12 de noviembre de 2015

El tío

Mis abuelos maternos eran profundamente religiosos, al menos por cuanto se refiere a la práctica devota, que observaron fielmente toda su vida. Daba la impresión de que creyeran firmemente en la existencia de una relación directa entre la cantidad de rezos diarios y la consecución del ansiado lugar en el paraíso. Tal vez por ello, no dejaban de rezar sus tres rosarios diarios ni cuando uno de ellos estaba enfermo. Recuerdo alguna ocasión en que el abuelo estuvo en cama y nos hicieron trasladarnos a su cuarto para el rosario, que como siempre había de dirigir él.

Si la teoría de los abuelos era cierta, mis hermanos y yo nos ganamos también en aquellos años un lugar destacado en el cielo, teniendo en cuenta la cantidad de rosarios rezados durante años en los tres meses de verano que pasábamos en el caserío. E non solo. Estaban también las misas diarias. Hasta hace unos 25 años, teníamos un tío cura, como casi cualquier familia vasca que se preciara, en aquella época en la que aún existía la costumbre de ´consagrar´ un hijo a la Iglesia. Algunos padres, llevados por los mismos devotos motivos que mis abuelos; otros por motivos más prosaicos, como el de que en la posguerra, los niños comían al menos caliente en los seminarios, donde eran internados en plena infancia.

Mi tío vivía entonces en Canarias, donde trabajaba de párroco y había cursado dos carreras universitarias, después de su paso inicial por varias parroquias vizcaínas. Todos los años pasaba sus vacaciones de verano en el caserío como nosotros, y estaba sometido a la obligación de dar misa a diario. Así pues, los demás nos veíamos obligados también a asistir a misa todos los días, generalmente antes de la cena.

Había en el caserón una pequeña capilla, habilitada en una habitación sombría en la parte norte, la más húmeda y fría porque al otro lado pasaba un arroyuelo pegado al muro. Una estrecha mesa rectangular de patas altas y finas cubierta con un fino mantel de hilo blanco hacía las veces de altar. Frente a ella, había un par de reclinatorios de madera con tapicería de terciopelo color granate, que llevaban en la parte superior las iniciales de cada uno de mis abuelos formadas por chinchetas: D.A. y J.O. En la pared del fondo, un gran aparador con cristales traslúcidos de un verde muy brillante en las puertas y encimera de mármol granate veteada en beis, custodiaba la mistela de misa. Cada noche tras el oficio –que, bendito sea, duraba poquísimo porque el tío rezaba de carrerilla-, mi tío nos dejaba rebañar el vino del vaso por turnos.

El aparador también hacía las veces de sagrario, ya que en su interior se guardaban el cáliz y las sagradas formas. Una de las cosas que más disfrutábamos al inicio de las vacaciones, era recortar las hostias de las láminas de pan ázimo que el tío traía en su maleta. Recortábamos los círculos blancos que ya venían troquelados y los íbamos guardando en una lata grande que en otro tiempo había contenido tabaco. Siempre nos peleábamos por comer los deliciosos recortes sobrantes.

Casi todas las noches después de cenar, el tío salía de la cocina y se sentaba en el banco de madera adosado al muro sur de la casa. Solía permanecer allí, fumando en silencio y escuchando los sonidos de la noche mientras se perdía pensando en sus cosas. Nos encantaba salir y sentarnos con él, oliendo el aroma de su pipa. Entonces, nos contaba muchas historias. Nos hablaba de una bruja que vivía en el caserío de Descarga, y del susubil, un animal que nunca supimos exactamente cómo era pero que según él, vivía escondido en los bosques cercanos.


Además de un tío divertido, fue también muy buen hijo. Años después de aquellos veranos, tomó la decisión de dejar el sacerdocio, pero esperó a que sus padres hubieran muerto para evitarles un tremendo disgusto. Como sacerdote, él mismo había casado a mis padres, bautizado a mis hermanos y a mí, dado la comunión a mis primos, y por último fue también quien ofició los funerales de mis abuelos. Fue precisamente tras celebrar el último de estos –el de mi abuela Juana-, cuando reunió a la familia para comunicarles que dejaba el sacerdocio. Poco tiempo después nos anunció que se casaba. Mi nueva tía, mucho más joven que él, también había abandonado los hábitos, habiendo ejercido como profesora en un colegio de monjas hasta la fecha. Ahora ambos viven juntos en Madrid, y una de las cosas más divertidas de su piso son las fotografías enmarcadas de su alcoba conyugal. Además de la fotografía de su boda, donde aparecen ambos vestidos de blanco virginal, pueden verse sobre una cómoda las imágenes en marco doble de sus primeras comuniones y de sus vidas como religiosos. Ambos con sus negros hábitos, uno junto al otro. Realmente digno de ver.

31 de octubre de 2015

La abuela

La abuela Juana era una de esas mujeres en las que uno piensa cuando escucha hablar de la tradicional sociedad matriarcal vasca. No era muy alta, pero para su época tenía una altura nada desdeñable, que sobrepasaba eso sí con creces la de su esposo. Recia y de huesos anchos, en su juventud había sido muy delgada. Nunca vi una fotografía suya de joven, si lo sé es porque ella siempre me decía “yo también era delgada como tú, pero ya verás cuando te hagas mayor”.

Amuma, como la llamábamos mis hermanos y yo, no tuvo el pelo cano hasta cerca de los ochenta. La recuerdo siempre con su cabello oscuro recogido bajo la nuca en un moño apretado que olía a brillantina. Creo que solo una vez la vi, por accidente, con el pelo cayendo por la espalda. Una mañana, haciéndose el moño sentada frente al tocador de su habitación. Sobre este, el frasco de brillantina con el que se iba untando la larguísima melena antes de recogerla. Se llamaba Cheseline y olía a flores.

