Este texto se gestó mediante
una larga serie de e-mails sucesivos con mi amigo M.E. en marzo de 2011, de la
que surgió un loco relato a dos manos. Las aportaciones de M.E., que me ha dado
su consentimiento para publicar algo que hicimos por mero divertimento, están
en color azul, y las mías en verde. Todos los personajes son fictios… o no.
* * * * * *
Baldrapolo miró por la ventana y notó que los días eran más largos.
Estaba cansado, no sabía qué hacer. Este invierno que daba sus últimos
coletazos había sido muy crudo. Quería olvidarse de todos los achaques pasados
pero no iba a ser fácil. -Las secuelas siempre quedan-, pensó, y además, éstas
le daban largas.
Echó una mirada a la prensa antes de recoger los bártulos y recordó
el 23-F: -ya han pasado 30 años-. Se vio reflejado en las fotos de los
protagonistas y se sintió viejo de repente, como si le hubieran caído todos los
años de golpe. En 1981 no estaba aquí, había vivido todo en la distancia. Entonces,
tenía muchos proyectos que quedaron en nada. Dudó un instante antes de
seguir escribiendo. A fin de cuentas, esta historia se le estaba yendo de
las manos y él no era el protagonista.
Apagó el ordenador y tomó la americana del perchero. Mientras
se colocaba la solapa, que había quedado ligeramente alzada por detrás
mostrando un estridente forro amarillo, volvió a mirar por la ventana. Ya era de
noche, y hasta el majestuoso obelisco de la plaza, cuya arquitectura había
denostado tantas veces, se veía a duras penas. Le dolieron un poco los ojos del
esfuerzo y unas moscas volantes revolotearon por el lado izquierdo de
su humor vítreo, recordándole que no debía hacer esfuerzos por culpa de su
débil retina. Un picor en la garganta y un pequeño acceso de tos le
auguraron una noche movida, y no en el sentido que a él le hubiera gustado. En
días como este, le costaba reconocer al joven que había sido 30 años antes.
Entonces aún no tenía zapatos ingleses, pero sí muchos sueños y
bastante pelo y, sobre todo, era el protagonista de la historia.
Apagó la luz de su despacho y recorrió el pasillo silencioso en
busca de otras luces que apagar –le divertía regañar a su compañera olvidadiza
por las mañanas-. Se detuvo un instante ante la puerta del despacho vacío de su
pupilo y siguió caminando hasta los ascensores. Tuvo la impresión de ver
la sombra de una mujer con zuecos blancos y una palmatoria en la mano, al
pasar por la puerta entornada de otro despacho, pero no se atrevió a mirar
dentro.
[Nadie sabía a ciencia
cierta hasta qué horas permanecía aquella mujer de edad indefinida entre la
juventud y la madurez en su despacho. Siempre estaba allí cuando llegaba el
primero a la oficina, y permanecía a altas horas cuando se iban los últimos.
Algunos sospechaban incluso que pasaba allí las noches, pues tenía ropa en el
despacho y no era difícil encontrarla en los baños femeninos lavándose los
dientes e, incluso, cambiándose de blusa.]
-Cómo están las cabezas...- pensó, mientras pulsaba el botón para llamar
el ascensor. Por suerte, la cabina que acudió era la G, su favorita: no
todo podía salir mal hoy. -En fin, mañana será otro día-.
Pensó con sorna que al menos el dedo le seguía obedeciendo. Bajó
solo en la cabina del ascensor, y en el hall del edificio se cruzó con los
últimos rezagados que se apresuraban a fichar la salida en los relojes
junto a la entrada. En
la puerta no estaba el vigilante de siempre, posiblemente su turno habría
acabado a las 7. Salió a la calle, y una bocanada de aire tibio le confirmó que
la primavera no estaba lejos. Nuevamente, las zanjas del alcalde se cruzaron en
su camino y tuvo que parpadear varias veces para enfocar las primeras
luces que brillaban como relámpagos.
En el semáforo coincidió con un antiguo colega al
que no veía desde hacía tiempo. Inmediatamente le surgieron un montón de
preguntas que no dudó en soltarle.
-¿Hacia dónde vas?-, le preguntó. -Voy a la Plaza de Castilla,
después tengo dos paradas de metro hasta mi casa-.
-Hacía tiempo que no te veía-, le dijo.
-Bueno, llevo aquí casi 10 años, sigo trabajando
en Presupuestos-.
Caminaron juntos hasta la plaza y al instante notó que su
acompañante cojeaba ligeramente. A cierta edad los achaques son siempre un
motivo de conversación.
-Estoy hecho un trasto, la ciática no me deja tranquilo. Cuando no
es la pierna izquierda, es la derecha-. Inmediatamente, él también pensó en su asma y en su dañada retina, pero no quiso
cambiarle cromos.
-Si te digo que yo vi hacer este edificio, no te lo vas a creer. La
excavación estaba llena de agua y las obras estuvieron mucho tiempo
paradas. Nunca pensé que trabajaría en él durante cuarenta años-.
Se despidieron en la boca del metro y continuó por la acera,
ocupada con casetas de churros y abalorios. Los episodios del día le
seguían rondando en la cabeza, tenía algún cabo suelto que trataría de
atar mañana. Le daba vueltas al tema de la plaza de garaje que quería
adquirir y bajó a medirla, era muy cara y un poco más estrecha que la suya,
pensó para conformarse. Prefirió subir por la escalera para hacer ejercicio y
nada más entrar en su casa, confirmó que su ipad estaba descargado.
