12 de diciembre de 2011

Caminando en círculo

Un hombre desdichado decidió un día dejar su casa y salir en busca de la felicidad. Caminó sin descanso recorriendo desiertos y bosques, montañas y valles, de noche y de día. Conoció multitud de lugares maravillosos y gentes interesantes con las que compartió conversaciones, alegrías y penas, pero no quiso detener su marcha incansable.

Un día, agotado, se sentó a descansar sobre un tronco caído. Su ropa estaba ajada, sus suelas raídas, su cuerpo cansado y su piel cuarteada y tostada por el sol.

Alzó los ojos y vió su casa. Estaba ahí, tal y como la dejara dos años atrás, y su corazón saltó de alegría al atravesar la puerta. Entonces comprendió que su búsqueda había terminado, que el camino recorrido había sido un círculo, y que la felicidad sólo podía encontrarla en sí mismo.


11 de diciembre de 2011

Los ojos de su memoria


Abrió los ojos lentamente, como si sus párpados fueran pesadas celosías con las bisagras resecas. La luz que se filtraba entre las tablillas de la persiana bailaba trazando caprichosos dibujos en las cortinas. Le dolía terriblemente la cabeza y sentía un punzante aguijoneo en las sienes. Debió de haber bebido bastante la noche anterior. Se cubrió el rostro con el embozo de la sábana y giró sobre sí mismo. El reloj digital sobre la mesilla de noche marcaba las 11,15. No era tan temprano como para sentirse tan mal, y sin embargo... Los ojos se le cerraron de nuevo, incapaz de mantenerse despierto.
Despertó nuevamente y volvió a abrir los ojos. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero esta vez se incorporó sentado en la cama como movido por un resorte y se puso a observar la habitación. Las sábanas eran de satén negro y estaban absolutamente revueltas, la superior ligeramente enrollada en sus piernas. A la izquierda de la cama, en dirección a la ventana, había una mesilla de noche de madera blanca satinada y, sobre ella, una pequeña lámpara y un libro que no recordaba haber visto. Al otro lado de la cama, una butaca con estampado de cebra y una cómoda blanca de amplios cajones. Encima de esta, otra lámpara más grande y un búcaro con una orquídea solitaria. En la pared de enfrente, un amplio escritorio de madera negra presidido por una pantalla de ordenador y, a un lado, unos cuántos libros. Encima de la mesa, sobre la pared, había una lámina enmarcada que representaba un par de ojos negros. Unos ojos hermosos de forma almendrada bordeados por largas pestañas curvadas, pero lo que verdaderamente los hacía atractivos era la profundidad de la mirada, como un mar en calma. 
El estilo moderno de la habitación no le desagradaba, porque al mismo tiempo era bastante acogedora. Las pinturas de las paredes denotaban buen gusto. El único problema era que no sabía dónde diablos se encontraba. No recordaba aquel lugar, y tampoco las circunstancias en las que había llegado a él. Ni siquiera era capaz de acordarse de lo que había hecho la noche anterior.  
Salió de la cama, comprobando que estaba desnudo. No había rastro de la ropa que llevara puesta la noche anterior y tampoco la recordaba. Recorrió la casa presa de cierto temor, caminando descalzo sobre el cálido piso de tarima. Nada le resultaba familiar, pero por suerte, sobre el sofá del salón encontró un montón de ropa, parecía de su talla y se la puso. La cocina era muy alegre y luminosa, de diseño moderno. Se preparó un zumo de naranja y un café y decidió salir a la calle. 
El portal daba a una amplia avenida. El sol bañaba las aceras y los edificios lucían blancos y elegantes. Caminó un rato intentando descubrir algún detalle que despertara sus recuerdos: un negocio que le resultara familiar, la cara conocida de algún portero, un viandante que le saludara levantando levemente la cabeza, pero no hubo suerte. Metió la mano en el bolsillo de la americana y encontró un paquete de cigarrillos y un encendedor de plata. No sabía si fumaba pero decidió probarlo. Encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite dejando que penetrara en sus pulmones como si aquel gesto fuera capaz de devolverle parte de su identidad. Al menos, ya sabía que era fumador. 
Metió la mano izquierda en el otro bolsillo y encontró una cartera. junto a los billetes había un pequeño rectángulo de cartulina de color crema: la tarjeta de un restaurante, El fogón de Marta. Pasó el resto de la mañana callejeando por aquel barrio que tampoco recordaba, intentando encontrar detalles que le trajeran a la mente alguna ráfaga de realidad, pero no tuvo suerte. A mediodía, tomó un taxi y se dirigió a la dirección que figuraba en la tarjeta de visita del restaurante. 
