
Nos paseábamos unos a otros, nos atábamos después a
las argollas oxidadas de hierro que sobresalían de los muros de la casa. Relinchábamos, mugíamos y ladrábamos subiendo las patas delanteras. Mi abuela nos miraba al pasar en el
transcurso de sus quehaceres, con una mueca entre la risa leve y la certeza de que el estado mental de sus nietos urbanitas era, como poco, delicado. Mi madre nos traía a veces la
merienda en una bandeja que dejaba sobre la hierba, para que pudiéramos comerla a bocados
sin usar las manos, como es normal en los cuadrúpedos.

Los primeros años siempre
jugábamos solos, porque la distancia existente entre los caseríos diseminados
por el monte y el carácter adusto que percibíamos en los caseros viejos, no
estimulaban precisamente a la exploración en busca de otros niños en el
vecindario. No tendría yo menos de 9 años y 7 mi hermano pequeño, cuando descubrimos
que existían niños en un par de granjas a menos de un kilómetro. Conocimos así
a los que serían nuestros compañeros de juegos en los siguientes veranos, tres hermanos, dos niñas y un niño, y ampliamos en su compañía el radio de acción de nuestras aventuras.


Aquellos meses de verano que
pasábamos como pequeños salvajes y regresábamos a la casa con las piernas
arañadas por las zarzas y salpicadas de estiércol, nos llenaban de recuerdos
para el resto del año, que pasábamos encerrados prácticamente en el piso de
Madrid esperando el próximo verano. Últimamente recuerdo retazos de aquellos
días, señal probablemente de que me hago mayor, aunque supongo que se debe sobre todo a que mi
hijo ha comenzado a hacer más preguntas sobre mi infancia, nuestros juegos, y la
familia que ellos no han llegado a conocer.