aquel mar de color gris que rizaba su superficie con el viento, comprendió que ahora, con los bolsillos más vacíos que nunca, era razonablemente feliz. Porque había aprendido, casi sin darse cuenta, a guardar los escombros, las virutas de los momentos felices. Ahora que todo en su vida era efímero, bastaba agradecer, simplemente, que pasara.  


19 de abril de 2014

Aún me necesitan. O no.



Mi hijo lleva fuera de casa 12 días. Es la primera vez que viaja sin sus padres. no porque hayamos sido de unos padres excesivamente protectores en ese sentido, sino porque hemos respetado siempre sus deseos a la hora de trazar los planes vacacionales. Y estos chicos, no sé por qué, nunca han querido ir ni siquiera de campamento. Ahora el pequeño está en Nueva York, de intercambio. Ha viajado con otros 22 compañeros de clase y con tres padres voluntarios del AMPA. Salvo contadas excepciones, mi vida durante estos días se centra en recibir noticias suyas, generalmente a través de los tres padres acompañantes, que cada día nos envían fotografías e información sobre los chicos. 

Hoy he tenido noticias de mi hijo. Aleluya.


En cuanto he recibido la notificación de su mensaje de whatsapp, he pegado un brinco llevada por el impulso del amor materno. Se acuerda de mí -he pensado-, le apetece contarme lo bien que lo está pasando, decirme que tiene ganas de volver, que me quiere, dejarme tranquila respecto a su fiebre de los primeros días, sentir el contacto tranquilizador de su madre... 

Ay. Una lágrima vibra indecisa en el borde de mis pestañas. Abro el mensaje.

- ¡Mamá! ¿Me metiste dólares en algún otro sitio aparte de la cartera y el bolsillo de la maleta?!

Muero de amor...

Y me pregunto también si debo de llamar al dentista para una revisión, a su vuelta de Nueva York. El tercer escondite que utilicé para los dólares era su bolsa de aseo.



8 de abril de 2014

Por qué escribo



Hace unos días escribí unos versos y los publiqué, como alguna otra vez, en Twitter, para desear buenas noches. Normalmente suelo dejar una cita de algún poeta, pero muy de vez en cuando, me asaltan las ganas de escribir algo propio. La última noche que lo hice, alguien leyó mis versos de aficionada sin pretensiones y los criticó al día siguiente, sin mencionarme directamente -no era necesario-. 

La crítica iba dirigida a la poca vergüenza de quienes escriben unas frases cortas con rima y creen que eso es hacer poesía. No puedo estar más de acuerdo con el fondo: admiro demasiado a los poetas, como para llegar a creer que lo que yo hago a veces, sea algo ni remotamente comparable. Sin embargo, no deja de parecerme curioso, y enormemente aventurado, que tales críticas vengan de alguien sin la sensibilidad ni los conocimientos de métrica suficientes como para agrupar cuatro palabras en un ripio. Nada sorprendente, por otra parte, puesto que aventurarse a criticar lo que ni de lejos somos capaces de hacer nosotros mismos, es un deporte muy español.

¿Por qué escribo, entonces, siendo perfectamente consciente de que no soy Shakespeare? La respuesta es bien sencilla y admite diversas opciones, a cuál más cierta. La primera razón es la más directa y fácil de responder: escribo, señores míos, porque me da la real gana. A partir de ahí, podría aducir otros motivos, como todas esas sensaciones agradables que la escritura me ha regalado, esos momentos bajos de los que escribir me ha ayudado a salir  y volver a plantarme una sonrisa en la cara. El último de mis motivos, quizá, es que hay algunas personas que aprecio y por las que me siento apreciada, que me animan a seguir escribiendo. Además, la mejor escuela de escritores es la práctica. Y, aunque no haya de llevarnos a ninguna parte, al menos el camino recorrido es lo suficientemente agradable por sí mismo como para no dejar que crezcan en él las malas hierbas. 

¿Qué te gustaría haber sido si hubieses podido elegir una profesión diferente? Novelista. ¿Qué es lo que más alegría te produce cuando te sientes triste? Escribir. ¿En qué te agradaría ser especialmente hábil? Escribiendo. He aquí mis respuestas. 