El taxi le dejó justo frente a la puerta. La fachada del edificio tampoco le resultaba familiar, ni la terraza exterior sobre la acera, ni el comedor de dentro, que al menos le pareció muy agradable. Estaba decorado con pequeñas mesas cubiertas con manteles de cuadritos vichy en rojo y blanco. En el centro de cada mesa, una botella de Chianti vacía con una vela gastada hacía las veces de candelabro. Era un sitio acogedor, pero tampoco le despertaba recuerdos. Escuchó ruidos provenientes de la cocina, situada al fondo de la sala tras un angosto pasillo escasamente iluminado. Sonidos de cacerolas y cubiertos y, de pronto, unos pasos y una voz femenina que se dirigía sin duda a él, pues estaban solos -era  temprano y el restaurante aún estaba vacío-.
- Ah, es usted, señor Lancero, buenos días, ¿la mesa de siempre?-. 
Marta, la dueña del restaurante, era una mujer de unos treinta y cinco años bastante agraciada. Rubia, lucía una media melena ondulada, llevaba los labios pintados con un carmín rojo brillante y no dejaba de pasarse la lengua por ellos distraídamente. Su pecho era abundante y lo llevaba embutido en una camisa blanca cuyos botones parecían estar a punto de salir disparados. Por encima lucía un delantal con el nombre del restaurante bordado en letras azul marino, y debajo de este podían verse un par de bonitos zapatos de tacón de aguja. Sintió un sobresalto al darse cuenta de que aquella mujer le había reconocido. Una sensación de naciente esperanza recorrió su estómago, pensando que por fin había encontrado una pista sobre su identidad. La miró fijamente a los ojos, pero aparte de ser algo pequeños y estar excesivamente maquillados, aquellos ojos no le dijeron nada. 
Venciendo sus temores iniciales, decidió contarle a aquella mujer lo que le ocurría y pedirle ayuda, y gracias a ello se enteró de que se llamaba Roberto Lancero y solía ir a comer allí de vez en cuando, casi siempre solo. Marta no supo decirle mucho más, y después de dar cuenta de un delicioso plato de cordero salió a la calle con la intención de recorrer el barrio, pensando que, si comía allí con frecuencia, tal vez viviera o trabajara cerca. Muy cerca del restaurante encontró una cafetería de estilo inglés, The Paul & Moses Tavern, y decidió entrar a tomar algo. Sobre la barra de madera oscura, en una esquina, había varios periódicos doblados. Tomó uno de ellos y se sentó en un sillón marrón con el  cuero muy desgastado. Un minuto después, una joven castaña con faldita negra muy corta y camisa blanca con pajarita se plantó frente a él: 
- Buenas tardes, ¿un café expreso y un Cutty Shark con hielo, verdad caballero?- preguntó sonriendo y mirándole a los ojos. Roberto sostuvo su mirada unos instantes, pero no encontró nada al otro lado. Sintió vergüenza de lo que le estaba pasando y no se atrevió a confesarle a aquella joven que no recordaba haber estado nunca allí, por lo que se limitó a asentir con la cabeza y darle las gracias. 
Saboreó el café y la copa mientras observaba a las personas que entraban y salían del local. La mayoría eran hombres, unos solos y otros acompañados, algunos de ellos de una mujer mucho más joven y excesivamente sonriente, que muy probablemente no era su pareja. Un par de personas le saludaron con un leve movimiento de cabeza y Roberto respondió al saludo de la misma manera. En ambos casos escudriñó la mirada de los parroquianos, pero no encontró nada en ellas que le devolviera una señal. 
A media tarde decidió seguir su camino paseando por las calles, siempre sin alejarse mucho de aquel barrio. Se cruzó con muchas personas y estudió sus rostros, procurando escrutar sus miradas en busca de una señal, un gesto, un mínimo atisbo de familiaridad, pero no tuvo suerte. Al caer la noche, estaba agotado y se sentía desamparado como un niño olvidado en la puerta del colegio. Pasó junto a un parque poblado de árboles en el que aún bullía cierta humanidad a pesar de la hora y se sentó en un banco de madera. Apoyó los codos en las rodillas y siguió viendo pasar a la gente. Madres con niños pequeños, parejas que caminaban cogidas de la mano o abrazadas, ancianos con bastón, señoras maduras paseando perros. Sus ojos se cruzaron con los de todas aquellas personas. En algún caso recibió un saludo o una mueca amable, pero en ninguna de aquellas miradas reconoció nada, todas le resultaron extrañas. Se sintió súbitamente invadido por una profunda tristeza y, hundiendo la cabeza entre sus manos, estalló en sollozos. 




