1 de septiembre de 2013

La margarita


(He tomado prestada la imagen de aquí)

Había salido a pasear sola por el campo, en dirección al acantilado. No hacía demasiado calor, el sol calentaba su rostro como una agradable caricia. Hacía tanto tiempo que nadie la acariciaba que le hacía sentirse feliz. A medida que ascendía por el camino hacia la loma, la brisa marina era cada vez más perceptible y el aire jugaba con los mechones de pelo que se le escapaban de la coleta. Cerca ya del acantilado, le llamó la atención una margarita solitaria. La tomó entre sus dedos y arrancó el primer pétalo

- Me quiere..-.

Entonces, oyó un quejido muy leve, y la voz suave de la margarita comenzó a hablarle.

- ¡Espera! Por favor, no me arranques más pétalos, estoy segura de que no es necesario. ¿Te has parado a pensar que si realmente no estuvieras segura de la respuesta a esa pregunta, ya la tendrías?-.

- No. No la tengo. Y no puedo soportar más la duda. Por eso necesito que me ayudes a saberla-.

- Pero chiquilla, cuando alguien te ama es imposible no sentirlo. El amor hacia uno es como esta brisa que te despeina y golpea suavemente tus mejillas, como este sol que te hace cosquillas en la nariz. Cuando es amor, siempre se sabe. Cuando venís con dudas, soléis traer con vosotros la certeza de una respuesta que no queréis ver. Para empezar, ¿le has preguntado a él?-.

- Sí. Muchas veces. Y no quiere responderme-.

- Bueno, eso ya es una respuesta. Alguien que te quiere no te niega las palabras, ni permite que no seas feliz viviendo con dudas. Se preocupa por tu felicidad y hace todo lo posible por verte sonreír. Te propongo una cosa: si consigo ayudarte a que te respondas tú misma, no me quitarás más pétalos, ¿te parece?-.

- De acuerdo- dijo la muchacha. Se sentó sobre la hierba, colocando la margarita sobre su falda, y escuchó.

- Dime, ¿él te hace feliz, te mima, se esfuerza para que te sientas bien?-.

- A veces sí. Otras veces, me hace daño, pero creo que no tiene la culpa. Que la culpa es mía, porque le agobio-.

- Nadie es culpable de amar, y nadie merece ser tratado como un objeto de segunda mano. Eres una princesa, y tiene que haber unos cuántos príncipes deseando hacerte feliz, querida. Le estás disculpando, y lo sabes bien. Dime, ¿vive su vida contigo?-.

- No. Tiene otras obligaciones. Vive con otras personas, pero pasa algún tiempo conmigo-.

- ¿Hay algo que le impida vivir contigo, o fue su propia elección la que le llevó a vivir sin ti? Y, cuando estáis separados, ¿permanece cercano, se preocupa por tus cosas, por tu estado de ánimo, por tu felicidad?-.

- Fue su decisión. Y no, ya no se preocupa por saber si estoy bien, ni me llama cuando estamos lejos. Pero está muy ocupado, seguro que me echa de menos aunque no lo diga-.

- Cariño, no se trata de lo que uno diga, sino de lo que haga. Y él no lo hace. Creo que ya tienes tu respuesta, que la tienes hace tiempo y te negabas a verla. Lo único que necesitas es ser consciente de lo fuerte que eres, y hacer lo que sabes que debes hacer. No dudes de que eres preciosa, y mereces a alguien que sepa darse cuenta de ello y quererte. Dime, ¿de verdad necesitas arrancarme los brazos?-.

La muchacha soltó una lágrima. El aire era cada vez más fuerte y la secó enseguida de su rostro. Dio las gracias a la margarita, se puso en pie, sacudió su falda y siguió caminando hacia el borde del acantilado. Sentado allí, con los pies colgando hacia fuera, había un muchacho. Moreno, de piel tostada, mirando hacia el horizonte. Se sentó a pocos metros de él mirando hacia el mar. No pasó mucho tiempo hasta que él se pusiera de pie y se acercara a invitarla a bajar juntos a la playa. Su mirada era profunda y brillante. Y sincera. Se dio cuenta de que hacía muchos años que no veía una mirada tan sincera. Y sonrió.