Dudo mucho que ningún poeta vaya a retorcerse en su tumba por culpa de mis escritos. No creo que a nadie haga daño que utilicemos nuestra libertad para escribir lo que nos venga en gana, para experimentar con palabras, ritmos y métricas. Además, la palabra escrita tiene una enorme ventaja, y es que este es uno de esos ámbitos en los que el ser humano puede ejercer su libertad, escogiendo lo que desea leer y lo que no. Es tan sencillo elegir una lectura, tan fácil saltar de un libro a otro, como de un perfil a otro de Twitter. Razón ésta por la cuál me resulta de todo punto inútil y ciertamente estúpido, obligarse a sufrir con los ripios de alguien que no nos agrada.

Por mi parte, sólo me queda añadir una cosa: a ti que me lees, GRACIAS.


7 de abril de 2014

Sueña




La noche es mi consuelo,
La negra luz del día.
Lugar donde los sueños
despliegan rebeldías,

Donde nuestros desvelos
se tornan naderías,
y las grandes pasiones
lo normal de la vida.

No te rindas, mi dueño,
no cejes, vida mía,
Si te quedas te enseño
a soñar todavía.


26 de febrero de 2014

Que nunca te haga sentir culpable




Pensó que quizá no debería haberle hablado de aquella manera, pero estaba tan enfadada... 

-¿Cuánto tiempo llevaré aquí?-, se preguntó. Estaba oscuro, muy oscuro. No como cuando oscurece y el cielo está nublado, y cuesta ver las siluetas de los árboles y los charcos del camino, sino mucho más oscuro: totalmente negro. Y ese silencio... El silencio más profundo y brutal que había escuchado nunca. No se escuchaba siquiera el sonido del silencio. Si se quedaba muy quieta, conseguía escuchar su propia respiración.

Sentía los hombros agarrotados y un leve hormigueo recorría sus brazos, que comenzaban a adormecerse. Intentó flexionar las piernas, pero su rodilla chocó contra algo y tuvo que dejar de intentarlo. 

Pensó que, en cualquier caso, él no tardaría en venir a buscarla. Siempre volvía. La perdonaba siempre. Antes de lo que pensaba, la sacaría de allí y la llevaría a casa abrazándola por el camino. Y todo estaría bien, como antes. Aunque si era sincera consigo misma, la verdad es que las cosas habían ido mucho mejor en otra época: cuando ella hacía siempre lo que él le pedía. Con los años, se había vuelto terca y desobediente, y él no tenía más remedio que enfadarse con ella muchas veces. Por su bien. Porque él la quería muchísimo, de eso estaba segura. Además, se lo decía con frecuencia.

-Volverá enseguida-, pensó. -Seguro que me perdona, me dará una nueva oportunidad de hacer las cosas bien, como a él le gustan-. 

-Ay, pero ¿por qué tarda tanto? ¿Y por qué no recuerdo nada del último día? Y este dolor de cabeza... Dios, que venga pronto-.

Sentía más frío, y una terrible humedad que le calaba los huesos. Intentó cubrirse el cuerpo con los brazos, pero ya no podía moverlos. Le costaba también respirar, y empezaba a tener sueño, mucho sueño. Pensó que podía dormir un poco mientras esperaba que él viniera a buscarla. Tal vez cuando despertase de nuevo, ya no le dolería tanto la cabeza.



_ . _ . _ . _ . _



Los perros tiraban con fuerza de sus correas mientras corrían impacientemente entre los árboles. El inspector se apresuraba para alcanzarlos, siguiendo a sus hombres por la senda. Por fin, los animales se detuvieron junto a un muro de piedra mohosa. Allí, al pie de un viejo almendro, la tierra presentaba el aspecto de haber sido removida no hacía mucho. 

Estuvieron cavando una media hora, hasta que las palas chocaron contra algo duro. Encontraron una ruda caja de pino. En su interior, el cuerpo de una mujer joven y aún hermosa. Su cabello era largo y rojizo, salvo en la parte posterior de su cabeza, donde una mancha marronácea sugería un fuerte golpe en el cráneo.

Se llamaba Enya.



(Fotografías: Oleg Oprisco).


24 de febrero de 2014

Déjame cuando llueva




El día en que se marchaba,
sobre sus ojos llorosos,
caía fina la lluvia,
desdibujando su rostro.


Nadie supo que lloraba,
ni siquiera los curiosos.


9 de enero de 2014

Versos perversos





Hasta la vista

Que si nunca lo fui, tú sí lo eras
Si es que también valoras ser amado.
Que si a ti ya te sobra, alguien lo quiera
Que si ya no lo quieres, lo regalo.

