9 de mayo de 2016

La muchacha




Bilbao, 1961. Una joven merienda con sus amigos sentados a una mesa del Aterpe. Hace años que dejó su casa para instalarse en Bilbao, donde tiene un taller de costura en el que ella y varias empleadas también jóvenes hacen trajes y vestidos de novia para la alta sociedad bilbaína. En sus ratos de ocio le gusta ir al cine con sus amigos y subir al monte; de hecho ha ganado un par de copas como montañera en marchas reguladas, luciendo chirucas con faldas de vuelo.

Un hombre entra en el bar y se acerca a pedir un café en la barra. Y entonces la ve. Ella ríe a carcajadas con la broma de uno de sus acompañantes, mostrando una boca grande y perfecta. Le parece guapísima. Toma la cámara alemana que siempre lleva colgada del cuello y dispara. Al cabo de unos días, vuelve a visitar el Aterpe en varias ocasiones y recorre las calles de la zona, buscándola, hasta que por fin un día la joven aparece de nuevo con su grupo. Se acerca a ellos y le entrega azorado una de las fotografías que le había tomado.

Mi padre me había enseñado esa foto hace años. La tenía guardada en una caja con llave en la que escondía sus fotografías más preciadas y me la enseñó sin soltarla. Tiene que seguir en su casa o en el fondo de algún baúl del trastero.



29 de marzo de 2016

Los juegos

Cuando era pequeña, mi animal favorito era el caballo. Siempre deseé tener uno propio, preferiblemente un zaíno de capa rojiza y brillantes crines negras. Me parecían las criaturas más hermosas de la tierra, admiraba su figura esbelta, su agilidad y la elegancia de sus movimientos. En los veranos que pasábamos en el caserío, uno de los juegos preferidos que compartíamos mis hermanos y yo consistía en convertirnos por unas horas en nuestro animal favorito. El mío era siempre el caballo, por supuesto, mientras que mi hermana solía transformarse en una vaca pinta como las del abuelo, y mi hermano pequeño en un pastor alemán. Pasábamos horas caminando a cuatro patas por el pasto, fingiendo que masticábamos los brotes de hierba que tomábamos con los dientes, unas veces directamente y otras de un platillo que nos rellenábamos unos a otros, pues durante el juego trocábamos alternativamente nuestro papel de bestia a dueño. 

Nos paseábamos unos a otros, nos atábamos después a las argollas oxidadas de hierro que sobresalían de los muros de la casa. Relinchábamos, mugíamos y ladrábamos subiendo las patas delanteras. Mi abuela nos miraba al pasar en el transcurso de sus quehaceres, con una mueca entre la risa leve y la certeza de que el estado mental de sus nietos urbanitas era, como poco, delicado. Mi madre nos traía a veces la merienda en una bandeja que dejaba sobre la hierba, para que pudiéramos comerla a bocados sin usar las manos, como es normal en los cuadrúpedos.


Otro de nuestros pasatiempos predilectos era simular que íbamos de aventura al monte, lo cual era cierto hasta cierto punto, porque el monte al que subíamos estaba justo frente a la casa, pero a menos de 100 metros de la misma. Cuando llegábamos arriba saludábamos a gritos a mamá, que agitaba el brazo y nos veía sin dificultad desde el zaguán de la casa. Llevábamos con nosotros  un esku saski, la cesta de mimbre con asa que mi abuela utilizaba para ir al pueblo grande los días de mercado. Mi madre solía prepararla como si de verdad fuésemos a irnos lejos, colmándola de pan, queso, membrillo, chocolate y fruta.

Los primeros años siempre jugábamos solos, porque la distancia existente entre los caseríos diseminados por el monte y el carácter adusto que percibíamos en los caseros viejos, no estimulaban precisamente a la exploración en busca de otros niños en el vecindario. No tendría yo menos de 9 años y 7 mi hermano pequeño, cuando descubrimos que existían niños en un par de granjas a menos de un kilómetro. Conocimos así a los que serían nuestros compañeros de juegos en los siguientes veranos, tres hermanos, dos niñas y un niño, y ampliamos en su compañía el radio de acción de nuestras aventuras.

Recorríamos juntos los estrechos caminos que discurren aún hoy entre los bastos terrenos de cada casero, que entonces eran sendas de gravilla o de tierra y barro y hoy, manteniendo la misma estrechez imposible para el tráfico rodado, están en su mayoría asfaltadas. Nos acercábamos a la distancia máxima que el recelo nos permitía al caserío más alejado y más alto en el monte, sobre el que nuestro tío nos contaba historias de brujas por las noches después de cenar. Vivían en él una madre anciana con cuatro hijos varones también mayores y todos solteros, aunque desde el lugar más cercano al que nos atrevimos nunca a llegar, jamás divisamos indicio alguno de vida humana. La casa parecía estar desierta. 

Salíamos también del camino y nos adentrábamos en los bosques, pisando un lecho de agujas de pino y ramas pequeñas que siempre recuerdo crujiente bajo nuestros pies. Mi tío nos fabricaba escopetas con ramas de avellano, que llevábamos cargadas al hombro. Tenían más bien forma de arco, ya que estaban formadas por un palo grueso hueco en su mitad, con dos agujeros hacia los extremos en los que se insertaban las dos puntas de una vara fina y flexible. Llevábamos los bolsillos llenos de tacos de madera cilíndricos tallados a navaja, que usábamos como munición para disparar a los árboles, y nos hinchábamos a moras silvestres de las zarzas que crecían por todas partes, apiñadas en torno a los troncos de abetos y eucaliptus. Los días de más calor, seguíamos el curso del riachuelo que atravesaba una de las fincas del abuelo, hasta llegar a una poza. En el último trecho, el arroyo transcurría unos diez metros bajo un montículo de tierra, encanalado en una tubería de cemento. El caudal de agua era tan reducido que solíamos descalzarnos y atravesar la tubería a cuatro patas, en fila india, hasta salir a la charca.

Aquellos meses de verano que pasábamos como pequeños salvajes y regresábamos a la casa con las piernas arañadas por las zarzas y salpicadas de estiércol, nos llenaban de recuerdos para el resto del año, que pasábamos encerrados prácticamente en el piso de Madrid esperando el próximo verano. Últimamente recuerdo retazos de aquellos días, señal probablemente de que me hago mayor, aunque supongo que se debe sobre todo a que mi hijo ha comenzado a hacer más preguntas sobre mi infancia, nuestros juegos, y la familia que ellos no han llegado a conocer.


24 de marzo de 2016

A veces



A veces me pongo triste de repente. 


Porque suena una canción que prefiero no escuchar aunque un día me gustaba,
Porque la persona que más me ha querido ya no recuerda quién soy,
Porque veo la calle vacía desde mi ventana y quisiera estar mirando el mar, 
Porque se me olvidó sonreír de pronto cuando nadie miraba,
Porque nadie me dio los buenos días y ya es de noche,
Porque la soledad que elegí, hay días que pesa un poco más,
Porque nadie puede ser feliz todo el tiempo.

A veces me pongo triste, y en un momento todo cambia gracias a un recuerdo.

Recuerdo que alguien me besó ayer al despertarse,
Que una mujer mayor me dio las gracias por compartir su mesa en la terraza,
Que llegué tarde al trabajo y me sonrieron diciendo que estaban preocupados,
Que fui capaz de querer y decirlo sin miedo mientras pude,
Que sigo viva,
Que pude amar muchas veces y que algunas, también alguien me quiso,
Que alguien estaba triste y le saqué una sonrisa,
Que me sentía triste y vinieron a buscarme,
Que alguien pueda leer lo que yo escribo.





Sun is shinin' in the sky
There ain't a cloud in sight
It's stopped rainin', everybody's in a play
And don't you know, it's a beautiful new day, hey