Tras la cruel guerra que asoló la comarca durante tres años llevándose a su familia, la vida en aquella casa grande y vacía se le hizo insoportable. Un buen día, tomó la decisión de alejarse de todo y empezar de nuevo en un lugar distinto, con la esperanza de borrar los recuerdos dolorosos de las voces de los suyos, cuyos ecos retumbaban cada noche en las frías paredes de la casa.
Cerró el taller. Miró por última vez las florecillas blancas de Edelweiss que su mujer había plantado cuando se mudaron al pueblo y se trasladó a la montaña, a unas cuántas millas de la aldea más cercana. Y construyó una pequeña casa de piedra y madera en un prado bordeado de abetos y cipreses. Cerca había un riachuelo de agua helada, el comienzo del río en el que pescara tantas veces con su hijo, unos años antes, en el valle. Al principio, el contacto con la naturaleza fue como un bálsamo para su ánimo y las jornadas pasaban veloces, ocupado en la construcción de su nuevo hogar. La noche le encontraba siempre tan cansado, que conseguía dormir unas horas, lo suficiente para seguir trabajando al día siguiente.
Pasó la primavera, que sembró de flores el prado en torno a la casa. Pasó el verano, que inundó de luz sus días y alegró sus siestas con el canto de los pájaros. Pero en otoño, cuando ya creía sentirse feliz en su nueva vida, comenzó a echar en falta la presencia humana. Llevaba meses sin ver pasar una camioneta ni un grupo de montañeros, ni siquiera un pastor con ovejas. Las primeras nevadas del invierno tapizaron de blanco su prado, dejando las ramas de los árboles vencidas por el peso de la nieve. El frío comenzó a colarse en su interior, y volvió a sentirse solo, más solo que nunca antes recordaba haberse sentido. Entonces, un día, decidió tallar con sus manos de artesano una estatua. No una estatua de madera como las que tantas veces había fabricado en el taller, sino una estatua de hielo que representara una hermosa mujer. Tardó cinco días en terminarla, y cuando por fin soltó el cincel y se sentó sobre la nieve a admirarla, se sintió satisfecho y feliz.
Cada día pasaba horas sentado junto a su estatua. Hablaba con ella, pasaba su mano por el rostro helado y le daba las buenas noches antes de acostarse. Aquella mujer de hielo se convirtió en su unica compañía, y llegó a necesitarla tanto como para levantarse ilusionado por las mañanas por salir a verla.
Pero llegó de nuevo la primavera, y el cielo en la montaña era cada vez más azul y luminoso. Y el sol, poco a poco, comenzó a derretir la nieve que lo cubría todo. Y un día, su mujer de hielo comenzó a llorar, deshaciéndose en un charco a sus pies. Pasó la última tarde sentado frente a ella, dejando caer por sus mejillas lágrimas saladas, mientras veía cómo su única compañera se derretía ante sus ojos, dejándolo solo, de nuevo. Vencido por el sueño y el dolor, se acostó con el corazón encogido.
A la mañana siguiente, pasó bastante tiempo encerrado en la casa, temeroso de salir afuera y no verla nunca más. No reunió el valor necesario hasta el mediodía. Salió despacio, se acercó al prado, al lugar donde durante meses había estado ella. El prado brillaba de un verde intenso bajo el fuerte sol de la mañana, y en el lugar donde antes estuviera su estatua, encontró la más hermosa flor de Edelweiss que nunca hubiera visto.