Cuántas veces había escuchado a su madre, desde que era apenas un chaval de pantalones cortos y rodillas descarnadas, que nada es para siempre. Y sin embargo, había tenido que llegar a la cuarentena para comprenderlo realmente. Tanto tiempo creyendo que la felicidad emanaba de la permanencia de las posesiones: poseer a alguien y ser poseído, contar con una casa, un coche o un buen despacho. Y ahora que, de repente, no poseía casi ninguna de esas cosas, su vida transcurría de forma apacible y, la mayoría de los días, salía a la calle con una sonrisa en su rostro y un brillo infantil en la mirada. Ya no esperaba nada de nadie, sabiendo que todos iban de paso por su vida. Procuraba no sentirse triste ante lo efímero de las presencias amables, que en los últimos tiempos pasaban fugazmente de camino hacia otros destinos. Solía pensar que todos ellos habían caído por azar a su lado, como viajeros de un tren de largo recorrido que tuviera que detenerse por accidente en un apeadero no programado. No esperaba que nadie decidiera quedarse; se consideraba sencillamente afortunado por cada pequeño gesto de cariño recibido. Todos habían sido un regalo extraordinario.
Sentado sobre una roca frente a aquel mar de color gris que rizaba su superficie con el viento, comprendió que ahora, con los bolsillos más vacíos que nunca, era razonablemente feliz. Porque había aprendido, casi sin darse cuenta, a guardar los escombros, las virutas de los momentos felices. Ahora que todo en su vida era efímero, bastaba agradecer, simplemente, que pasara.