Si vuelves del olvido

Surgirás del silencio un nuevo día
Como si hubiese sido ayer tu último beso
Y querrás que parezca que no había
Olvido, o más que eso.

Al final


¿Y sabes qué te digo, 

Amigo mío?
Aunque no fuera cierto 

Lo he vivido
Creyendo hasta el final 

Lo que he sentido.
De los dos por lo tanto

Yo he vencido.


La cama vacía

Cuando en la mañana
Extiendo mi mano,
Tocando tu ausencia
Creo que fue un sueño.
Mas llega de pronto
Tu olor y comprendo:
Te tuve,
Lo sé.
Y ya no te tengo.



No es amor, y así me vale

Pensé yo que te amaba en ese instante
Te eché de menos dos días más tarde
Creo que no es amor, y así me vale
Lo que dura un momento inolvidable.


Hoy tampoco te llamé

Foto de aquí

Ha salido el sol. No lo tenías previsto, lo sé. Probablemente habías encargado un día gris para mí. Uno de esos en los que me pongo nostálgica y pienso que te necesito, y acabo marcando tu número. Me desperté y estaba lloviendo, pero ¿sabes qué hice? Eché las cortinas para ignorar la lluvia, permanecí dentro de casa con las luces prendidas y la música bien alta. Y me sentía tan a gusto... Y por fin, hace un rato, he percibido el brillo del sol tras las cortinas. ¡Sí! He apagado las luces y he abierto bien las ventanas, para dejarme bañar por los rayos que llegaban hasta mi butaca preferida (esa sobre cuyos brazos te lloré tantas veces). No entraba demasiada luz, pero sí la suficiente. Porque creo que no llegaste a enterarte de que ahora, desde hace un tiempo, las cosas más pequeñas son capaces de darme las alegrías más grandes. Sobre todo desde que aprendí a encontrarlas por mí misma.


18 de diciembre de 2013

Happy Christmas

Fotografía de aquí

La mesa había quedado perfecta. El mantel de damasco de su abuela reflejaba los guiños dorados de la luz de las velas. El candelabro de plata, las copas de Bohemia que había adquirido en aquella escapada a Praga cuatro años antes, los cubiertos de plata con sus iniciales, regalo de su padre por su graduación universitaria; todo estaba listo. Miró el reloj, y le pareció que las nueve y media era una buena hora para dar por iniciada la cena de Nochebuena. Se sirvió un a copa de vino y se sentó a cenar. La televisión emitía un programa especial en el que los actores parecían pasarlo muy bien. '¿Cuánta gente estará escuchando realmente lo que dicen?´, se preguntó.

Después de cenar, se sirvió un whisky con hielo y se sentó en la butaca frente al televisor. Al cabo de un tiempo, que no debió de ser poco por el entumecimiento de su brazo, la despertó el timbre del teléfono. Era él. Pobre... decía que la echaba mucho de menos, que le hubiera gustado pasar esa noche con ella, pero como ya sabía, no podía ser. Su mujer, los críos, sus hermanos, la familia política y un par de amigos cenaban en su casa, como cada año. Volvió a decirle lo mucho que hubiera deseado estar ahí con ella, y brindar, y besarse entre plato y plato. Prácticamente las mismas frases que en las últimas ocho navidades. Había acabado asumiendo que la vida era así, y que el sufrimiento es algo que el amor ha de llevar siempre implícito. 

´Tengo que dejarte ahora, me llaman. Y no estés triste´ -le había dicho él antes de colgar-, ´ya queda menos para después de Reyes, y tú sabes que te quiero más que a nada. Lo sabes, ¿verdad?´. Sí. Siempre respondía que sí, desde hace ocho años. Los mismos que llevaba queriendo creerlo, los mismos que llevaba detestando su soledad en aquel apartamento. Pero no quería pensar en ello. Recogió la mesa y se fue a la cama. Antes de apagar la luz, tomó en sus manos la fotografía enmarcada de la mesita de noche. Era ella, con unos cuantos años menos. Guapa y sonriente, con un brillo en la mirada que ya no recordaba haber tenido, aparentemente feliz. Al mirarla, se dio cuenta de que casi no se reconocía. Hacía tanto tiempo que no sonreía cuando no estaba con él...

´Feliz Navidad´, dijo mirando a la joven de la foto. 

