El otoño había pasado, trayendo al valle tras de sí el frío seco del invierno. La niebla cubría al alba el paisaje por delante de su casa, impidiéndole ver los árboles del fondo hasta bien avanzada la mañana. Alicia se hacía mayor, y seguía sin encontrar un sentido a su vida, a pesar de que ésta avanzaba inexorable y velozmente. Un día, decidió emprender un viaje. Preparó una mochila y dejó atrás su casa para adentrarse en el bosque. Al caminar, sus botas hacían crujir las agujas de pino que alfombraban la tierra de rojo. Ese sonido, junto al de los trinos de los pájaros y el rumor de un riachuelo cercano, fueron su única compañía durante varios días.
Una mañana, al poco de despertarse, vio junto al tronco de un roble un gran agujero negro que parecía la entrada a una cueva. Decidió explorarla y penetró por la angosta abertura. El terreno era muy inclinado y Alicia comenzó a descender, muy despacio por miedo a tropezar, por un intrincado camino entre dos paredes rocosas. El techo de la cueva era muy húmedo, y de vez en cuando dejaba caer una gota de agua sobre su cabeza.
A unos 50 metros de la entrada, el túnel se ensanchó a ambos lados, dando lugar a una sala casi redonda. De su techo colgaban centenares de estalactitas blancas y ambarinas de formas caprichosas. En el centro, junto a una piedra de superficie plana, un grupo de hombrecillos de escasa estatura charlaba animadamente.
Alicia se acercó a ellos con timidez y permaneció un rato de pie, en silencio, escuchando sus conversaciones, que se mezclaban unas con otras de forma desordenada. Al cabo de unos minutos, reunió el valor para saludarlos. Mientras conversaba con algunos de ellos, divisó al otro lado de la gran sala la continuación del túnel y cruzó hasta allí, decidida a explorarlo.
Mientras caminaba, oyó voces a su espalda. Se giró, y descubrió que algunos de aquellos hombrecillos la seguían. Caminó junto a ellos un trecho, hasta llegar a un nuevo cruce de túneles. El grupo se iba haciendo cada vez más numeroso, ya que de los pequeños túneles que iban desembocando en el suyo por el camino, llegaban más hombrecillos que se unían a ellos. De vez en cuando, también, alguno de ellos dejaba el grupo tomando un camino diferente. Gracias a las charlas que mantenían mientras iban caminando por la red de túneles, Alicia fue conociendo poco a poco algunas de sus aficiones y costumbres. De cuando en cuando miraba hacia atrás y descubría que alguno de ellos había dejado de seguirla. Y misteriosamente, a veces, aparecía delante de ella unos metros más allá, en otro túnel, volviendo a seguirla.
Un día, percibió al fondo del túnel la claridad del sol. Caminando hacia la luz, se dio cuenta de que había llegado el momento de despedirse de sus nuevos amigos y emprender la salida de la cueva: la vuelta a su mundo. Sus seguidores eran muchos, pues aunque algunos habían dejado de seguirla por el camino, nunca dejaban de llegar hombrecillos nuevos. Se dio cuenta de que, sin querer, había conocido a personas muy especiales entre toda aquella gente diminuta. A algunas de ellas les debía unas cuántas sonrisas.
Trepó en dirección a la salida de la cueva, agitando su mano para despedirse de aquellas gentes. Entonces, una vez fuera, mientras se sacudía la tierra adherida a sus ropas, se dio cuenta de que estaba nuevamente junto a su casa. Había recorrido muchos kilómetros durante varias semanas, para acabar llegando al punto de partida. Aquello le pareció una coincidencia maravillosa, pues ahora, cada vez que sintiera la necesidad de hablar con ellos, sabía que los tendría al alcance de su mano.
Cuando al entrar en casa le preguntaron dónde había estado todo ese tiempo, Alicia respondió: "en la red".