Calentó un plato de lentejas y las regó con un vaso de vino. Se sentó
delante de la tele y nuevamente le asaltaron las imágenes de aquel 23-F,
que le volvieron a llenar de nostalgia. Visto desde lejos, aquello fue una
auténtica chapuza, como tantos episodios de nuestra historia.
El día no daba más de sí. Se fue a la cama y conectó la radio, al
poco rato se quedó dormido al son de la trikitixa y la txalaparta.
* * * * * *
El despertador atronaba sus oídos a pocos centímetros y por
las rendijas de la persiana se colaban ya los primeros rayos de sol de un día
que se preveía primaveral. Cualquier otro hubiera saltado de la cama
alegrándose por las circunstancias meteorológicas, pero a él, el buen tiempo le
recordaba las flores, las flores le recordaban el polen y éste a su vez el
asma... -Ya no tengo el cuerpo “pa” ruidos-, pensó mientras se dirigía hacia el
baño rascándose la parte baja de la espalda por dentro del pijama.
Después de la ducha se sintió más animado. Su mujer le había
dejado sobre la mesa un zumo de naranja recién exprimido. Un
gesto verdaderamente extraordinario que le hizo sonreír. Sintió no
poder agradecérselo debidamente porque ella ya había salido con destino a
su cita de primera hora en el trabajo. A él también se le estaba haciendo
tarde. Terminó su café, dejó los cacharros en el fregadero, hizo
su cama, ordenó un poco el apartamento como cada mañana -no soportaba el
desorden- y se dispuso a salir al aire fresco de la mañana. El paseo calle
abajo fue muy agradable. Las caras de las personas con quienes se cruzaba se le
hicieron amigables, presentía que este sería un buen día. Recordó que a las
9,15 había citado en su despacho a un par de colegas para un careo: no le
gustaba perderse nada, y aquellos dos le estaban ocultando algo.
Como cada mañana, fue uno de los primeros en llegar a la
planta quinta. Abrió la puerta de su despacho, encendió la luz y el ordenador,
colgó la chaqueta sobre los brazos del perchero y se sentó a teclear. Tenía que
continuar con el relato a dos manos que su compañera había actualizado la noche
anterior. Una pequeña nube gris se cruzó por su mente: Él no había contestado a ninguno de los correos electrónicos que se
habían intercambiando con el borrador del relato.
-Debe de seguir enfadado-, pensó, moviendo la cabeza hacia uno y
otro lado mientras esbozaba una leve sonrisa -¿Qué le habrá dicho esta
mujer?-.
Hacía ya algunos años que ellos dos se conocían, y aunque ninguno
de ambos creía ya en la amistad, lo suyo era algo más que una relación de
colegas. De hecho, el departamento de seguridad del organismo para el que
trabajaban, había iniciado un expediente para investigar el extraño tipo de
simbiosis que experimentaban. A pesar de su aspecto físico tan
diferente, de sus 20 años de diferencia y de sus vidas tan dispares,
el paso del tiempo los había ido acercando en su aspecto exterior poco a
poco, paulatina e inexorablemente. Cualquier observador poco avezado podía
darse cuenta ya de que calzaban el mismo tipo de zapatos ingleses (objeto
tiempo atrás de otro expediente por parte del departamento de seguridad). No
pasando mucho tiempo, acabarían utilizando las mismas camisas, corbatas,
chaquetas y calzoncillos y algún día, quizá, ambos dejarían en herencia a su
respectivo hijo varón un Patek Philippe
de 7000 pavos.
Muchas coincidencias, unos cuántos buenos ratos, alguna risa y
un puñado de charlas más o menos amistosas, pero eso era todo. Ninguno de los
dos se engañaría nunca con la absurda idea de que la amistad es posible entre
humanos. No pensaban dejar que Ella
les contaminara la mente con esa ridiculez. Los amigos no existen,
estamos solos en este mundo.
Todo esto pensaba también el más joven, y la cabeza comenzó a
dolerle con punzadas agudas. -Caminamos solos- pensaba -y pasamos por la
vida deseando hacer algo grande que deje huella tras nuestro paso, mas la
vida son dos días, y ni Dios ni Gil de Biedma nos cuentan qué viene después-.
Se había quedado de nuevo ensimismado y sumergido en los recuerdos, cuando le
despertó de golpe el teléfono que sonaba sobre su mesa. Al otro lado, la voz de
Elenita les proponía ir a comer los tres juntos como en los viejos tiempos.
Cada uno con sus problemas, sus comeduras de coco, sus tristezas y alegrías,
sus manías y secretos, y los tres con algo en común: el deseo de pasar un
rato agradable juntos, intentando creerse por unos instantes que la
amistad existe y que los problemas han quedado atrás.
Dudó un instante antes de decidirse a bajar: los churros de la
mañana se le repetían a esa hora y no tenía Almax a mano. De repente, se dio
cuenta de que ya era 1 de marzo y todavía no había leído Gentleman. Esta situación tenía
que corregirla de inmediato, masculló entre dientes para sí mismo.