29 de septiembre de 2013

Gracias, soledad

 
"Qué afortunada eres, se te ve feliz", habían sido sus palabras. Palabras que ella escuchó con estupor, pues venían de alguien a quien consideraba una de las personas más afortunadas de entre sus amigos y conocidos. Madre de una gran familia, amada y respetada por su pareja, sus hijos y hasta la familia política. Exitosa en el trabajo, gozaba de una vida muy cómoda y con ciertos lujos. Y esta mujer era quien le hablaba a ella sobre la suerte que tenía.

Ella, que acababa de separarse de su pareja tras casi veinte años juntos y dos hijos. Que acababa de descubrir que otro hombre que la había querido en la sombra, también había dejado de hacerlo, o probablemente nunca lo había hecho. Ella que no vivía con lujos, y gastaba más de lo que tenía por el mero placer de pasar tiempo con las personas a las que amaba, de verlos sonreír y reír con ellos. Que pasaba muchas tardes cuidando a una anciana mientras sus amigas jugaban al pádel o recibían clases de baile.

Pero su amiga tenía toda la razón. Aquella mañana de domingo de inicios de otoño, sola en su casa por segunda vez en la vida, dando un repaso a todo lo que había vivido y ante el panorama desconocido que ahora tenía ante ella, se sentía afortunada. Por primera vez era dueña de su vida, era libre y se sentía a gusto consigo misma. Y había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, de los pequeños momentos felices, de esa soledad tan nueva y deseada, de la paz. Ahora que estaba aprendiendo a no esperar nada de los otros, que sabía que ninguno de quienes la rodeaban pensaría más en ella que ella misma, empezaba por fin a sentirse, cada día, un poquito más feliz. Y eso, valía mucho más que estar acompañado. Por suerte.

 

1 de septiembre de 2013

La margarita


(He tomado prestada la imagen de aquí)

Había salido a pasear sola por el campo, en dirección al acantilado. No hacía demasiado calor, el sol calentaba su rostro como una agradable caricia. Hacía tanto tiempo que nadie la acariciaba que le hacía sentirse feliz. A medida que ascendía por el camino hacia la loma, la brisa marina era cada vez más perceptible y el aire jugaba con los mechones de pelo que se le escapaban de la coleta. Cerca ya del acantilado, le llamó la atención una margarita solitaria. La tomó entre sus dedos y arrancó el primer pétalo

- Me quiere..-.

Entonces, oyó un quejido muy leve, y la voz suave de la margarita comenzó a hablarle.

- ¡Espera! Por favor, no me arranques más pétalos, estoy segura de que no es necesario. ¿Te has parado a pensar que si realmente no estuvieras segura de la respuesta a esa pregunta, ya la tendrías?-.

- No. No la tengo. Y no puedo soportar más la duda. Por eso necesito que me ayudes a saberla-.

- Pero chiquilla, cuando alguien te ama es imposible no sentirlo. El amor hacia uno es como esta brisa que te despeina y golpea suavemente tus mejillas, como este sol que te hace cosquillas en la nariz. Cuando es amor, siempre se sabe. Cuando venís con dudas, soléis traer con vosotros la certeza de una respuesta que no queréis ver. Para empezar, ¿le has preguntado a él?-.

- Sí. Muchas veces. Y no quiere responderme-.

- Bueno, eso ya es una respuesta. Alguien que te quiere no te niega las palabras, ni permite que no seas feliz viviendo con dudas. Se preocupa por tu felicidad y hace todo lo posible por verte sonreír. Te propongo una cosa: si consigo ayudarte a que te respondas tú misma, no me quitarás más pétalos, ¿te parece?-.

- De acuerdo- dijo la muchacha. Se sentó sobre la hierba, colocando la margarita sobre su falda, y escuchó.

- Dime, ¿él te hace feliz, te mima, se esfuerza para que te sientas bien?-.

- A veces sí. Otras veces, me hace daño, pero creo que no tiene la culpa. Que la culpa es mía, porque le agobio-.

- Nadie es culpable de amar, y nadie merece ser tratado como un objeto de segunda mano. Eres una princesa, y tiene que haber unos cuántos príncipes deseando hacerte feliz, querida. Le estás disculpando, y lo sabes bien. Dime, ¿vive su vida contigo?-.

- No. Tiene otras obligaciones. Vive con otras personas, pero pasa algún tiempo conmigo-.

- ¿Hay algo que le impida vivir contigo, o fue su propia elección la que le llevó a vivir sin ti? Y, cuando estáis separados, ¿permanece cercano, se preocupa por tus cosas, por tu estado de ánimo, por tu felicidad?-.