El sol se había ocultado ya tras los edificios del otro lado del parque y el cielo oscurecía cada vez más deprisa. Seguía cabizbajo, con la cara oculta entre las manos. El ruido de pasos a su alrededor se iba diluyendo hasta casi desaparecer y, de pronto, el sonido de unos tacones se detuvo justo frente a él. Miró aquellos zapatos bonitos y elegantes, aquellos tobillos finos y delicados, la falda estrecha hasta la rodilla, y alzó el rostro. La mujer era muy atractiva, alta y esbelta, lucía melena negra larga y su rostro era delicadamente ovalado. Le miró fijamente y entonces, por fin, Roberto pudo sumergirse en esos ojos negros y profundos, y supo inmediatamente que podía confiar en ella. 
Se puso en pie, tomó la mano que ella le tendía, y juntos comenzaron a caminar, alejándose poco a poco del parque. El cielo se había teñido ya de negro, las calles se habían despoblado y los sonidos de la ciudad se diluían en la noche. Caminaron en silencio durante unos minutos, hasta que al llegar a una calle estrecha de casas bajas, ella se detuvo junto a un coche y abrió la puerta del copiloto. 
- Vamos Roberto, te invito a cenar en un sitio que te gusta mucho, ¿quieres? – le dijo suavemente ella mientras le indicaba con un gesto que tomara asiento. 
Asintió con la cabeza, no se atrevía a decir nada para no romper el encanto de aquellos momentos. Sentía que aquella mujer era alguien importante en su vida, pero no la recordaba y tenía miedo de estropearlo todo si decía algo inconveniente. Para huir de las palabras, durante el trayecto se dedicó a mirar las calles intentando recordarlas, pero su mente divagaba saltando entre las luces de los semáforos y las farolas, y no encontraba nada conocido. 
Después de unos minutos de conducir por las calles escasamente iluminadas, llegaron a un restaurante desconocido para él. El sitio le pareció muy agradable y bullía de animación, aunque se hubiera sentido a gusto con aquella mujer en cualquier parte. La encargada del restaurante, una rubia bastante atractiva, les ubicó en una mesa acogedora junto a la ventana y les trajo las cartas. Él tomó la suya y se quedó unos instantes mirando el dibujo en tonos sepia de la portada: una casa grande de campo rodeada de prados, árboles y algunas vacas. Debajo del dibujo, en grandes letras azules, el nombre del restaurante: El fogón de Marta. 
Al cabo de un rato, un joven que cenaba en otra mesa se acercó a saludar a su acompañante y se dirigió a ella por su nombre. En ese momento, Roberto se enteró de que se llamaba Sofía. Respiró aliviado y permaneció un rato mirándola a los ojos y repitiendo su nombre para sí: Sofía, Sofía, Sofía, Sofía. No la recordaba, como no recordaba ninguno de los lugares que estaba viendo en su compañía, pero su mirada le parecía el lugar más amable del universo, al menos de la mínima parte de universo que él era capaz de recordar. 
Después de la cena volvieron al coche y Sofía condujo de nuevo por las calles ahora ya casi desiertas. Estacionaron el vehículo en una avenida arbolada y entraron en el portal de un edificio elegante. Sofía le tomó la mano de nuevo mirándolo con aquellos ojos que a él le resultaban un bálsamo. Se besaron en el ascensor sin cerrar los ojos. No quería dejar de sentir la paz que encontraba en aquella mirada. Entraron abrazados en el apartamento, que era bastante acogedor y agradable y estaba decorado con muy buen gusto. No recordaba haber estado allí antes. 
Roberto tiró la chaqueta descuidadamente sobre el sofá y siguieron caminando juntos hasta el dormitorio principal. Sofía entró en el cuarto de baño mientras él se desvestía arrojando las prendas sobre una butaca y estudiando la habitación. Sobre una cómoda de grandes cajones vio una fotografía enmarcada en negro en la que aparecían los dos juntos, abrazados, sobre la cubierta de un barco. Mientras la miraba, Sofía salió del baño descalza y vistiendo únicamente una camiseta blanca gastada. Le pareció que estaba aún más hermosa, mientras la veía inclinarse para abrir la cama y colocar cuidadosamente el embozo de la sábana negra de satén. 
Se acostaron en silencio. Él la rodeó con sus brazos por detrás, sintiendo el calor de su cuerpo. Hundió la nariz en su pelo negro y sedoso y aspiró su olor, deleitándose en la sensación inconfundible de encontrarse en un sitio seguro en el que podía descansar tranquilo. Cerró los ojos, abandonándose al sueño. 
Madrid, 24 de octubre de 2010

El águila libre

Un águila vivía junto al nido de un cóndor, atada a un poste por una de sus patas. El cóndor era feliz con su compañía porque odiaba sentirse solo, pero el águila estaba cada día más triste y silenciosa, soñando a ratos con los ojos perdidos más allá del horizonte, y recreándose otras veces con el vuelo circular de otras águilas sobre su sabeza.
Un día, compadecido, el cóndor decidió cortar la cuerda y dejarla libre. Lo hizo temeroso y abatido, anticipando su pérdida. Pero el águila, libre al fin, comprendió que quien le daba la libertad la amaba sinceramente, y decidió permanecer a su lado.