Sintió cierto sonrojo al comprobar que volvían a surgir
asuntos que creía ya superados, como el concepto de la amistad, pero le
hizo gracia la idea de que su pupilo fuera mejorando en su
torpe aliño indumentario, y que hubiera asimilado tan rápido algunas ideas
básicas, hasta el punto de considerarlas como propias -tenía guasa-,
aunque ya era hora de que se decidiera a volar solo. Igualmente le
sorprendió que Ella tuviera aficiones poéticas
y que citara a su poeta de cabecera,
pero discrepaba en el poema de Gil de Biedma elegido. Seguía
prefiriendo el titulado "No volveré a ser joven", que reflejaba mejor su estado vital, y lo recitó de memoria: -Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde...-.
Poco importaba, al fin y al cabo parecía que ciertas ideas
que solía repetir machaconamente, aunque ya no estaban de moda, iban calando entre ellos.
A pesar de la aburrida reunión de departamento de las
diez y de que las noticias de la prensa no ayudaran demasiado, la
mañana transcurría plácidamente. Le llamó la atención un anuncio
que aparecía en la prensa con nuevas ideas para paliar la crisis, que
textualmente decía: "diseña tu propio funeral". -¿Hasta
dónde vamos a llegar?-, pensó escandalizado. No hacía
falta estar muy despierto a esas horas para darse
cuenta de que los tiempos estaban cambiando. Principios que hasta hace
unos meses parecían inmutables se tambaleaban y, sin que viniera a
cuento, le pasó por la cabeza
la convulsa situación de los países árabes, posiblemente por
los efectos colaterales que podría tener en el coste de las hipotecas y
en la recuperación económica de España.
Sobre este asunto de la crisis, la ciudadanía se encontraba
perpleja por las nuevas medidas anticrisis del gobierno, que
no estaban facilitando las cosas. Mientras el paro
galopaba como nunca, la opinión pública no comprendía que el
ejecutivo se desgastara adoptando algunas medidas tan poco eficaces
como la limitación de la velocidad en las autovías a 110 km/h, aunque
se anunciaban otras aún más peregrinas que estaban en estudio. Como por
ejemplo, apagar las luces de las oficinas públicas o cerrar los aparcamientos
de los ministerios para que los funcionarios se desplazaran en
metro. También algunos ayuntamientos barajaban la idea
de restringir el tráfico en las grandes ciudades, para reducir los valores de dióxido de nitrógeno, cuyos
efectos se había comprobado que repercutían en la fertilidad masculina,
pero seguramente la concejal de medioambiente no llegaría a adoptarla en este
período preelectoral.
Baldrapolo se encontraba sumido en estos pensamientos,
cuando recibió una llamada del Departamento de Seguridad para alertarle
de una rara enfermedad que se apoderaba del personal de la quinta planta. Al otro lado del teléfono, una voz femenina le alertó, con las cautelas pertinentes,
del brote de melancolía que había surgido en su planta, sin que
se conocieran las causas ni el tratamiento para combatirla.
Preocupado por tal aviso, se decidió a consultar el horóscopo del día: "deberás reformar tu rutina laboral para
acomodarte a nuevas y mayores responsabilidades. No pierdas la calma",
le aconsejaba.
La situación era tan grave que debía tomar una decisión
urgentemente, sin perder la calma, como le aconsejaba su
horóscopo. Ya no bastaba con
las friegas de aceite de oliva ni con
las píldoras de Omega-3 que, de manera preventiva, se habían
distribuido como placebo entre algunos miembros
del personal. Deberían tomarse medidas más drásticas para evitar que la
enfermedad se propagase. Reunió al gabinete de crisis, compuesto por las dos personas más
afines a él, y les sugirió algunas ideas que sometía a su
consideración. Con voz solemne, les anunció:
-Cuento con vosotros para esta misión. Será necesario que
trabajemos discretamente, de manera coordinada y con mucho tacto.
Les aconsejo que eviten tener relaciones sexuales con compañeros
de la oficina, por si la enfermedad se contagiara por esta vía-. Después, se quedó pensativo un instante
mirando al techo, pero no dijo más, todos estuvieron de acuerdo.
A continuación abrió un armario y les distribuyó
chalecos reflectantes, mascarillas, guantes de látex y equipos de
desinfección, y el comando se dispersó por la planta para
iniciar sus primeras pesquisas. Con carácter urgente se
comenzaría por cambiar las claves del correo electrónico y por eliminar de la
red que compartía todo el departamento ciertos archivos comprometidos. La Coordinadora de Plagas y algunos elementos infiltrados de plantas
superiores no debían estar al corriente de esta misión, de cuyo éxito
dependía el futuro de la planta.
El Pupilo agitaba los hombros molesto: el chaleco reflectante
le quedaba pequeño, lo mismo que los guantes, en cuyos dedos no hubiera cabido
siquiera uno de sus meñiques. -A la mierda– dijo, sacándose el chaleco y
arrojándolo sobre la silla verde de su despacho, -que se lo ponga
Mortadelo si quiere; yo me dedicaré a cambiar las contraseñas y ocultar los
ficheros, que es lo mío-. Elenita le miró haciendo un mohín coqueto -típico de
su edad y condición- y sonrió con condescendencia. Recogió el chaleco, los
guantes y la mascarilla que él había arrojado sobre la silla y salió del
despacho.