- Fue su decisión. Y no, ya no se preocupa por saber si estoy bien, ni me llama cuando estamos lejos. Pero está muy ocupado, seguro que me echa de menos aunque no lo diga-.

- Cariño, no se trata de lo que uno diga, sino de lo que haga. Y él no lo hace. Creo que ya tienes tu respuesta, que la tienes hace tiempo y te negabas a verla. Lo único que necesitas es ser consciente de lo fuerte que eres, y hacer lo que sabes que debes hacer. No dudes de que eres preciosa, y mereces a alguien que sepa darse cuenta de ello y quererte. Dime, ¿de verdad necesitas arrancarme los brazos?-.

La muchacha soltó una lágrima. El aire era cada vez más fuerte y la secó enseguida de su rostro. Dio las gracias a la margarita, se puso en pie, sacudió su falda y siguió caminando hacia el borde del acantilado. Sentado allí, con los pies colgando hacia fuera, había un muchacho. Moreno, de piel tostada, mirando hacia el horizonte. Se sentó a pocos metros de él mirando hacia el mar. No pasó mucho tiempo hasta que él se pusiera de pie y se acercara a invitarla a bajar juntos a la playa. Su mirada era profunda y brillante. Y sincera. Se dio cuenta de que hacía muchos años que no veía una mirada tan sincera. Y sonrió.

 
   

18 de agosto de 2013

El final de la nostalgia

(Foto de Marcin Kesek)

He aprendido -tarde, como siempre, aunque está claro que hacerse mayor tiene este tipo de ventajas-, que muchas veces alimentamos la añoranza de las personas de forma equivocada. A veces, nos empeñamos en creer que la persona a quien echamos de menos es más importante para nosotros de lo que en realidad es. Y no contentos con ello, imaginamos que nos echa de menos de igual manera. Que la vida es tan injusta que mantiene alejados a dos seres que desean estar juntos, que se extrañan. La impotencia que brota en nosotros de esta ilusión romántica, es la que nos impulsa a echar de menos en exceso. A sentir la pena de que algo especial, no pueda llegar a ser. Creyendo que la otra parte lo desea de la misma manera. Pero tarde o temprano la vida, que sigue su curso sin compasión y no vive de ilusiones, nos va poniendo delante las pruebas de nuestra descabellada fantasía -nadie que te eche de menos permanecería alejado tanto tiempo, ni preferiría estar en otro sitio, ni dejaría pasar varios días sin saber si estás bien-. Y en el mismo momento en que descubrimos que el otro no nos extraña tanto como imaginábamos, que su vida sigue tan feliz como antes de cruzarse con la nuestra, aunque no esté en ella hace tiempo, llega la desilusión y la tristeza. Y el enfado con uno mismo por haber sido tan estúpido como la lechera del cuento. Parece que la pena no vaya a pasar nunca, pero pasa. Y un día, de pronto, sientes como si un enorme peso se liberara de tu cuerpo. Eres consciente de que dejaste de echar de menos en exceso, de que tu vida es tuya y es preciosa. Y ya no tienes que sentirte triste por él, al menos. Y de pronto descubres que ya no sufres. Porque no se puede echar de menos algo que no existe. Porque el hecho de saber que no era algo recíproco, te libera de sentir esa lástima por la otra parte. Y así, de la manera más tonta, dejas de sentir añoranza al saber que nadie te esperaba al otro lado del puente, y vuelves a ser feliz. Tú. Contigo. Ahora, por fin, en tu lado, reina la tranquilidad. Nunca es tarde, y realmente tú te la merecías hace tiempo. Ahora sí: VIVE.


9 de julio de 2013

Los finales nunca vienen solos


Estaban juntos, como tantas otras veces, paseando de la mano y riendo. Reían mucho. Ambos tenían un sentido del humor muy parecido. A ella le encantaban sus bromas, y era raro el día que no soltara varias carcajadas en su compañía. Él, que en el fondo era un chico bastante triste, también reía mucho cuando estaba junto a ella. Reír y besar, eran dos de las cosas que mejor se les daban. Él se puso frente a ella, la miró a los ojos con una de esas miradas que ella había confundido con algo distinto tantas y tantas veces, y la apretó en un abrazo.

