Tengo
un par de orejas simétricas y estéticamente armoniosas, cosa que no tiene ningún
mérito por mi parte, por otro lado, y que debo a la herencia genética de mis
padres. Como todo el resto -el resto así, en genérico, ya que vale tanto para
el resto de mi fisonomía como para una buena parte de las cualidades y defectos
que me aderezan. Muchas de las primeras, y muy pocos de los segundos, debo
aclarar-. Pero como bien sabemos, en esta vida no se puede tener todo y una
servidora no puede ser menos, así pues, la naturaleza no me dotó como
complemento de un buen oído musical ni de una bonita voz. Pero adoro la música,
y una de las cualidades que más envidio y que hubiera deseado tener, es
precisamente el don para cantar. Por suerte, el buen Dios tuvo a bien
obsequiarme a cambio con ciertas dosis de vergüenza y sentido del ridículo -no
mucho, bien es verdad, pero sí lo justo-, gracias a lo cual me limito a cantar
cuando estoy a solas.
La música...
Muchas de las personas importantes de mi vida, y muchos momentos particulares
de la misma, están inevitablemente ligados a canciones. Por su culpa, o a veces
gracias a ellos, hay canciones que no he vuelto a escuchar hace mucho tiempo, y
otras que en cambio escucho de forma recurrente y machacona. Eso sí, no he
practicado nunca, que yo recuerde, ese deporte tan femenino -perdóneseme el
sexismo, o rebátase, en su caso- de la autoflagelación musical. Escuchar de
forma continua las mismas canciones lacrimógenas que te recuerdan a una persona
que ya no te quiere o que, rizando el rizo, no lo ha hecho nunca. De todas las
vertientes del masoquismo, creo que esa es la que menos me llama. En ese
sentido, soy bastante tajante cuando de sacar a alguien de mi vida se trata:
practico la exclusión y el destierro sine die de cantantes y canciones, que
generalmente no vuelvo a escuchar -perdóname Elton, mis disculpas Joaquín-.
Por
contra, si adoro una canción especialmente, y en algún momento llego a
compartirla con una persona por la que siento afecto, a partir de ese momento
no soy capaz de volver a escucharla sin recordarla. Me ha ocurrido con
bastantes canciones y unas cuantas personas, y me gusta creer que al otro le
ocurrirá lo mismo cuando vuelva a escucharla. Me gusta suponerlo, aunque la
realidad se muestre a menudo tan prosaica como para llevarme a pensar que,
realmente, el romanticismo musical, como todos los demás, está bastante muerto.
Pero no seré yo quien le eche encima la primera palada de tierra. Not yet. Not
me.
He
dudado bastante al elegir la canción con la que terminar esta entrada. A punto
he estado de poner una de hace 39 años, que lleva meses repitiéndose en mi iPod
y en mi cabeza, y hace unos días, inexplicablemente, se convirtió en trending
topic mundial. Pero no puede ser. Esa canción también me recuerda a alguien,
desde hace un tiempo, así que he decidido que lo más justo, tal vez, es terminar
con una canción de nadie. Una canción que me encanta y que lleva conmigo unos
cuantos años, de hecho sigue siendo la melodía de mi teléfono móvil. Muchos la
han escuchado a mi lado, incluso hay alguien que inevitablemente al escucharla
seguirá acordándose de mí. Pero para mí, es solamente mía, y así me gusta que
sea.