Abrió los ojos lentamente, como si sus
párpados fueran pesadas celosías con las bisagras resecas. La luz que se
filtraba entre las tablillas de la persiana bailaba trazando
caprichosos dibujos en las cortinas. Le dolía terriblemente la cabeza y sentía un
punzante aguijoneo en las sienes. Debió de haber bebido bastante la noche
anterior. Se cubrió el rostro con el embozo de la sábana y giró sobre sí mismo.
El reloj digital sobre la mesilla de noche marcaba las 11,15. No era tan
temprano como para sentirse tan mal, y sin embargo... Los ojos se le cerraron
de nuevo, incapaz de mantenerse despierto.
Despertó nuevamente y volvió a abrir
los ojos. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero esta vez se incorporó
sentado en la cama como movido por un resorte y se puso a observar la
habitación. Las sábanas eran de satén negro y estaban absolutamente revueltas,
la superior ligeramente enrollada en sus piernas. A la izquierda de la cama, en
dirección a la ventana, había una mesilla de noche de madera blanca satinada y,
sobre ella, una pequeña lámpara y un libro que no recordaba haber visto. Al otro lado de la
cama, una butaca con estampado de cebra y una cómoda blanca de amplios cajones.
Encima de esta, otra lámpara más grande y un búcaro con una orquídea solitaria. En la pared de enfrente, un amplio escritorio de madera
negra presidido por una pantalla de ordenador y, a un lado, unos cuántos
libros. Encima de la mesa, sobre la pared, había una lámina enmarcada que
representaba un par de ojos negros. Unos ojos hermosos de forma
almendrada bordeados por largas pestañas curvadas, pero lo que verdaderamente
los hacía atractivos era la profundidad de la mirada, como un mar en calma.
El estilo moderno de la habitación no
le desagradaba, porque al mismo tiempo era bastante acogedora. Las pinturas de las paredes denotaban
buen gusto. El único problema era que no sabía dónde diablos se encontraba. No
recordaba aquel lugar, y tampoco las circunstancias en las que había
llegado a él. Ni siquiera era capaz de acordarse de lo que había hecho la noche
anterior.
Salió de la cama, comprobando que
estaba desnudo. No había rastro de la ropa que llevara puesta la noche
anterior y tampoco la recordaba. Recorrió la casa presa de cierto temor,
caminando descalzo sobre el cálido piso de tarima. Nada le resultaba familiar,
pero por suerte, sobre el sofá del salón encontró un montón de ropa, parecía de su talla y se la puso. La cocina era muy alegre y luminosa, de diseño
moderno. Se preparó un zumo de naranja y un café y decidió salir a la calle.
El portal daba a una amplia avenida. El
sol bañaba las aceras y los edificios lucían blancos
y elegantes. Caminó un rato intentando descubrir algún detalle que despertara
sus recuerdos: un negocio que le resultara familiar, la cara conocida de algún portero, un
viandante que le saludara levantando levemente la cabeza, pero no hubo suerte. Metió la mano en el
bolsillo de la americana y encontró un paquete de
cigarrillos y un encendedor de plata. No sabía si fumaba pero decidió probarlo. Encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite dejando que penetrara en sus pulmones como si aquel gesto fuera capaz de devolverle parte de su
identidad. Al menos, ya sabía que era fumador.
Metió la mano izquierda en el otro
bolsillo y encontró una cartera. junto a los billetes había un pequeño rectángulo de
cartulina de color crema: la tarjeta de un restaurante, El fogón de Marta. Pasó el resto de la
mañana callejeando por aquel barrio que tampoco recordaba, intentando encontrar
detalles que le trajeran a la mente alguna ráfaga de realidad, pero no tuvo
suerte. A mediodía, tomó un taxi y se dirigió a la dirección que figuraba en la
tarjeta de visita del restaurante.
El taxi le dejó justo frente a la
puerta. La fachada del edificio tampoco le resultaba familiar, ni la terraza
exterior sobre la acera, ni el comedor de dentro, que al menos le pareció muy agradable. Estaba decorado con pequeñas mesas
cubiertas con manteles de cuadritos vichy
en rojo y blanco. En el centro de cada mesa, una botella de Chianti vacía con una vela gastada hacía las veces de candelabro. Era un sitio acogedor, pero tampoco le despertaba recuerdos. Escuchó ruidos
provenientes de la cocina, situada al fondo de la sala tras un angosto pasillo
escasamente iluminado. Sonidos de cacerolas y cubiertos y, de pronto, unos
pasos y una voz femenina que se dirigía sin duda a él, pues estaban solos -era temprano y el restaurante aún estaba vacío-.