En ese momento, ella abrió los ojos. Estaba en su cama, sola. Se frotó los ojos, desilusionada, y permaneció un rato tumbada boca arriba, mirando en el techo el baile de luces y sombras provocado por la luz de la farola. Todo había sido un sueño: Él también se había ido en cierto modo. A su lado, ochenta centímetros de sábanas sin arrugar y una mesilla de noche sin despertador, libro ni gafas de cerca.

Fue uno de esos despertares en los que uno siente nítidamente sobre el pecho el peso de la soledad, como el de aquella montaña de mantas que te echaba encima la abuela en invierno en la casa del pueblo. Una soledad en parte deseada y necesaria, y en parte sobrevenida con la desilusión y el conocimiento, al fin, de una verdad dolorosa mucho tiempo disfrazada. 

Después de toda una vida viviendo en compañía, había muchas cosas por hacer, muchas maneras de sacar partido a estar sola. Así que se dijo que, aunque no le gustaba mucho el aspecto de su nueva compañera, debía de intentar llevarse bien con ella ya que iban a compartir habitación durante un tiempo. Quién le hubiera dicho, unas horas antes, que los finales nunca viene solos. Que a pesar de sus años, seguía confundiendo la amistad y la atracción con otros sentimientos. Tal vez -se dijo-, aprovechando las vacaciones, debería apuntarse a algún curso en el que enseñaran a conocer a las personas bien antes de encariñarse en exceso con ellas. Era lo mejor que podía regalarse, si quería salir de esta. Porque una cosa era ser fuerte para sobrevivir a un final, pero a dos al mismo tiempo... era otro cantar.


2 de julio de 2013

Vértigo

(He tomado la foto de aquí)
 
Por más que uno lo haya meditado durante horas, meses e incluso años, por más que sean elegidos, los cambios producen vértigo al más pintado. Cambiar de trabajo -aunque bajo el panorama actual del mercado laboral en este país esto es algo que puede sonar utópico y pretencioso- produce vértigo ante lo desconocido. El miedo a no ser capaz de afrontar los nuevos desempeños, el temor a las nuevas relaciones interpersonales, a los nuevos jefes...

Pero, ¿y si en lugar de dejarnos abatir por los miedos, abrimos la puerta a la ilusión? Puede que un cambio de actividades después de unos cuántos años repitiendo las mismas día tras día nos anime. Puede que el nuevo entorno nos ayude a ampliar nuestros círculos sociales. Y además, lo más seguro es que vayamos a aprender cosas nuevas. Si todo esto es posible, y lo es, tendremos más probabilidades de que ocurra realmente si afrontamos el cambio con ilusión. A mí, casi siempre me funciona.

Un cambio de estado sentimental es otra de esas situaciones que pueden producir vértigo, miedos y sentimientos desestabilizantes, cuya intensidad suele ser, en mi opinión, directamente proporcional al tiempo que hayamos pasado compartiendo nuestra vida con el otro. A pesar de que uno tenga el total convencimiento de que la ruptura es la mejor salida -incluso a veces la única-, de que ya no hay posibilidad de volver atrás, el momento definitivo en que la persona que ha compartido tu vida durante 10, 15 o 20 años cierra la puerta por fuera y abandona el hogar, es duro. Todo el aplomo y la seguridad que unos meses antes te hacían ver que era inevitable y necesario, parecen esfumarse también por la rendija inferior de esa puerta. Y por un instante, que puede durar minutos, semanas o meses, te invade el vértigo. Y pulula a sus anchas por tu cabeza sembrando decenas de dudas. Y si...?, y si...?

Dudar no es malo. Lo malo, lo peligroso, es que las dudas y los miedos nos bloqueen y nos impidan seguir Viviendo. Que nos detengan y nos vuelvan conformistas, que nos lleven a intentar alargar artificialmente la vida de algo que, sabemos, ya no da más de sí. Qué bueno sería saber guardar el recuerdo de los buenos momentos compartidos (algunos de ellos fueron sin duda los más felices de nuestra vida) y tratar de olvidar todos los malos. Y decir adiós mirando hacia el futuro con ilusión. Detenerse un instante, aspirar hondo, soltar el aire y sonreír. Los cambios siempre traen consigo cosas buenas.  
 


Nota: El vídeo que había elegido para esta entrada era otro, pero he querido cambiarlo por este, que un buen amigo me ha enviado después de leerla, y me parece perfecto. Muchas gracias C. Abrazos.