En el pasillo se cruzó con la Coordinadora de Plagas, que caminaba
arrastrando los pies cual si hubiera sido ya objeto de contagio de la epidemia
de melancolía. Sus ojeras delataban un exceso de horas de trabajo sobre sus
espaldas. Ni corta ni perezosa, detuvo a Elenita para contarle sus
cuitas: había sido encargada máxima responsable en
la investigación de la caza furtiva de ballenas en el estanque del
Retiro, y tanto la Dirección
General de Ordenación Pesquera como la de Recursos
Pesqueros le estaban haciendo luz de gas.
De pronto, la coordinadora se fijó en los artilugios que
Elenita llevaba consigo y la interrogó por su procedencia. Ella recordó
inmediatamente la importancia de la misión y la confidencialidad que
Baldrapolo les había exigido y jugó al despiste, haciendo creer a su
interlocutora que acababa de ser encargada de la evacuación de emergencia
de la planta quinta en caso de incendio. Para evitar una nueva pregunta, se
despidió de ella y la dejó en mitad del pasillo, alejándose en dirección
al despacho de Baldra.
Lo encontró acompañado de la Pelirroja, una coetánea suya muy
pizpireta, con la que gustaba de charlar sobre sus años jóvenes, el deterioro
de la vida matrimonial y de los órganos sexuales. Ambos tenían en común un
par de hijos viviendo la vida loca en el extranjero a costa de los padres, un
tema que a ciertas edades une mucho. Tanto, tanto une, que cuando Elenita entró
en el despacho se vio en la obligación de recordarle al jefe la norma
número uno que él mismo acababa de imponerles (abstinencia intraplanta),
arrojándole al tiempo un guante de látex a la cara, cosa que a Baldrapolo no le
hizo ninguna gracia -para una vez que pillo...-, pensaba.
Elenita lo dejó allí, maltrecho y encabronado, murmurando entre
dientes una de sus frases preferidas –no me gusta cómo caza la perrilla-, y se
dirigió hacia los ascensores. Hacía un rato que no se sentía bien. -Tal vez he
acabado contagiándome yo también-, se dijo. Pensó que un poco de aire fresco le
vendría bien y salió a la
calle. El cielo estaba azul, inmaculado, y el olor de la
hierba recién cortada en los jardines circundantes le recordó que la primavera
estaba cerca -¿dónde había leído antes eso?-. De pronto, sin previo aviso, una
lágrima tembló un instante sobre su párpado inferior y cayó finalmente
surcando su rostro. Al mismo tiempo, sintió una oleada de tristeza atravesando
su pecho, y entonces estuvo segura: estaba infectada.
La aparición de los primeros síntomas inespecíficos en algunos
sujetos de la planta puso
en guardia al Gabinete de Crisis. Alertados, procedieron a acelerar la toma de
muestras para su posterior remisión al laboratorio central de enfermedades
raras. Se tomaron muestras de orina, sangre, lágrimas, frotis vaginales y
tejidos grasos. El estudio radiológico se pospuso por falta de recursos. Para
evitar discusiones estériles, que tienden a empeorar los síntomas, las muestras
de los miembros del Gabinete fueron las primeras en ser analizadas.
Se procedió según el protocolo establecido por la OMS para estos
casos, y días después llegaron los resultados de las analíticas. Los análisis
de Elenita estaban dentro de las tolerancias admitidas, solamente existía una
ligera desviación en las muestras tomadas de sus lágrimas. Un asterisco en la
columna de la derecha señalaba un leve trastorno emocional con marcadas
tendencias teatrales, pero nada grave. Por el contrario, los análisis del
Pupilo eran más concluyentes. A simple vista, sus medidas antropomórficas
presagiaban un ligero sobrepeso, que confirmaron los elevados índices en
triglicéridos y colesterol. Para evitar que la cosa fuera a más, la máquina
proponía en letras rojas que iniciara sin dilación la Dieta de la Zona.
Mucho más alarmante resultó la analítica de Baldrapolo, con
elevados índices en el PSA, algo preocupantes para su edad, y un nivel alto de
estrógenos, lo que resultaba coherente con su abultado pecho. Para él no había
tratamiento específico, porque todo era debido a su avanzada edad. Por fortuna,
la analítica confirmó que ninguno de ellos estaba contaminado por el síndrome
de la melancolía.
Se continuó con la toma de muestras del resto de los habitantes de
la quinta planta, y los primeros temores a lo desconocido inundaron el pasillo.
El departamento de seguridad informó al Gabinete de Crisis de que era vital
poner en cuarentena la planta hasta conocer los resultados de los análisis y
obtener evidencias científicas del origen de la enfermedad. Para
ello, y hasta nueva orden, se procedió a precintar los ascensores, desinfectar algunos despachos, desratizar
los cuartos de baño, y comenzaron a emitirse por los altavoces canciones de El
Fary de manera ininterrumpida. Se decidió que la comunicación con el exterior
se realizaría por internet, con la supervisión de Elenita. La comida se
dispensaría a través de la boca de incendios de la planta, bajo la supervisión
del Pupilo, que comprobaría que la dieta cumpliese los porcentajes adecuados de
nutrientes 40-30-30 que dictaba la Dieta de la Zona. Se habilitó la sala
de juntas como dormitorio femenino y el despacho de la Coordinadora de Plagas
sería destinado a dormitorio masculino. Las visitas a deshora entre ambos
dormitorios quedaban terminantemente prohibidas, salvo que Baldrapolo las
permitiera bajo la eximente de fuerza mayor.