- Ah, es usted, señor Lancero, buenos
días, ¿la mesa de siempre?-.
Marta, la dueña del restaurante, era una
mujer de unos treinta y cinco años bastante agraciada. Rubia, lucía una media melena
ondulada, llevaba los labios pintados con un carmín rojo brillante y no dejaba
de pasarse la lengua por ellos distraídamente. Su pecho era abundante y lo
llevaba embutido en una camisa blanca cuyos botones parecían estar a punto de salir
disparados. Por encima lucía un delantal con el nombre del restaurante bordado
en letras azul marino, y debajo de este podían verse un par de bonitos zapatos
de tacón de aguja. Sintió un sobresalto al darse cuenta de que aquella mujer le
había reconocido. Una sensación de naciente esperanza recorrió su estómago,
pensando que por fin había encontrado una pista sobre su identidad. La miró
fijamente a los ojos, pero aparte de ser algo pequeños y estar excesivamente
maquillados, aquellos ojos no le dijeron nada.
Venciendo sus temores iniciales,
decidió contarle a aquella mujer lo que le ocurría y pedirle ayuda, y gracias a
ello se enteró de que se llamaba Roberto Lancero y solía ir a comer allí de vez
en cuando, casi siempre solo. Marta no supo decirle mucho más, y después de dar
cuenta de un delicioso plato de cordero salió a la calle con la intención de
recorrer el barrio, pensando que, si comía allí con frecuencia, tal vez viviera
o trabajara cerca. Muy cerca del restaurante encontró una cafetería de estilo
inglés, The Paul & Moses Tavern, y
decidió entrar a tomar algo. Sobre la barra de madera oscura, en una esquina,
había varios periódicos doblados. Tomó uno de ellos y se sentó en un sillón
marrón con el cuero muy desgastado. Un minuto después, una joven castaña con faldita negra muy
corta y camisa blanca con pajarita se plantó frente a él:
- Buenas tardes, ¿un café expreso y un Cutty Shark con hielo, verdad caballero?-
preguntó sonriendo y mirándole a los ojos. Roberto sostuvo su mirada unos instantes,
pero no encontró nada al otro lado. Sintió vergüenza de lo que le estaba
pasando y no se atrevió a confesarle a aquella joven que no recordaba haber
estado nunca allí, por lo que se limitó a asentir con la cabeza y darle las
gracias.
Saboreó el café y la copa mientras
observaba a las personas que entraban y salían del local. La mayoría eran hombres,
unos solos y otros acompañados, algunos de ellos de una mujer mucho más joven y
excesivamente sonriente, que muy probablemente no era su pareja. Un par de
personas le saludaron con un leve movimiento de cabeza y Roberto respondió al
saludo de la misma manera. En ambos casos escudriñó la mirada de los
parroquianos, pero no encontró nada en ellas que le devolviera una señal.
A media tarde decidió seguir su camino paseando por las calles, siempre sin alejarse mucho de aquel barrio. Se
cruzó con muchas personas y estudió sus rostros, procurando escrutar sus miradas en busca de una señal, un gesto, un mínimo
atisbo de familiaridad, pero no tuvo suerte. Al caer la noche, estaba agotado y se
sentía desamparado como un niño olvidado en la puerta del colegio. Pasó junto a un parque poblado de
árboles en el que aún bullía cierta humanidad a pesar de la hora y se sentó en
un banco de madera. Apoyó los codos en las rodillas y siguió viendo pasar a la
gente. Madres con niños pequeños, parejas que caminaban cogidas de la mano o
abrazadas, ancianos con bastón, señoras maduras paseando perros. Sus ojos se
cruzaron con los de todas aquellas personas. En algún caso recibió un saludo o
una mueca amable, pero en ninguna de aquellas miradas reconoció nada,
todas le resultaron extrañas. Se sintió súbitamente invadido por una profunda
tristeza y, hundiendo la cabeza entre sus manos, estalló en sollozos.
El sol se había ocultado ya tras los
edificios del otro lado del parque y el cielo oscurecía cada vez más deprisa.