2 de abril de 2013

Qué importa


(Foto: Tullius Heuer)


Qué importa que me quieras si no quieres quererme
Qué más da que en la noche te repitas mi nombre
Si al llegar la mañana te sacudes el sueño
Desterrando un recuerdo que empañaba tu paz.

Qué importa que me quieras si no quieres quererme
Que luches con tus ganas cuando a veces me ves
Que digas que te cuesta dejar de responderme
Si sabes que al no hacerlo, me duele el corazón.

Qué importa que me quieras si no quieres quererme
Qué importa que sonrías cuando me tienes cerca
Si me acerco y te escapas, aprisa por no verme
Porque mi cercanía no la deseas más.

Qué importa que me quieras si no quieres quererme
Que demuestres tus celos cuando conozco el mundo
Cuando busco los besos, al fin, de cualquier otro
Porque aunque no me quieras, no me dejas partir.

Qué importa que me quieras si no quieres quererme
Qué importa si es con otra con quien quieres dormir
Y apretarte a su cuerpo intentando olvidarme
Y borrar el recuerdo de mi olor en su piel.

Qué importa todo ahora que lloras mi partida
Susurrando un "te quiero" que nunca te escuché.



15 de enero de 2013

Pastillas para no soñar

Fotografía: Anna Adén, vía Cultura Inquieta


Leía hace unos días una entrada de mi amiga Mercè Roura en su blog La rebelión de las palabras, en la que habla de la capacidad para desprenderse de las ataduras y ser uno mismo, iluso muchas veces pero al fin y al cabo vivo y ardiente. Me gustó mucho, como todo lo que ella escribe, porque tiene una mente incansable y prodigiosa y maneja el lenguaje con una soltura para mí envidiable. Me gustó, y me hizo reflexionar. Sobre lo efímero de esta única vida que tenemos, sobre tanta y tanta gente que muere sin haber vivido, sobre los riesgos que entraña vivir apartando miedos y tomando trenes. 

Confiar en la gente, perseguir ilusiones, devolver sonrisas sin pensar que probablemente la que nos han mostrado, no es más que un gancho para atraparnos, para hacernos daño cuando hayamos bajado nuestras barreras... todo esto conlleva muchos riesgos. Por eso tal vez, los seres humanos cargamos sobre nuestras espaldas con tantos miedos. Porque del mismo modo que en los primeros tiempos, el miedo ayudó a nuestros ancestros a defenderse contra los predadores, hoy en día sigue siendo el miedo quien nos dice "no tomes ese tren... puedes salir lastimado".

Vivir la vida tal como llega, confiar en las personas, ilusionarse por amor, soñar despierto, son actitudes que indudablemente pueden llegar a causar dolor, porque ponemos nuestro yo más auténtico y vulnerable en manos de los otros. Unas veces saldrá bien, y otras, nos destrozarán el corazón como un papel de seda arrugado entre las manos. Nos llevaremos algunas decepciones, pero también un buen puñado de vivencias positivas. Francamente, creo que merece más la pena una vida de verdad que no dure cien años, que una larga vida anodina y segura, sin sobresaltos, taquicardias, aventuras e inseguridades que nos acompañen cuando partamos.

Como dijo hace más de cien años Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom: "Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas".





Pastillas para no soñar (J. Sabina)


Si lo que quieres es vivir cien años
No pruebes los licores del placer.
Si eres alérgico a los desengaños
Olvídate de esa mujer.
Compra una máscara antigas,
Mantente dentro de la ley.
Si lo que quieres es vivir cien años
Haz músculos de cinco a seis.

Y ponte gomina que no te despeine
El vientecillo de la libertad.

Funda un hogar en el que nunca reine
Más rey que la seguridad.
Evita el humo de los puros,
Reduce la velocidad.
Si lo que quieres es vivir cien años
Vacúnate contra el azar.
Deja pasar la tentación
Dile a esa chica que no llame más
Y si protesta el corazón

En la farmacia puedes preguntar:
¿tiene pastillas para no soñar?

Si quieres ser Matusalén
Vigila tu colesterol
Si tu película es vivir cien años,
No lo hagas nunca sin condón.
Es peligroso que tu piel desnuda

Roce otra piel sin esterilizar,
Que no se infiltre el virus de la duda
En tu cama matrimonial.

Y si en tus noches falta sal,

Para eso está el televisor.
Si lo que quieres es cumplir cien años
No vivas como vivo yo.



