11 de marzo de 2016

No es cuqui ser sociable, pero...



Siempre me han interesado mucho las personas. Me gustan, sí. Lo cual no sé si es bueno o es malo, porque pasamos mucho tiempo privados de ellas a lo largo de la vida. Unas veces por elección propia, otras no tanto. Yo misma, hay días que tengo que comer sola por fuerza y me hubiera ido a comer con cualquiera, y otros que lo elijo e invento cualquier excusa para no comer con ese compañero de siempre, Porque hoy no me apetece hacer concesiones y él apareció con el morro torcido, o sencillamente porque me siento contenta y decido obsequiar improvisadamente a esa parte elegida de mi soledad.

Sea como fuere, el caso es que me gusta mucho conocer personas. Charlar, adentrarme un ratito en otras vidas, tener la posibilidad de sentir esa fugaz alegría que genera el que alguien te incluya un instante en sus momentos hermosos. 

Las personas me proporcionan bastantes de esos momentos, que suelen ser casi siempre inesperados. Me gusta mucho por ejemplo esa gente que de pronto se pone a hablar con un desconocido derrochando amabilidad, y les brillan los ojos al hablar con un destello sincero. De entre estas raras joyas, las mejores suelen ser los ancianos. Una anciana que fuma sentada en la mesa de al lado, que sin que te lo esperes gira ligeramente la cintura con esfuerzo y te pone una mano delgadita y fría sobre el brazo, diciendo "pensarás que estoy loca, pero...". Lo que viene a continuación suele ser un recuerdo de juventud que quizá hasta ese momento había flotado dando tumbos solo en su cabeza. 

A mí me gusta escucharlas, y supongo que algo les hace saber que es así, porque no es la primera vez que me ocurre. La verdad es que tengo dos abuelitas de cabecera, que forman ya parte de mi paisaje casi casi cotidiano. Una suele acudir a la terraza acompañada de una mujer joven y morena, de acento latino, que escucha sus historias con una sonrisa y la trata con cariño y respeto. Eso también me gusta mucho, me siento feliz por la abuela, aunque es tan hermosa, tan encantadora e interesante que tampoco me sorprende.

La otra mujer vive en el portal contiguo y siempre aparece sola, apoyada en un elegante bastón de madera. Invariablemente me saluda con una preciosa sonrisa y pide un vino blanco mientras se enciende el primer pitillo. Algunas veces, al cabo de un rato pasa por allí un nieto suyo adolescente a saludarla y darle un beso. Muy de vez en cuando viene su hijo con su mujer y comen con ella. Una vez me los presentó; parecen majos, aunque tengo bastante claro que vienen menos de lo que ella quisiera.

Me gusta también quedar para desvirtualizar a alguien que he conocido en una red social y me cae bien, sin que se me pase por la cabeza que el otro, si es hombre, vaya a guardarse un par de condones en la cartera antes de salir de casa. Recuerdo que una vez una mujer me llamó ingenua por ello, pero aunque no esté de acuerdo, preferiría serlo en este caso. Solo una vez -¿o fueron dos?- me llevé una desagradable sorpresa, pero tampoco se hundió el Titanic. Ninguno de aquellos tipos merecía un café. Se despachan y listo.

No sé si os he dicho que me gustan las personas. Es que no me gusta ir pregonándolo por ahí, porque ahora es muy 'cuqui' presumir de asocial y, si me apuras, de mujer moderna que ha elegido vivir sola y pasar de los hombres. No parece ser tan mala idea, porque las que más presumen de ello parecen tener bastante éxito. Un día de estos aprenderé a hacer algún papel, a ver cómo se me da. De momento, sigo sin ser capaz y, la verdad sea dicha, soy demasiado vaga como para fingir.

Me gustan las personas, ¿sabes? Y la verdad es que me siento feliz de poder encontrar algunas de vez en cuando, suele ocurrir cuando menos lo espero. Aunque en realidad, puede que la vida sea más sencilla para los que no aman tanto hablar con otros.