Este se dirigió al despacho del Pupilo para comprobar su estado de
ánimo y lo encontró volcado sobre el teclado con cara de pocos amigos.
–Estoy trabajando- dijo, sin apartar la mirada del ordenador. No
quiso interrumpir su trabajo, pero algunos rasgos de su cara le preocuparon.
Posiblemente alguna idea nueva estaba rebotando en su cabeza.
Baldra conocía muy bien al chico y sabía que en momentos así, era
mejor dejarle, de modo que giró sobre sus talones y volvió a su despacho. Se
puso a revisar de nuevo el correo electrónico, pues quería estar bien seguro de
sus sospechas antes de buscar un culpable. Desde luego, todo apuntaba a que le
estaban espiando, pues alguien había estado desviando su correo.
Esto complicaba mucho las cosas, sobre todo ahora que estaban
encerrados en el edificio: el espía debía de estar con toda seguridad encerrado
con ellos. Baldrapolo reunió nuevamente al Gabinete de Crisis para impartir
nuevas consignas: había que encontrar al espía cuánto antes, ya que una vez
detectado este, tendrían también previsiblemente el origen de la plaga. Se repartieron la
vigilancia diurna de la quinta planta entre los tres. En cuanto a la nocturna,
dado que había un dormitorio masculino y otro femenino, Baldrapolo y su Pupilo
tuvieron la suerte de poder seguir haciendo turnos por la noche para vigilar a
los hombres. En cambio, la
pobre Elenita no podría echar ni una cabezada, al encontrarse
sola en el dormitorio de mujeres, por lo que se le permitió dormitar a ratos de
día en su despacho. Esto originó algunos problemas con la Coordinadora de Plagas,
que gustaba de entrar en los despachos como Pedro por su casa, y que al
encontrar una mañana a Elenita roncando sobre su mesa, había salido de allí
exclamando: -Dios mío, qué va a ser de mí, estoy sola en la planta quinta y
cada vez hay más trabajo-. Suerte tuvo de que pasara por allí un caballero de
los de antes, esbelto y fibroso, de brillante calva y elegante perilla, que no
dudó en ponerse a su servicio y lanzarle algunas de sus brillantes teorías
sobre la mejor manera de colocar enlaces en la página web del departamento.
No tardó en ocurrir el primer incidente. La primera noche de encierro,
mientras las mujeres dormían en la sala de juntas –todas menos Ella, que para
mantenerse despierta charlaba en Twitter y chateaba simultáneamente en su
portátil con cuatro personas-, se abrió muy despacio la puerta que daba al
pasillo. A pesar de la semioscuridad reinante, Elenita pudo ver claramente,
recortada en el marco de la puerta, la silueta de un hombre de baja estatura
que respiraba agitadamente, llevando en la mano algo que semejaba un arma.
Inmediatamente supo quién era e hizo una llamada.
El Pupilo no tardó en aparecer en la puerta, seguido del jefe.
Agarraron al libidinoso hombrecillo cada uno por un brazo, lo levantaron en el
aire y lo devolvieron al dormitorio masculino, murmurando –Eladio...-.
No tuvieron más remedio que encerrarlo en el cuarto de los
productos de limpieza. -Este tipo es de los que llega siempre al olor de
las copas y las faldas- caviló con hartazgo Baldrapolo, sin que pudieran
explicarse cómo había logrado salir del dormitorio masculino sin que le vieran.
Recordó otros momentos pasados y el pánico de Elenita cuando Eladio
estuvo cerca con una copa en la
mano. Sin duda aquel hombrecillo respondía al perfil de esa
clase de tipos que había leído en un libro recientemente: "vagamente anodinos, a menudo calvos,
bajitos, inteligentes, que inexplicablemente atraían a determinadas mujeres
hermosas. O él pensaba que las atraía".
* * * * * *
La cuarentena transcurrió después sin otros incidentes de
importancia. Sólo el eco de algunas risotadas provenientes del dormitorio
femenino y la llegada de correos incendiarios que respondían a órdenes fuera de
tono, rompían la paz de la
planta. Un día aparecieron algunos pasquines en las salidas
de emergencia y en la
puerta de los clausurados ascensores, que achacaban todos los males a la
Coordinadora de Plagas, por haber dispersado infundios injustificados.
Llevados por la rutina y la desolación, la higiene personal de
algunos individuos de la población empezaba a descuidarse, sin que fuera
imputable a síntomas de la
enfermedad, sino más bien a la falta de agua caliente, motivada por las medidas
de ahorro impuestas por los equipos del SAE (Servicio de Ahorro Energético).
El servicio de inteligencia del Gabinete de Crisis seguía la
evolución del humor del personal, y las comunicaciones estaban
rigurosamente vigiladas por Elenita. Por fortuna, llegaron a tiempo de
neutralizar ciertos rumores que empezaron a circular sobre un incipiente
mercado negro en la planta, de productos que empezaban a escasear:
cigarrillos, compresas, plátanos y galletas, entre otros, a cambio de favores
sexuales de alguna interna. Estos rumores, que no llegaron a confirmarse,
implicaban directamente a miembros del equipo, pero Baldrapolo seguía confiando
en ellos y no dudaba de su compromiso con la causa.
Una noche, la tensión cotidiana hizo que Baldrapolo cayera
profundamente dormido. De pronto, se encontró en una sastrería de Jermyn Street
acompañado del Pupilo, discutiendo con un tipo de Turnbull
& Asser, sin que
pudiera entender de qué cuello de camisa estaban hablando. La exquisita educación del dependiente
y el cariño que el Pupilo le profesaba -no en vano podían haber sido
perfectamente por edad padre e hijo-, les llevaron a intentar explicar a
Baldrapolo los distintos tipos de cuello disponibles. Esto, junto con
el croquis que el inglés le hizo a mano, fue suficiente para que Baldra pudiera
encargarse nueve camisas, cuatro pantalones, tres americanas y dos ternos. Poca
cosa, ya que gracias a que el departamento había sido reforzado en la última
reestructuración, su nivel de mando era cada vez más bajo y no necesitaba
demasiada ropa de vestir. -A este paso, cualquier día empezaremos el casual
Friday en lunes-
pensó, recordando el último viernes, en el que Albertito el contable había
aparecido en bermudas y Juan Valentín, el joven pelirrojo de barbita recortada,
se había presentado con una camiseta de tirantes más apretada que
sus pantalones, para espanto de la Coordinadora de Plagas y envilecimiento de alguna de las
internas en carestía permanente, que a punto estuvo de echarle mano sin
miramientos.
-Baldrapolo, Baldra... despierta Baldra!-. La voz y la mano que
le sacudía el hombro le hicieron abrir los ojos sobresaltado. Ante
él, Elenita estaba en jarras con cara de pocos amigos: -¡échate a temblar!-, se
dijo. Alguien se estaba dedicando a hacer correr un bulo por el edificio y, al
parecer, las mujeres que trabajaban en la planta superior, expertas en el arte
del marujeo balconero, no hablaban ya de otra cosa. Se decía que Ella había
vuelto a fumar a escondidas, y que para conseguir tabaco durante los días de
encierro, había llegado a ofrecerse a los compañeros del género masculino
para los más caprichosos servicios.
Baldrapolo se puso en pie, tomó las gafas que había dejado sobre
su mesa y se dirigió hacia el despacho del Pupilo seguido de Elenita. No sabía
si le ponía más enfadado el hecho de que un rumor empañara la honorabilidad de
su equipo, o la posibilidad de que Ella hubiera vuelto a fumar a sus espaldas.
El espectáculo que se encontraron era indescriptible. El Pupilo
estaba recostado en su silla con una pierna cruzada sobre la otra, dejando bien
a la vista sus Lowndes double monkstrap. Lucía una elegante corbata Edsor
Kronen que resaltaba
sobre su traje gris de Pal Zileri. Llevaba
en una mano su iphone y,
apoyado sobre las rodillas, había un ipad enfundado
en un estuche de Louis Vuitton. Baldrapolo se quedó
un momento mirándolo en silencio, enternecido. Cuánto había cambiado el chico
gracias a él en los últimos tiempos... daba gloria verlo.
Elenita, en cambio, se acordó con cierta nostalgia de aquel
joven macarrilla cuyos zapatones baratos de anchas suelas de goma se había
quedado contemplando tantas veces en las reuniones del departamento. Miró a sus
dos compañeros al contraluz de la ventana, y no supo decidir cuál de ellos
era ya más pijo... Entonces, el Pupilo abrió la boca, imitando una vez más uno
de los diálogos de Torrente 4, que ya había memorizado, y lo tuvo todo más claro.
* * * * * *
Poco a poco, la convivencia en la planta se fue deteriorando. A la falta
de higiene de los primeros días se unió la escasez de alimentos y el colapso de
los ordenadores, contagiados por los correos electrónicos de Clotilde Sanmartín,
portadores de diversos virus de soledad idiopática (Clotilde era una joven
simpática y buena chica, aquejada de mala suerte repetitiva en las lides
amorosas, a la que los tres habían llegado a tomar cierto cariño).
Sin explicación aparente, los episodios febriles de días anteriores
fueron desapareciendo poco a poco entre los habitantes de la planta. A lo largo de
los días de encierro transcurridos, se pudo ver desde las ventanas la evolución
de algunos cerezos en flor en el jardín, que anunciaban por fin la llegada de la primavera. Los
miembros del Gabinete, perdidos en sus propios laberintos administrativos e incapaces
de seguir una pista que les permitiera cerrar la investigación, comenzaron a
lanzarse reproches mutuos. Se reunieron los tres en el despacho del Pupilo que,
sin dejar de morderse la uñas y mirando al suelo, comenzó diciendo: -Desde mi modesta,
modestísima opinión, considero que estamos haciendo muy mal las cosas-. A
continuación, como un experto cirujano, comenzó a diseccionar uno a uno los
caracteres de los principales sospechosos de haber introducido el brote de melancolía
en la planta:
- Eladio: Se
encontraba confinado aún en el cuarto de escobas. Era un peligro real para
Elenita, pero a su edad y sin acceso a la medicina necesaria, no parecía
posible que volviera a atacarla.
- Alberto: El
contable estaba cegado por el racismo administrativo del que se creía
víctima, lo que le llevaba a sufrir ataques de cólera de los que
difícilmente podría salir algún día.
- Por su parte, la
Coordinadora de Plagas, exhausta después del largo encierro, había perdido
el rumbo y deambulaba por la planta vestida de fallera mayor. No parecía
tener el ánimo suficiente para propagar una enfermedad de esta naturaleza.
- Baldrapolo quedaba
descartado desde el primer momento, por demasiado viejo y por sus achaques
de enajenación mental permanentes.
El Pupilo se detuvo un instante, fijó su mirada en Elenita y le
espetó sin compasión: -¡A ti sí te veo capaz de urdir todo esto y de ser la
culpable de todas nuestras desgracias!-.
Un denso silencio cruzó la habitación y un sudor frío recorrió la
frente de Baldrapolo, que no sabía dónde meterse. Le sorprendieron las duras
palabras del Pupilo y el talante con que Elenita encajó el envite. No parecía muy
afectada por esta imputación, pero el brillo de sus agitanados ojos negros la delató. Cogió su inseparable
abrigo rojo, se apartó el pelo de la cara con uno de sus coquetos giros de
cabeza, y salió al pasillo dando un portazo, mientras se perdía a lo lejos el taconeo
de sus botas y el eco de algún insulto.
Baldrapolo tardó un tiempo hasta que recuperarse del todo: era la
primera vez que asistía en directo a una de sus peleas. Trató de defender a
Elenita ante su joven amigo, conminando al Pupilo de manera asertiva:
-No te engañes, Elenita no ha sido la causante de esta enfermedad.
Es probable que su síndrome de abstinencia, su alegría y su forma de ser te
hayan llevado a creer una cosa por otra, pero has sido injusto. Y no olvides
que la necesitamos en la investigación, si queremos salir de este agujero
cuanto antes. Además
–añadió- te olvidas de otros elementos que arrojan bastantes más sospechas que
Ella, muchacho. Por ejemplo:
- Clotilde: ¿acaso
sabemos a qué se dedica en su nuevo destino de la planta octava, además de
perseguir efebos y encabronar a profesionales liberales?,
- La Joven de la
Palmatoria: ¿es un pájaro, es un avión, a qué dedica el tiempo libre?,
- Juan Valentín:
aparenta no romper un plato, pero tiene la extraña habilidad de que cada
vez que uno se gira sobre los talones, lo encuentra ahí, justo detrás,
apostado esperando su turno para meter baza-.
Mas el Pupilo se encontraba ya a Años Luz. Escuchaba sus
explicaciones como si la cosa no fuera con él, como quien oye de fondo una
canción de Roy Orbison sin detenerse a escuchar la letra. Era tarde. La
nube negra había tomado ya posesión de sus meninges y no soltaría su presa tan
fácilmente. Siempre ocurría así; no quedaba otra opción que dejarle solo. Así
pues, Baldra salió cerrando por fuera la puerta del despacho del chico y desanduvo
sus pasos hacia el suyo. A mitad de camino se topó con Elenita, que regresaba
con el abrigo rojo colgado sobre el brazo izquierdo y un semblante preocupado
en el rostro.
-Baldra, ¿no pensarás tú también que soy la culpable del brote
de melancolía?-. Ella le miraba con cara lastimera. Por primera vez, le pareció
que detrás de su aspecto de mujer dura, había un alma sensible y algo mucho más
peligroso, si cabe: una mujer herida.
Baldrapolo no fue capaz de responderla. Bajó la cabeza, se encerró
en su despacho y empezó a trazar un diagrama de flujos: plano teórico en
abscisas y plano real en ordenadas, distribuyendo a los posibles implicados con
sus iniciales dentro del esquema. La
distribución de elementos se centraba en una zona muy próxima, sin que destacara
ningún sospechoso sobre los demás. Se quedó pensativo un instante, y una
hipótesis se abrió camino entre sus conjeturas. Se preguntó entonces si todos
los que estaban encerrados en la planta no serían inocentes y, posiblemente,
sus males obedecieran a causas exógenas que no podían controlar.
En esas estaba, cuando el Pupilo irrumpió en el despacho y comenzó
a avanzarle nuevas líneas de investigación, algunas intelectualmente muy
sugerentes, que fueron desestimadas sin misericordia por Baldra, ya que nada le
hacía pensar que el Pupilo tuviera algo que ver con Elenita. De hecho, la sola
idea le espantaba.
De repente, se escucharon murmullos en el pasillo, y al salir vio
que los encerrados se dirigían cansinamente en manifestación a su despacho,
gritando algunas consignas:
-¡Queremos salir ya, tenemos hambre, abajo la Coordinadora!-.
Baldrapolo pidió calma y llamó a los cabecillas del grupo, Eladio y
el contable, para discutir posibles
salidas al encierro. Llevaban una hora reunidos, cuando de pronto cesó la
música de la megafonía y una voz conocida comenzó a hablarles:
-Buenos días a todos. Les habla el capitán Roberto Fuguillas, hasta
hace poco destinado en esta comandancia de puesto y ahora destacado en Medio
Oriente. Muchos de ustedes me conocen. He sido convocado para rescatarles
porque conozco como nadie la distribución de la planta y las salidas de
emergencia. Vamos a proceder al desalojo. Por favor, guarden la calma. Deberán
salir ordenadamente en fila de a uno y dirigirse a la zona de concentración
habitual, donde procederemos a su recuento y a una primera exploración por parte
de los servicios médicos del SAMUR-.
Detrás de la puerta de acceso a la planta, podía ya escucharse el
ruido de las tenazas descerrajando los precintos. Apareció en primer lugar el
capitán Fuguillas, pistola en mano y protegido por un equipo de defensa
antibacteriana, seguido de varios números, bomberos y enfermeros, todos ellos
igualmente protegidos. La escenografía del momento recordó a Baldrapolo la
entrada de la guardia civil en el Congreso 30 años antes.
El capitán apartó a los miembros del Gabinete de Crisis, les guiñó
un ojo y les susurró al oído: -Plano teórico, plano real… Pero no os preocupéis,
el médico os dará las explicaciones pertinentes-.
Entonces, el jefe médico se acercó a ellos comenzó una disertación:
-Lo que ustedes han experimentado aquí está descrito en la
bibliografía científica. Ya hemos tenido cuadros similares en otras empresas. Suele
estar relacionado con la llegada de los primeros calores de la primavera y los
cambios hormonales asociados a la misma. Junto a las reacciones alérgicas (enrojecimiento
de los ojos, fiebre, estornudos y asma), se observan otros trastornos
emocionales de difícil diagnóstico, que empiezan a conocerse entre la opinión
científica como “brotes de melancolía”. Su génesis se produce en colectivos
homogéneos, sujetos a trabajos rutinarios, en ausencia de cariño jerárquico y con
una progresiva pérdida de autoestima de los individuos, después de muchos años
perdiendo el tiempo-.
La joven de la palmatoria, despertando de su ensimismamiento, dijo
en voz alta:
-¿Tiene tratamiento, doctor?, porque yo tengo un amigo en Almería,
con el que suelo tomar café los martes y los jueves, porque los lunes me lo
traigo de casa en un termo, los miércoles tengo clase de francés a las 11 y los
viernes no desayuno nada, y este amigo mío de Almería, que antes trabajaba en
Exteriores, tuvo un cuadro similar y está de baja desde hace diez meses-.
Ante las puertas del edificio, un ejército de curiosos empezó a
arremolinarse alrededor del grupo, atraídos por las sirenas de las ambulancias,
el despliegue de la guardia civil y el aspecto desmejorado de todos ellos. El
doctor, aún con los ojos abiertos como platos, incapaz de dar crédito al
discurso atropellado de la joven, respondió no obstante a la misma:
-No existe un tratamiento específico para esta dolencia. Suele
desaparecer con las primeras lluvias y en la mayoría de los casos se cura sola.
No obstante, de todos es
bien sabido que además de los factores climatológicos, transcurrir un tiempo
excesivo en el lugar de trabajo puede llevar a algunos individuos a
distorsionar la
realidad. Hay incluso quien llega a confundir la camaradería
con ciertos grados de amistad, y quienes dan un paso más allá, confundiendo los
síntomas de con sentimientos más peligrosos. En cualquier caso –añadió- no hay
nada que el tiempo y la distancia no puedan curar. Por tanto, me veo obligado a
prescribir a todo el personal de la planta unas largas vacaciones lejos del
edificio. Además, la Coordinadora de Plagas debería tomarse un período de baja
médica no inferior a un año, dada su excesiva carga de trabajo-.
Cuando todos se dispersaron, Baldrapolo sugirió a los miembros de
su equipo que se despidieran comiendo en uno de sus restaurantes favoritos, La Niña y la Santamaría, y ambos
estuvieron de acuerdo. Como tantas otras veces, la comida fue agradable y
divertida. Se contaron sus planes para las vacaciones, y después de tomar un
café en una terraza, Elenita les acercó en su coche, a Baldra a su casa cerca
de la oficina, y al Pupilo a la estación donde solía tomar el tren. Se dieron
un abrazo en silencio, sospechando que podía ser la última vez, y queriendo
pedirse mutuamente perdón sin palabras por todas las peleas que habían tenido
en los últimos años.
* * * * * *
Había pasado un año y medio de todo aquello. Baldrapolo se
encontraba sentado en la terraza de Rick’s,
recordando con una leve sonrisa a sus antiguos compañeros. Tenía una cita
dentro de media hora con una agente inmobiliaria que quería mostrarle dos pisos
de uno de los barrios modernos de Casablanca, su nuevo destino. Mientras
esperaba que el camarero le trajera la cuenta, una turista alemana le sacó una
foto. Debía de haberle parecido gracioso, sentado bajo el cartel del local con
su impecable americana blanca de lino y su sombrero Panamá.
Elenita aún le escribía de vez en cuando. Había sabido por ella
que la Coordinadora de Plagas se había incorporado de nuevo al trabajo y que el
Pupilo había sido destinado a otra planta. No sabían mucho de él desde el
desalojo, lo cual, pensaron, sólo podía significar que se había recuperado de
la antigua dolencia que le provocaba ataques de pseudomelancolía inespecíficos.
Al menos, el médico de la empresa sí parecía haber sido competente en su
diagnóstico, pues las vacaciones y el alejamiento del edificio parecían haber obrado
positivamente en todos los miembros del antiguo equipo.
Madrid, 18 de marzo de 2011