Tras la cruel guerra que asoló la comarca durante tres años llevándose a su familia, la vida en aquella casa grande y vacía se le hizo insoportable. Un buen día, tomó la decisión de alejarse de todo y empezar de nuevo en un lugar distinto, con la esperanza de borrar los recuerdos dolorosos de las voces de los suyos, cuyos ecos retumbaban cada noche en las frías paredes de la casa.
Cerró el taller. Miró por última vez las florecillas blancas de Edelweiss que su mujer había plantado cuando se mudaron al pueblo y se trasladó a la montaña, a unas cuántas millas de la aldea más cercana. Y construyó una pequeña casa de piedra y madera en un prado bordeado de abetos y cipreses. Cerca había un riachuelo de agua helada, el comienzo del río en el que pescara tantas veces con su hijo, unos años antes, en el valle. Al principio, el contacto con la naturaleza fue como un bálsamo para su ánimo y las jornadas pasaban veloces, ocupado en la construcción de su nuevo hogar. La noche le encontraba siempre tan cansado, que conseguía dormir unas horas, lo suficiente para seguir trabajando al día siguiente.

Cada día pasaba horas sentado junto a su estatua. Hablaba con ella, pasaba su mano por el rostro helado y le daba las buenas noches antes de acostarse. Aquella mujer de hielo se convirtió en su unica compañía, y llegó a necesitarla tanto como para levantarse ilusionado por las mañanas por salir a verla.

A la mañana siguiente, pasó bastante tiempo encerrado en la casa, temeroso de salir afuera y no verla nunca más. No reunió el valor necesario hasta el mediodía. Salió despacio, se acercó al prado, al lugar donde durante meses había estado ella. El prado brillaba de un verde intenso bajo el fuerte sol de la mañana, y en el lugar donde antes estuviera su estatua, encontró la más hermosa flor de Edelweiss que nunca hubiera visto.
!!!!hermoso cuento me encanto, felicidades ...aun hay gente sensible en éste mundo...
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