22 de enero de 2016

De antenas, princesas y castillos




He quedado con tres amigos para comer en el local de Carlos, muy cerca de mi lugar de trabajo. Como siempre, llego unos minutos antes de la hora, aún sabiendo que ellos no llegarán antes de 15 minutos, pero no me importa. Me gusta llegar un rato antes y quedarme charlando con el dueño mientras me tomo la primera cerveza y me fumo un cigarro. Carlos agita los brazos desde la acera como si ayudara a aterrizar un avión mientras me ve bajar. Me da un beso en la frente –“buenos días princesa”- y pide una Alhambra 1925 por la ventanita que da al interior del bar. Mientras él va y viene entre las mesas llevando cartas, ceniceros y cubiertos y pegándome un pellizco en el moflete al pasar de vez en cuando –es de esos hombres torpemente cariñosos que cuando intentan hacerte un mimo te hacen daño-, escucho sin querer la conversación de dos mujeres sentadas detrás de mí. No es que yo tenga las antenas muy largas, sino que el volumen de sus voces es bastante escandaloso.

La que más habla empieza a relatarle a su amiga los festejos preparados para el cumpleaños de su hija, que no debe de tener más de ocho años. Mi asombro va en aumento a medida que escucho los puntos del programa de festejos. Habrá castillos hinchables y un grupo de animadores, soltarán cabritos (SIC; cachorros de la especie caprina), después un grupo de cochinillos (vivos, sin manzana en la boca ni nada, para el deleite correteador de los asistentes), y a continuación aparecerá un caballero medieval con su cota de malla, que nombrará solemnemente a la homenajeada “princesa Alina". Esto último me hace pensar que cuando bautizaron a la criatura ya tenían planificada una fiesta medieval.

No puse mucha atención al relato del menú, pero sí me quedé con el detalle de la tarta, que como en una boda cortará la niña con un “sable infantil”. Me parece un detalle de la organización que no le den una katana, la verdad. Imaginarme a una niñita rubia con coletas arremetiendo una tarta de Hello Kitty como Uma Thurman en Kill Bill era bastante grotesco.

- El caballero lleva espada y todo, y se la impone en los hombros, tía, mola mogollón -.

Tras los postres, el restaurante obsequiará a la niña, que a estas alturas se habrá convertido ya en un globo aerostático relleno de satisfacción y gozo, con una tablet o un móvil, a elegir por los padres pagadores.

- Todavía no lo he elegido, tía, ¿qué te parece a ti más adecuado? -.

Cuando por fin aparecen mis amigos, estoy ya achispada y bastante deprimida, porque supongo que todo este despropósito costará más o menos lo que costó mi boda, y a mí no me pusieron castillos hinchables ni me llamaron princesa.


28 de diciembre de 2015

El joven


Nació un 28 de diciembre, poco después de que su familia se trasladara a  vivir a Madrid. Nunca le gustó su fecha de nacimiento, que siempre dio lugar a chanzas. La primera de ellas el mismo día en que nació. Su padre creyó que los compañeros de trabajo le estaban gastando una broma aquel día, cuando le llamaron para decirle que acudiera al hospital porque su mujer estaba teniendo al pequeño de sus hijos. 

Fue otro 28 de diciembre, precisamente 28 años después, cuando la vida le jugó la peor pasada. Al salir en coche del restaurante donde trabajaba, la niebla lo dejó incrustado en la mediana de la autovía. Acababa de pagar con su novia la entrada de un piso y proyectaban reformarlo y casarse. Aquel 28 de diciembre se perdió para siempre el chico que había sido hasta entonces, por culpa de una lesión cerebral. Aquello fue el punto de inflexión de todas nuestras vidas. 

Su novia siguió unos cuantos años a su lado, turnándose con la familia para cuidarlo en los innumerables lugares por los que pasó en busca de un milagro. Hoy cumple 50 años. Sigue teniendo esos ojos negros jóvenes y risueños de siempre, y el pelo rizado y abundante, aún negro sin canas. Parece mentira que él también se haya hecho mayor. Aunque lo que de verdad me parece increíble y maravilloso, es que aquella chica que fue su novia desde la adolescencia, haya venido un año más a recogerle para ir a comer juntos por su cumpleaños. Es ella realmente la causa de que haya abierto hoy el blog para escribir esta entrada, con toda mi admiración.