 
   

18 de agosto de 2013

El final de la nostalgia

(Foto de Marcin Kesek)

He aprendido -tarde, como siempre, aunque está claro que hacerse mayor tiene este tipo de ventajas-, que muchas veces alimentamos la añoranza de las personas de forma equivocada. A veces, nos empeñamos en creer que la persona a quien echamos de menos es más importante para nosotros de lo que en realidad es. Y no contentos con ello, imaginamos que nos echa de menos de igual manera. Que la vida es tan injusta que mantiene alejados a dos seres que desean estar juntos, que se extrañan. La impotencia que brota en nosotros de esta ilusión romántica, es la que nos impulsa a echar de menos en exceso. A sentir la pena de que algo especial, no pueda llegar a ser. Creyendo que la otra parte lo desea de la misma manera. Pero tarde o temprano la vida, que sigue su curso sin compasión y no vive de ilusiones, nos va poniendo delante las pruebas de nuestra descabellada fantasía -nadie que te eche de menos permanecería alejado tanto tiempo, ni preferiría estar en otro sitio, ni dejaría pasar varios días sin saber si estás bien-. Y en el mismo momento en que descubrimos que el otro no nos extraña tanto como imaginábamos, que su vida sigue tan feliz como antes de cruzarse con la nuestra, aunque no esté en ella hace tiempo, llega la desilusión y la tristeza. Y el enfado con uno mismo por haber sido tan estúpido como la lechera del cuento. Parece que la pena no vaya a pasar nunca, pero pasa. Y un día, de pronto, sientes como si un enorme peso se liberara de tu cuerpo. Eres consciente de que dejaste de echar de menos en exceso, de que tu vida es tuya y es preciosa. Y ya no tienes que sentirte triste por él, al menos. Y de pronto descubres que ya no sufres. Porque no se puede echar de menos algo que no existe. Porque el hecho de saber que no era algo recíproco, te libera de sentir esa lástima por la otra parte. Y así, de la manera más tonta, dejas de sentir añoranza al saber que nadie te esperaba al otro lado del puente, y vuelves a ser feliz. Tú. Contigo. Ahora, por fin, en tu lado, reina la tranquilidad. Nunca es tarde, y realmente tú te la merecías hace tiempo. Ahora sí: VIVE.


9 de julio de 2013

Los finales nunca vienen solos


Estaban juntos, como tantas otras veces, paseando de la mano y riendo. Reían mucho. Ambos tenían un sentido del humor muy parecido. A ella le encantaban sus bromas, y era raro el día que no soltara varias carcajadas en su compañía. Él, que en el fondo era un chico bastante triste, también reía mucho cuando estaba junto a ella. Reír y besar, eran dos de las cosas que mejor se les daban. Él se puso frente a ella, la miró a los ojos con una de esas miradas que ella había confundido con algo distinto tantas y tantas veces, y la apretó en un abrazo.

En ese momento, ella abrió los ojos. Estaba en su cama, sola. Se frotó los ojos, desilusionada, y permaneció un rato tumbada boca arriba, mirando en el techo el baile de luces y sombras provocado por la luz de la farola. Todo había sido un sueño: Él también se había ido en cierto modo. A su lado, ochenta centímetros de sábanas sin arrugar y una mesilla de noche sin despertador, libro ni gafas de cerca.

Fue uno de esos despertares en los que uno siente nítidamente sobre el pecho el peso de la soledad, como el de aquella montaña de mantas que te echaba encima la abuela en invierno en la casa del pueblo. Una soledad en parte deseada y necesaria, y en parte sobrevenida con la desilusión y el conocimiento, al fin, de una verdad dolorosa mucho tiempo disfrazada. 

Después de toda una vida viviendo en compañía, había muchas cosas por hacer, muchas maneras de sacar partido a estar sola. Así que se dijo que, aunque no le gustaba mucho el aspecto de su nueva compañera, debía de intentar llevarse bien con ella ya que iban a compartir habitación durante un tiempo. Quién le hubiera dicho, unas horas antes, que los finales nunca viene solos. Que a pesar de sus años, seguía confundiendo la amistad y la atracción con otros sentimientos. Tal vez -se dijo-, aprovechando las vacaciones, debería apuntarse a algún curso en el que enseñaran a conocer a las personas bien antes de encariñarse en exceso con ellas. Era lo mejor que podía regalarse, si quería salir de esta. Porque una cosa era ser fuerte para sobrevivir a un final, pero a dos al mismo tiempo... era otro cantar.