Era difícil ver reírse a la abuela, por lo que cuando esto ocurría, para nosotros tres era un acontecimiento. Solía ocurrir alguna noche en la cocina del caserío, en ese rato que pasábamos sentados en los pequeños taburetes de madera con mis abuelos y mi madre –mi padre se quedaba en Madrid trabajando y no venía hasta agosto-. Yo era bastante payasa, y algunas veces conseguí hacer reír a mi abuela con ganas. Aunque la verdad, aún hoy no sabría decir si la quería, porque pasábamos con ellos solamente los casi tres meses de verano y las vacaciones de Semana Santa, y siempre nos sentimos como forasteros. Notaba además en mi propia madre ese temor a la abuela, y cómo se ponía nerviosa cuando cometíamos una travesura, inquietándose por su posible reacción. Hace poco, contando a mis hijos algún episodio de aquella época, intenté transmitirles el respetuoso pavor que sentíamos cuando mi abuela bramaba "mecatxisotz" y se rieron.

Aquellos veranos, pasábamos casi todo el tiempo fuera de casa, lo cual no significa que anduviéramos dando vueltas por las calles de un pueblo, porque no había. Bueno, haber haber sí, claro, siempre hay un pueblo, con su plaza, su iglesia, su ayuntamiento y su bar, pero el nuestro estaba a un kilómetro. El caserío de los abuelos estaba algo alejado, entre prados, bosques y monte bajo, como la mayoría de los de los vecinos. La casa más cercana estaba al otro lado del camino, pero allí solo vivía una anciana con un hijo mayor. Así que nosotros siempre jugábamos los tres juntos, en los terrenos aledaños.

Los días de diario, teníamos que volver corriendo al caserío todas las tardes antes de que acabara el consultorio sentimental de la Señora Francis en Radio Bilbao, si no queríamos un disgusto. Inmediatamente a continuación comenzaba la retransmisión del rosario desde la Basílica de Begoña. Estuviéramos donde estuviéramos, que podía ser bastante lejos, corríamos con la lengua fuera para estar en la cocina antes de las siete, perfectamente formados, en pie frente a la hornacina que compartían la Virgen de Begoña y el aparato de radio. Junto al nicho, había una fotografía de Carlos Garaikoetxea pegada a los azulejos con papel adhesivo.

Llegar a tiempo no era cuestión de vida o muerte, pero eso entonces nosotros no lo sabíamos. Lo que sí sabíamos –por mi madre- era que aquella era condición necesaria para poder dormir en la cama esa noche. Condición necesaria, pero no suficiente, ya que además había que seguir el rezo radiado del rosario en voz alta. Por suerte, aprendimos que dada la agudeza auditiva de mi abuela, nos bastaba con mover los labios emitiendo sonidos. El rosario de la tarde era en latín. Por la noche, mi abuelo conducía otro en euskera antes de cenar, pero este era muchísimo más rápido, quizá debido al olor delicioso que siempre emanaba de la olla que reposaba sobre la chapa.


27 de octubre de 2015

Primer amor


Recuerdo el primer día que le vi. A pesar de esta mala memoria mía, recuerdo aquel momento como si él acabara de pasar ahora mismo por delante del portal de mis padres. Llevaba el pelo, muy negro, descuidadamente largo, cayendo sobre su frente y sobre el cuello alzado de su cazadora negra de cuero. Sus ojos color miel brillaban a la luz del sol, envueltos en aquellas negrísimas y largas pestañas. Su nariz grande y perfectamente recta, imprimía a su rostro un halo de misteriosa y arrebatadora personalidad. No era demasiado guapo, pero me pareció, en aquel momento, el muchacho más atractivo del mundo. 

Pasó caminando deprisa, con las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas azul desvaído. Caminaba como dando saltitos, moviendo a cada paso la cadera y los hombros, aparentemente sin ritmo, con total anarquía. Iba silbando, tan ensimismado en sus propios pensamientos, que creo que no se percató de mi presencia. Pero yo sí. Ay, yo sí.

Trabajaba en una empresa situada enfrente del portal de mis padres, y durante las siguientes semanas fui aprendiendo sus horarios para hacerme la encontradiza. Coincidíamos en la parada del bus de la esquina, en mi calle, o en el paseo, y cruzábamos nuestras miradas. Durante semanas, durante meses. 

Me resultaba tan frustrante no conocer su nombre, que le inventé uno que le iba mucho: José Pablo. Un día, cuando yo caminaba paseo abajo con mis compañeras de vuelta del instituto, se plantó delante de nosotras y me dijo: "Quiero hablar contigo, a solas". 


Han pasado treinta años. Estoy tomando una copa a media tarde en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo, con un grupo de amigos. Charlamos sobre los primeros amores de aquella generación. Una de ellas me pregunta "¿Y tú? ¿Quién fue tu primer amor?". Estuve a punto de decir que no lo recordaba, pero en ese momento me asaltó la imagen de aquel chico desgarbado caminando a saltitos por delante del portal de mis padres. Casi sin que me diera cuenta salió de mis labios: "uno que pasaba". 

Mi primer amor, tiene gracia, cuando aquella tarde una vida atrás, me había asustado tanto que había salido corriendo diciendo que no. Nunca más volvimos a mirarnos a los ojos por la calle. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. 

Mi primer amor, tiene guasa, aunque nunca llegara a conocerle. Aunque ahora que lo pienso, es probable que tampoco haya llegado a conocer mucho más a alguno de los siguientes.