29 de marzo de 2016

Los juegos

Cuando era pequeña, mi animal favorito era el caballo. Siempre deseé tener uno propio, preferiblemente un zaíno de capa rojiza y brillantes crines negras. Me parecían las criaturas más hermosas de la tierra, admiraba su figura esbelta, su agilidad y la elegancia de sus movimientos. En los veranos que pasábamos en el caserío, uno de los juegos preferidos que compartíamos mis hermanos y yo consistía en convertirnos por unas horas en nuestro animal favorito. El mío era siempre el caballo, por supuesto, mientras que mi hermana solía transformarse en una vaca pinta como las del abuelo, y mi hermano pequeño en un pastor alemán. Pasábamos horas caminando a cuatro patas por el pasto, fingiendo que masticábamos los brotes de hierba que tomábamos con los dientes, unas veces directamente y otras de un platillo que nos rellenábamos unos a otros, pues durante el juego trocábamos alternativamente nuestro papel de bestia a dueño. 

Nos paseábamos unos a otros, nos atábamos después a las argollas oxidadas de hierro que sobresalían de los muros de la casa. Relinchábamos, mugíamos y ladrábamos subiendo las patas delanteras. Mi abuela nos miraba al pasar en el transcurso de sus quehaceres, con una mueca entre la risa leve y la certeza de que el estado mental de sus nietos urbanitas era, como poco, delicado. Mi madre nos traía a veces la merienda en una bandeja que dejaba sobre la hierba, para que pudiéramos comerla a bocados sin usar las manos, como es normal en los cuadrúpedos.


Otro de nuestros pasatiempos predilectos era simular que íbamos de aventura al monte, lo cual era cierto hasta cierto punto, porque el monte al que subíamos estaba justo frente a la casa, pero a menos de 100 metros de la misma. Cuando llegábamos arriba saludábamos a gritos a mamá, que agitaba el brazo y nos veía sin dificultad desde el zaguán de la casa. Llevábamos con nosotros  un esku saski, la cesta de mimbre con asa que mi abuela utilizaba para ir al pueblo grande los días de mercado. Mi madre solía prepararla como si de verdad fuésemos a irnos lejos, colmándola de pan, queso, membrillo, chocolate y fruta.

Los primeros años siempre jugábamos solos, porque la distancia existente entre los caseríos diseminados por el monte y el carácter adusto que percibíamos en los caseros viejos, no estimulaban precisamente a la exploración en busca de otros niños en el vecindario. No tendría yo menos de 9 años y 7 mi hermano pequeño, cuando descubrimos que existían niños en un par de granjas a menos de un kilómetro. Conocimos así a los que serían nuestros compañeros de juegos en los siguientes veranos, tres hermanos, dos niñas y un niño, y ampliamos en su compañía el radio de acción de nuestras aventuras.

Recorríamos juntos los estrechos caminos que discurren aún hoy entre los bastos terrenos de cada casero, que entonces eran sendas de gravilla o de tierra y barro y hoy, manteniendo la misma estrechez imposible para el tráfico rodado, están en su mayoría asfaltadas. Nos acercábamos a la distancia máxima que el recelo nos permitía al caserío más alejado y más alto en el monte, sobre el que nuestro tío nos contaba historias de brujas por las noches después de cenar. Vivían en él una madre anciana con cuatro hijos varones también mayores y todos solteros, aunque desde el lugar más cercano al que nos atrevimos nunca a llegar, jamás divisamos indicio alguno de vida humana. La casa parecía estar desierta. 

Salíamos también del camino y nos adentrábamos en los bosques, pisando un lecho de agujas de pino y ramas pequeñas que siempre recuerdo crujiente bajo nuestros pies. Mi tío nos fabricaba escopetas con ramas de avellano, que llevábamos cargadas al hombro. Tenían más bien forma de arco, ya que estaban formadas por un palo grueso hueco en su mitad, con dos agujeros hacia los extremos en los que se insertaban las dos puntas de una vara fina y flexible. Llevábamos los bolsillos llenos de tacos de madera cilíndricos tallados a navaja, que usábamos como munición para disparar a los árboles, y nos hinchábamos a moras silvestres de las zarzas que crecían por todas partes, apiñadas en torno a los troncos de abetos y eucaliptus. Los días de más calor, seguíamos el curso del riachuelo que atravesaba una de las fincas del abuelo, hasta llegar a una poza. En el último trecho, el arroyo transcurría unos diez metros bajo un montículo de tierra, encanalado en una tubería de cemento. El caudal de agua era tan reducido que solíamos descalzarnos y atravesar la tubería a cuatro patas, en fila india, hasta salir a la charca.

Aquellos meses de verano que pasábamos como pequeños salvajes y regresábamos a la casa con las piernas arañadas por las zarzas y salpicadas de estiércol, nos llenaban de recuerdos para el resto del año, que pasábamos encerrados prácticamente en el piso de Madrid esperando el próximo verano. Últimamente recuerdo retazos de aquellos días, señal probablemente de que me hago mayor, aunque supongo que se debe sobre todo a que mi hijo ha comenzado a hacer más preguntas sobre mi infancia, nuestros juegos, y la familia que ellos no han llegado a conocer.


24 de marzo de 2016

A veces



A veces me pongo triste de repente. 


Porque suena una canción que prefiero no escuchar aunque un día me gustaba,
Porque la persona que más me ha querido ya no recuerda quién soy,
Porque veo la calle vacía desde mi ventana y quisiera estar mirando el mar, 
Porque se me olvidó sonreír de pronto cuando nadie miraba,
Porque nadie me dio los buenos días y ya es de noche,
Porque la soledad que elegí, hay días que pesa un poco más,
Porque nadie puede ser feliz todo el tiempo.

A veces me pongo triste, y en un momento todo cambia gracias a un recuerdo.

Recuerdo que alguien me besó ayer al despertarse,
Que una mujer mayor me dio las gracias por compartir su mesa en la terraza,
Que llegué tarde al trabajo y me sonrieron diciendo que estaban preocupados,
Que fui capaz de querer y decirlo sin miedo mientras pude,
Que sigo viva,
Que pude amar muchas veces y que algunas, también alguien me quiso,
Que alguien estaba triste y le saqué una sonrisa,
Que me sentía triste y vinieron a buscarme,
Que alguien pueda leer lo que yo escribo.





Sun is shinin' in the sky
There ain't a cloud in sight
It's stopped rainin', everybody's in a play
And don't you know, it's a beautiful new day, hey

15 de marzo de 2016

¿Machista yo?



Hoy he comido en la misma terraza donde como la mayoría de los días antes de volver a la oficina por la tarde. Charlaba con C y con dos chicos encantadores que también son habituales porque trabajan justo enfrente. Hablábamos del próximo concierto de Bruce Springsteen, de lo caras que están las entradas, y todo eso, cuando C, que tiene mi edad pero está bastante chapado a la antigua, se ha puesto a recordar los comentarios que hacía su padre hace 20 o treinta años cuando se les llenaba el bar de rockeros de pelo largo que venían a los primeros conciertos. "Mi padre siempre decía que les hubiera dado una buena hostia a todos esos con pinta de guarros", decía. Y lo decía con el tono de quien no puede estar más de acuerdo con su padre. Como sé que tiene dos hijas adolescentes, he intervenido para preguntarle cómo reaccionaría él si alguna de ellas se rapara la cabeza, por ejemplo, y me ha respondido que exactamente igual que su padre. Que esas tonterías se quitan con una buena hostia a tiempo. Le he dicho que era un poco burro, y le he contado que mi hija acaba de raparse la cabeza, y que como tiene dieciocho años, y sobre todo es su pelo, aunque no me haga mucha gracia no me queda otra que respetar su decisión. Su respuesta ha sido esta: “Tú dile que así no se va a echar novio. Y si no, verás lo rápido que se arrepiente cuando llegue uno que le guste y la diga que se cambie el pelo o no hay tu tía".

Le he dicho que era un anticuado y un machista. Que por supuesto, si un tío le dijera algo semejante a mi hija, trataría de convencerla por todos los medios de que se alejara de él inmediatamente. Porque nadie tiene derecho a intentar cambiarte; si no les gusta cómo somos, lo que tienen que hacer es darse la vuelta y buscar a alguien a su imagen. Y tampoco es obligatorio tener pareja. Si no nos quieren como somos, mejor que no nos quieran. Tengo la gran suerte de que todo esto no hace ninguna falta que se lo cuente a mi hija, porque lo sabe perfectamente.

Se ha cogido un berrinche tremendo porque le he llamado machista (mis dos acompañantes me han apoyado, aunque se reían porque le conocen y sabían que iba a picarse mucho. C ha estado de mala leche el resto del tiempo, refunfuñando cada vez que pasaba por mi lado algo parecido a "¡machista yo! que les cedo siempre el asiento a las mujeres y jamás he pasado por delante de una en una puerta... Estoy hasta los cojones de esa puñetera palabra, ¡machista yo! Mira, de verdad, como me vuelvas a decir algo así es que te… te... No me hagas hablar, ¿eh?”.

Esos son argumentos. No hay más peguntas, señoría. Qué lástima, señor...


11 de marzo de 2016

No es cuqui ser sociable, pero...



Siempre me han interesado mucho las personas. Me gustan, sí. Lo cual no sé si es bueno o es malo, porque pasamos mucho tiempo privados de ellas a lo largo de la vida. Unas veces por elección propia, otras no tanto. Yo misma, hay días que tengo que comer sola por fuerza y me hubiera ido a comer con cualquiera, y otros que lo elijo e invento cualquier excusa para no comer con ese compañero de siempre, Porque hoy no me apetece hacer concesiones y él apareció con el morro torcido, o sencillamente porque me siento contenta y decido obsequiar improvisadamente a esa parte elegida de mi soledad.

Sea como fuere, el caso es que me gusta mucho conocer personas. Charlar, adentrarme un ratito en otras vidas, tener la posibilidad de sentir esa fugaz alegría que genera el que alguien te incluya un instante en sus momentos hermosos. 

Las personas me proporcionan bastantes de esos momentos, que suelen ser casi siempre inesperados. Me gusta mucho por ejemplo esa gente que de pronto se pone a hablar con un desconocido derrochando amabilidad, y les brillan los ojos al hablar con un destello sincero. De entre estas raras joyas, las mejores suelen ser los ancianos. Una anciana que fuma sentada en la mesa de al lado, que sin que te lo esperes gira ligeramente la cintura con esfuerzo y te pone una mano delgadita y fría sobre el brazo, diciendo "pensarás que estoy loca, pero...". Lo que viene a continuación suele ser un recuerdo de juventud que quizá hasta ese momento había flotado dando tumbos solo en su cabeza. 

A mí me gusta escucharlas, y supongo que algo les hace saber que es así, porque no es la primera vez que me ocurre. La verdad es que tengo dos abuelitas de cabecera, que forman ya parte de mi paisaje casi casi cotidiano. Una suele acudir a la terraza acompañada de una mujer joven y morena, de acento latino, que escucha sus historias con una sonrisa y la trata con cariño y respeto. Eso también me gusta mucho, me siento feliz por la abuela, aunque es tan hermosa, tan encantadora e interesante que tampoco me sorprende.

La otra mujer vive en el portal contiguo y siempre aparece sola, apoyada en un elegante bastón de madera. Invariablemente me saluda con una preciosa sonrisa y pide un vino blanco mientras se enciende el primer pitillo. Algunas veces, al cabo de un rato pasa por allí un nieto suyo adolescente a saludarla y darle un beso. Muy de vez en cuando viene su hijo con su mujer y comen con ella. Una vez me los presentó; parecen majos, aunque tengo bastante claro que vienen menos de lo que ella quisiera.

Me gusta también quedar para desvirtualizar a alguien que he conocido en una red social y me cae bien, sin que se me pase por la cabeza que el otro, si es hombre, vaya a guardarse un par de condones en la cartera antes de salir de casa. Recuerdo que una vez una mujer me llamó ingenua por ello, pero aunque no esté de acuerdo, preferiría serlo en este caso. Solo una vez -¿o fueron dos?- me llevé una desagradable sorpresa, pero tampoco se hundió el Titanic. Ninguno de aquellos tipos merecía un café. Se despachan y listo.

No sé si os he dicho que me gustan las personas. Es que no me gusta ir pregonándolo por ahí, porque ahora es muy 'cuqui' presumir de asocial y, si me apuras, de mujer moderna que ha elegido vivir sola y pasar de los hombres. No parece ser tan mala idea, porque las que más presumen de ello parecen tener bastante éxito. Un día de estos aprenderé a hacer algún papel, a ver cómo se me da. De momento, sigo sin ser capaz y, la verdad sea dicha, soy demasiado vaga como para fingir.

Me gustan las personas, ¿sabes? Y la verdad es que me siento feliz de poder encontrar algunas de vez en cuando, suele ocurrir cuando menos lo espero. Aunque en realidad, puede que la vida sea más sencilla para los que no aman tanto hablar con otros.