Seguía cabizbajo, con la cara oculta entre las manos. El ruido de pasos a su
alrededor se iba diluyendo hasta casi desaparecer y, de pronto, el sonido de
unos tacones se detuvo justo frente a él. Miró aquellos zapatos bonitos y elegantes,
aquellos tobillos finos y delicados, la falda estrecha hasta la rodilla, y alzó
el rostro. La mujer era muy atractiva, alta y esbelta, lucía melena negra larga y su rostro era delicadamente ovalado. Le miró fijamente y
entonces, por fin, Roberto pudo sumergirse en esos ojos negros y profundos, y supo
inmediatamente que podía confiar en ella.
Se puso en pie, tomó la mano que ella
le tendía, y juntos comenzaron a caminar, alejándose poco a poco del parque. El cielo se había teñido ya de negro, las calles se habían despoblado y los sonidos de la ciudad se diluían en la noche. Caminaron en silencio
durante unos minutos, hasta que al llegar a una calle estrecha de casas bajas,
ella se detuvo junto a un coche y abrió la puerta del copiloto.
- Vamos Roberto, te invito a cenar en
un sitio que te gusta mucho, ¿quieres? – le dijo suavemente ella mientras le
indicaba con un gesto que tomara asiento.
Asintió con la cabeza, no se atrevía a
decir nada para no romper el encanto de aquellos momentos. Sentía que aquella
mujer era alguien importante en su vida, pero no la recordaba y tenía miedo de
estropearlo todo si decía algo inconveniente. Para huir de las palabras,
durante el trayecto se dedicó a mirar las calles intentando recordarlas, pero
su mente divagaba saltando entre las luces de los semáforos y las farolas, y no
encontraba nada conocido.
Después de unos minutos de conducir por
las calles escasamente iluminadas, llegaron a un restaurante desconocido para
él. El sitio le pareció muy agradable y bullía de animación, aunque se hubiera
sentido a gusto con aquella mujer en cualquier parte. La encargada del
restaurante, una rubia bastante atractiva, les ubicó en una mesa acogedora
junto a la ventana y les trajo las cartas. Él tomó la suya y se quedó unos
instantes mirando el dibujo en tonos sepia de la portada: una casa grande de
campo rodeada de prados, árboles y algunas vacas. Debajo del dibujo, en grandes
letras azules, el nombre del restaurante: El
fogón de Marta.
Al cabo de un rato, un joven que cenaba
en otra mesa se acercó a saludar a su acompañante y se dirigió a ella por su
nombre. En ese momento, Roberto se enteró de que se llamaba Sofía. Respiró
aliviado y permaneció un rato mirándola a los ojos y repitiendo su nombre para
sí: Sofía, Sofía, Sofía, Sofía. No la recordaba, como no recordaba ninguno de los lugares que
estaba viendo en su compañía, pero su mirada le parecía el lugar más amable del
universo, al menos de la mínima parte de universo que él era capaz de recordar.
Después de la cena volvieron al coche y
Sofía condujo de nuevo por las calles ahora ya casi desiertas. Estacionaron el vehículo en una avenida arbolada y entraron en el portal de un edificio elegante. Sofía
le tomó la mano de nuevo mirándolo con aquellos ojos que a él le resultaban un
bálsamo. Se besaron en el ascensor sin cerrar los ojos. No
quería dejar de sentir la paz que encontraba en aquella mirada. Entraron
abrazados en el apartamento, que era bastante acogedor y agradable y estaba
decorado con muy buen gusto. No recordaba haber estado allí antes.
Roberto tiró la chaqueta
descuidadamente sobre el sofá y siguieron caminando juntos hasta el dormitorio
principal. Sofía entró en el cuarto de baño mientras él se desvestía
arrojando las prendas sobre una butaca y estudiando la habitación. Sobre una
cómoda de grandes cajones vio una fotografía enmarcada en negro en la que
aparecían los dos juntos, abrazados, sobre la cubierta de un barco. Mientras la
miraba, Sofía salió del baño descalza y vistiendo únicamente una camiseta
blanca gastada. Le pareció que estaba aún más hermosa, mientras
la veía inclinarse para abrir la cama y colocar cuidadosamente el embozo de la
sábana negra de satén.
Se acostaron en silencio. Él la rodeó
con sus brazos por detrás, sintiendo el calor de su cuerpo. Hundió la nariz en
su pelo negro y sedoso y aspiró su olor, deleitándose en la sensación
inconfundible de encontrarse en un sitio seguro en el que podía descansar
tranquilo. Cerró los ojos, abandonándose al sueño.
Madrid, 24 de octubre de 2010