Si tú supieras

(He tomado la foto de aquí)

Julia llega a casa agotada tras un día como muchos otros: nuevos informes que realizar en el trabajo, llamada de la tutora del niño solicitando una reunión urgente -la tercera del trimestre-, revisión con la niña en el ortodoncista, llevar prendas a la tintorería, hacer la compra, pasar por casa de su madre tras recibir una llamada de socorro por culpa de una gotera... Lo único que le apetece es que lleguen las once.

Después de cenar los cuatro juntos, se aísla durante unos minutos del mundo dándose una ducha. El contacto del agua templada alivia su cuerpo cansado. Permanece varios minutos inmóvil bajo el chorro de agua con la mente en blanco, dejando que ésta golpee su cabeza y deleitándose de esos escasos momentos a solas. Después, se seca lentamente y se pone un camisón y un kimono que le trajo Roberto de uno de sus viajes de negocios, hace mucho tiempo. Un rato más tarde, una vez acostados los niños, es él quien le da las buenas noches con el habitual beso fugaz en los labios, pidiéndole como siempre que no tarde mucho en acostarse.

Las once. Julia está por fin sola en el salón de su casa, hecha un ovillo en su sillón preferido, y enciende el portátil que ha apoyado sobre su regazo. En la televisión, de fondo, se suceden las imágenes de una película romántica en blanco y negro, una de sus favoritas. Cinco minutos más tarde, la ventana de chat emerge en su pantalla: 

- Buenas noches Julia-.

Una sonrisa ilumina su rostro, el cansancio acumulado queda en el olvido y la alegría la inunda, de pronto. Hoy, exactamente igual que las primeras veces, hace ya más de un año. Por suerte, siempre está sola a esas horas. Si alguien viera su cara en esos momentos, sabría lo feliz que se siente, libre y dueña de su vida. Disfruta los minutos como si el día estuviera empezando, en lugar de estar casi acabado, y responde:

- Buenas noches Johnny-.

Comienzan a charlar, se cuentan lo que han hecho desde la noche anterior, sus sueños, sus deseos, y también, tímidamente, sus sentimientos. Obvian hablar sobre los otros: las personas con las que comparten su vida. Ella le cuenta que le ha echado de menos, él le dice que ha pensado en ella mientras sonaba una de sus canciones en la radio del coche. Fantasean sobre ese viaje que quisieran hacer juntos si pudieran verse, si vivieran cerca uno del otro, si fueran libres. Hablan y hablan durante más de dos horas, que a ella se le antojan apenas minutos.

- Tengo que irme, es ya muy tarde-, dice ella al fin, sin muchas ganas. -Sí, acuéstate ya. Pensaré en ti antes de dormirme, imaginando que te abrazo muy fuerte- contesta él - Mañana te esperaré aquí, a la misma hora. Buenas noches, Julia-.

- Buenas noches, Johnny, un beso-. 

Julia apaga su portátil, la televisión y las luces del salón y se dirige apresurada hacia el dormitorio, quitándose el kimono por el pasillo. Son casi las dos de la madrugada y la casa se ha quedado fría. Siente un escalofrío. Al llegar a su cama, se mete casi de puntillas, procurando no despertar a Roberto. No quiere que esto ocurra, porque teme que pueda mirar la hora en el reloj de la mesilla y preguntarle qué ha estado haciendo hasta tan tarde. A ella no le gusta mentirle, no sabe cómo es capaz de ocultarle lo que está viviendo a sus espaldas y es consciente de que le duele engañarle.

Se acuesta de costado casi al borde de la cama y recuerda cada una de las frases de la conversación mantenida con Johnny, mientras mira distraídamente hacia la ventana. La persiana no está completamente bajada, y entre sus tablas se filtra la claridad de la farola. A su lado, Roberto yace también de costado. Hace sólo un minuto que ha apagado también su portátil y se ha metido en la cama deprisa, sabiendo que ella estaba a punto de llegar. Y permanece inmóvil, junto a ella, aspirando el perfume a melocotón que desprende la piel de su mujer, y pensando en el brillo renovado de sus ojos desde que comenzó a hacer esta locura, hace más de un año.

- Julia, si tú supieras...-.





Hoy, 16 de enero, mi amigo Gabriel Aúz, cuyo blog os recomiendo vivamente, me ha sugerido este vídeo de Jorge Drexler para ilustrar la entrada, y no me ha podido parecer más acertada su idea. Espero que os guste: