20 de junio de 2016

Me enamoré en el metro un par de veces


Stanley Kubrick, New York City Subway

Me enamoré en el metro un par de veces,
En la línea 1 y en la 4.
Los únicos flechazos que he tenido,
Los amores más cortos hasta ahora.

El trayecto es tan largo cuando ocurre
Que no sabes qué hacer con las manos,
las piernas y los ojos.
Paseas la mirada nerviosa por la gente,
Estudias el croquis de la línea pegado sobre la puerta,
Te arreglas el bajo de la falda,
El pelo, el bolso;
Juntas los pies, cruzas las piernas,
Sabiendo que te mira todo el tiempo.

Y vuelves a mirarlo.
Imaginas su vida, su oficio, sus zapatos,
Porque solo aciertas a verle desde el cuello.
Te preguntas si tendrás que volver mañana a la misma hora para verlo
O si debes seguirlo cuando baje.

Le miras, te está mirando;
Sonríes y él sonríe.
Sientes la cara ardiendo por las sienes
Y retiras los ojos nuevamente;
Miras al niño que juega enfrente,
A un señor con su bolsa de deportes,
A una monja,
Como si te interesara enormemente lo que hacen.

Repites el mismo ritual en Goya, en Colón, en Alonso Martínez,
Y en San Bernardo, al abrirse las puertas, él se baja.
Te mira desde el andén sonriendo una última vez.

Y dejas que se pierda para siempre
Sin mover un músculo para seguirlo.
Y esa noche anotas en tu diario
"Hoy perdí un amor, de nuevo".



19 de mayo de 2016

El teatro, la Sección Femenina y Fuerza Nueva




En la adolescencia, pasé unos años haciendo teatro en un grupo amateur dirigido por la madre de una de mis amigas del colegio. Doña Elena había pertenecido a la Sección Femenina de Falange, dedicándose a actividades relacionadas con la literatura y las artes. Era bastante mayor, porque había tenido a mi amiga Elena por sorpresa a los cincuenta, cuando ya era madre de tres muchachos adolescentes.

Cuando teníamos 13 años, doña Elena organizó aquel grupo de teatro que al principio integramos únicamente cinco amigas del colegio. Poco tiempo después, reclutó a un grupo de chicos en el colegio masculino de San Antón, que estaba en Malasaña y ahora ya no existe. Hoy en día el edificio se ha convertido en la sede del Colegio Oficial de Arquitectos. 

El fichaje de los chicos supuso para mí dejar de hacer los papeles masculinos que siempre me tocaban gracias a mi altura, y para todas nosotras en general el alborozo de la primera pandilla mixta y los primeros flirteos –nuestro colegio era lo que entonces se conocía como “institución femenina”, como la mayoría en aquella época-.

Doña Elena adaptaba los guiones de las obras, que nos pasaba mecanografiados en su Olivetti para que los fuéramos estudiando. Ensayábamos en su casa por las tardes al salir de clase, mientras merendábamos bizcochos con chocolate, y de vez en cuando dábamos una representación, en residencias de ancianos, parroquias y colegios.

A finales de los años 70, nuestros amigos del San Antón comenzaron a alternar el teatro con la actividad política, metiéndose tres de ellos en Fuerza Nueva. A Federico, el más guapo, le vimos alguna vez en la tele sujetando el mástil de una enorme bandera junto a Blas Piñar, orgulloso y estirado con su camisa azul y su gorra roja. Mis amigas y yo, por aquellas fechas ya habíamos cambiado por decisión propia el colegio de monjas por el instituto. Aquello supuso un disgusto para nuestras familias, aunque afortunadamente nos dieron su consentimiento. El instituto era también femenino, pero fue una bocanada de aire fresco para nuestras cabezas. Comenzamos también a interesarnos por la política, y a mantenernos en forma corriendo delante de los grises. Una de las cosas más tristes fue que, una vez, nos tocó correr delante de nuestros compañeros de escenario. Aquello no tuvo ninguna gracia, y el grupo de teatro acabó desapareciendo.

A doña Elena le debo el disfrute de aquellos años leyendo y ensayando teatro, más que las propias representaciones –yo era muy tímida, y quería que me tragase la tierra cada vez que el telón estaba a punto de abrirse-. Nos llevó también muchas veces a ver teatro de verdad y nos presentó a colegas del mundillo en los festivales internacionales a los que nos llevaba cada año en el Palacio de Congresos.

Por aquellas casualidades de la vida, tres de mis amigas de aquel grupo se casaron entre los 18 y los 19 años, convirtiéndose en madres en seguida. Doña Elena me tenía mucho cariño, y siguió llamándome a veces para que la acompañara a la casa de uno de sus hijos mayores. Arturo vivía en una especie de piso comuna, y la buena mujer acudía allí de vez en cuando a recoger ropa sucia y entregarla limpia, para lo cual íbamos pertrechadas de sendos carros de la compra. De aquellas incursiones se me ha quedado grabada una imagen: la de aquel piso oscuro y sucio de la calle Canarias, una habitación en penumbra con las persianas a medio echar y dos tipos fumando porros desnudos sobre un colchón tirado en el suelo. Sentí lástima por Arturo, y mucha más por su madre. Ninguno de los dos vive ya hace años.



18 de mayo de 2016

El 5 de Cavendish Square


Cavendish Square


La primera vez que estuve en Londres fue a principios de los noventa. Me enviaron allí junto a otra compañera a un curso de especialización en Derecho de la Competencia del que, tras una semana, el mejor provecho que obtuve fueron los apuntes mecanografiados que nos repartieron el último día -no sé por qué extraña razón, algunos extranjeros hablan aún más rápido cuando les pides por favor que lo hagan más despacio-.

Un compañero nos había recomendado alojarnos en hotelito español con encanto, "algo decadente pero de trato agradable y muy bien ubicado" en el West End, a 4 minutos a pie de la estación de metro de Oxford Circus. 

La elección no pudo ser más acertada. El Spanish Club resultó ser un edificio georgiano en una encantadora plaza, Cavendish Square, muy verde, bonita y elegante, que conservaba aún ese aire dieciochesco de sus orígenes. Al parecer, debe su nombre a Henrietta Cavendish-Holles, esposa del segundo conde de Oxford, propietario en el siglo XVIII de gran parte de los terrenos de la zona. En torno a los jardines edificaron en aquella época sus residencias buen número de aristócratas ingleses, y el nombre de la plaza tiene incluso reflejo en la literatura inglesa, pues aparece en el Dr Jekyll and Mr Hyde de Robert Louis Stevenson.



Número 5 de Cavendish Square


El edificio que alojaba el Spanish Club es el típico edificio londinense. El día que llegamos,me pareció algo triste, porque tanto por fuera como por dentro estaba algo anticuado y necesitado de reformas. Sobre la majestuosa escalera de la entrada colgaba un retrato de Alfonso XIII y sobre las paredes, fotografías históricas de algunos de los personajes que habían estado allí a su paso por Londres. En el gran salón al que se accedia por la escalera, la colonia española había recibido en el pasado a invitados ilustres, como Fidel Castro o el mismo Miguel de Unamuno, de quien una de las fotografías colgadas en la pared recordaba la cena homenaje que se le organizó en febrero de 1936.

Pero en aquella época remota el Spanish Club que yo conocí se había llamado de otra forma. Sus raíces estuvieron en el antiguo Centro Español de Londres, fundado en 1916 bajo la iniciativa particular del restaurador Antonio Martínez y un grupo  variopinto de españoles, entre ellos el periodista Ramiro de Maeztu. Inicialmente, la sede del Centro fue un desván abandonado en la planta superior de la vivienda de Antonio Martínez, en Wells Street, y no fue hasta pasada la gran guerra cuando adquirieron la sede del número 5 de Cavendish Square.

El objetivo inicial del Centro Español de Londres fue dotar a la comunidad española de Londres de un lugar de encuentro para fomentar las relaciones entre españoles, británicos y sudamericanos y promocionar la cooperación intelectual, económica y cultural entre sus países. Desde su nacimiento, el club contaba con un bar, un restaurante y alojamiento para viajeros españoles de paso en Londres.


Blanco y Negro, 17 de octubre de 1926.


En el desaparecido Centro Español de Londres en el que tuve la suerte de alojarme durante aquella semana, habían llegado a hospedarse durante la década de 1920 numerosos artistas españoles que viajaron a la ciudad para exponer sus obras; como Francisco Sancha, Ramón Calsina, Miguel Mackinlay y Evaristo Valle.

El pintor Gustavo de Maeztu vivió enLondres  entre 1918 y 1922, dejando también su huella en el 5 de Cavendish Square, como el tríptico "Iberia" y algún otro cuadro.

En la planta baja del edificio que yo conocí tenía su sede entonces la agencia EFE. En el primer piso estaba el restaurante, cuyas ventanas daban directamente sobre los árboles de la plaza. Recuerdo los desayunos allí como una de las cosas más agradables de mi estancia, untando el pan con mermelada de arándanos y grosellas como un personaje de Henry James.





Durante aquella semana de 1991 o 92 -como me ocurre tantas veces, he olvidado la fecha exacta-, asistíamos a clase por las mañanas y recorríamos la ciudad por las tardes. Una de estas, a nuestro regreso al hotel para descansar y cambiarnos de ropa, nos encontramos con una fiesta en la planta baja. No recuerdo tampoco si había sido organizada por la agencia EFE o por la Cámara de Comercio, pero sí que nos invitaron a unirnos a ella según entramos en el hall del número 5.

Al cabo de una hora, se organizó un gran revuelo. Scotland Yard obligó a desalojar el edificio porque habían recibido, al parecer, una llamada amenazando con una bomba supuestamente de ETA. La fiesta se trasladó al otro lado de la calzada, a los jardines de la plaza, donde no solo fuimos a parar invitados y camareros sino también los cristalinos recipientes de bebidas alcohólicas y muchas de las bandejas de comida. Pasó la tarde charlando y riendo en aquel parquecillo que recuerdo como sacado de una película de Sherlock Holmes, mientras veíamos enfrente a la policía inglesa afanarse en la búsqueda del supuesto artefacto -que por suerte nunca existió-. Finalmente cayó la noche, Scotland Yard dio por concluida la búsqueda, y pudimos regresar al hotel.

Cuatro años más tarde volví a Londres en viaje de placer, y como no, a alojarme en el Spanish Club. Esa segunda vez fueron dos semanas, y me pareció un lugar bastante más romántico. Supongo que porque iba mejor acompañada y hasta la mermelada me sabía más dulce.

Parece que el Spanish Club cerró sus puertas el 20 de septiembre de 1997, solo un año después de mi última estancia, y yo no me había enterado. En 2003, el viejo edificio de Cavendish Square se convirtió en un hotel de lujo y punto de reunión de la élite londinense, tras una importante restauración del edificio. Hoy en día sigue siéndolo, y además uno de los clubs nocturnos más exclusivos de Londres. Pero ya no me apetece tanto visitarlo de nuevo.