Hay formas mejores de pasar el tiempo que introduciendo entradas en un blog, pero indudablemente, las hay mucho peores, y en cualquier caso, no hacemos mal a nadie, ¿verdad?
Quién no se ha enamorado alguna vez en el metro, en un cruce de miradas de un extremo a otro de un vagón. O se ha sorprendido sonriendo a un desconocido mientras bajaba por la Gran Vía, o a un tipo con gafas en la sección de novela de la Fnac. ¿Quién no ha experimentado un amor de esos que duran menos que los peces de hielo en el whisky de Sabina?
La última vez, me ocurrió en un atasco. Un flechazo mutuo con el conductor de un pequeño coche oscuro. No me preguntéis qué modelo era, no sé por qué, últimamente solo me fijo en si es o no un Volkswagen. Miradas de soslayo, sonrisillas tontas, subir y bajar nervioso de protector solar fingiendo buscar una tarjeta de aparcamiento inexistente, colocarte ese mechón de pelo por enésima vez...
Fue bonito, aunque efímero. Esta última vez, acabó como suelen acabar estas cosas. Mi amado del carril contiguo se olvidó de que yo seguía ahí, llevó su dedo índice a sus fosas nasales, y se cargó nuestra historia de amor antes de empezar.
¿Hay algo más triste que empezar el día con el corazón partido, mientras subes una avenida en segunda?
A veces me pregunto si todas esas personas que manejan con soltura el término ´Carpe diem´ como un leitmotiv propio y asumido, saben realmente lo que implica. No me pregunto si saben latín, porque visto lo visto, debo de ser una de las pocas personas que no ´saben latín´ en esta sociedad nuestra, sino si verdaderamente viven su pasaje por la Tierra como si realmente fueran conscientes de que esta será la única vez que van a pisarla. Que la vida es una, y que nadie conoce el momento en que dejará de gozar de ella, es una cuestión, me diréis, de cajón. Pero curiosamente, la mayoría de nosotros solo empieza a ser consciente del trasfondo terrible del asunto cuando le ocurre una tragedia. A ellos mismos, a un familiar cercano o a un amigo. Ese fue mi caso. Desperté hace 20 años, cuando la vida de mi hermano se vio truncada por un accidente de tráfico, y las vidas del resto de nosotros cambiaron de color, y de rumbo. Hubo de ocurrir algo tan terrible, para que me diera cuenta de lo absurdo de posponer decisiones personales que podrían reportar felicidad propia, por razones tan ridículas como el qué dirán. Por suerte, todo lo que nos ocurre a lo largo de la vida, sea bueno o malo, nos enseña algo. Y yo agradezco infinitamente a la filosofía del ´Carpe diem´ la fuerza que me ha dado para tomar decisiones en algunas situaciones. Y el valor, para seguir por caminos a los que la razón pone vallas. Como cuando topamos en el camino con personas de las que la razón se empeña en hacer que nos alejemos, simplemente por la estúpida posibilidad de que acabemos sufriendo algún daño. Pero ¿acaso estar vivo significa estar siempre a salvo?. Es aquí donde entra, en esta divagación absurda, la aritmética de las relaciones. Esa que versa sobre las personas que suman y las personas que restan. A veces hay que ser un hacha para distinguirlas, porque ocurre no pocas veces que llega alguien a nuestra vida con un signo de adición tatuado en la frente, y hasta que no nos ha clavado un puñal por la espalda, no nos damos cuenta de que, en realidad, restaba. Ante la duda, dado que no somos adivinos, el ´Carpe diem´ tal y como yo lo entiendo, aconseja acercarse a estas personas, acogerlas. Experimento y resultado, nunca huida. Eso sí, con los ojos abiertos, que confundir bondad con estupidez no tiene un pase. A la primera puñalada, hay que saber decir adiós. La mayoría de las personas pueden merecer una segunda oportunidad, pero una tercera... casi nadie. No sé si será inocencia, estupidez o esperanza en la raza humana, pero yo no concibo apartar de mi vida a quien en ella aparece como un regalo inesperado, por negro que sea el futuro en los horóscopos, sabiendo como sé, como creo firmemente, que mañana mismo puedo estar muerta. Y no hay nada más aburrido que un muerto que no vivió.
Tengo
un par de orejas simétricas y estéticamente armoniosas, cosa que no tiene ningún
mérito por mi parte, por otro lado, y que debo a la herencia genética de mis
padres. Como todo el resto -el resto así, en genérico, ya que vale tanto para
el resto de mi fisonomía como para una buena parte de las cualidades y defectos
que me aderezan. Muchas de las primeras, y muy pocos de los segundos, debo
aclarar-. Pero como bien sabemos, en esta vida no se puede tener todo y una
servidora no puede ser menos, así pues, la naturaleza no me dotó como
complemento de un buen oído musical ni de una bonita voz. Pero adoro la música,
y una de las cualidades que más envidio y que hubiera deseado tener, es
precisamente el don para cantar. Por suerte, el buen Dios tuvo a bien
obsequiarme a cambio con ciertas dosis de vergüenza y sentido del ridículo -no
mucho, bien es verdad, pero sí lo justo-, gracias a lo cual me limito a cantar
cuando estoy a solas.
La música...
Muchas de las personas importantes de mi vida, y muchos momentos particulares
de la misma, están inevitablemente ligados a canciones. Por su culpa, o a veces
gracias a ellos, hay canciones que no he vuelto a escuchar hace mucho tiempo, y
otras que en cambio escucho de forma recurrente y machacona. Eso sí, no he
practicado nunca, que yo recuerde, ese deporte tan femenino -perdóneseme el
sexismo, o rebátase, en su caso- de la autoflagelación musical. Escuchar de
forma continua las mismas canciones lacrimógenas que te recuerdan a una persona
que ya no te quiere o que, rizando el rizo, no lo ha hecho nunca. De todas las
vertientes del masoquismo, creo que esa es la que menos me llama. En ese
sentido, soy bastante tajante cuando de sacar a alguien de mi vida se trata:
practico la exclusión y el destierro sine die de cantantes y canciones, que
generalmente no vuelvo a escuchar -perdóname Elton, mis disculpas Joaquín-.
Por
contra, si adoro una canción especialmente, y en algún momento llego a
compartirla con una persona por la que siento afecto, a partir de ese momento
no soy capaz de volver a escucharla sin recordarla. Me ha ocurrido con
bastantes canciones y unas cuantas personas, y me gusta creer que al otro le
ocurrirá lo mismo cuando vuelva a escucharla. Me gusta suponerlo, aunque la
realidad se muestre a menudo tan prosaica como para llevarme a pensar que,
realmente, el romanticismo musical, como todos los demás, está bastante muerto.
Pero no seré yo quien le eche encima la primera palada de tierra. Not yet. Not
me.
He
dudado bastante al elegir la canción con la que terminar esta entrada. A punto
he estado de poner una de hace 39 años, que lleva meses repitiéndose en mi iPod
y en mi cabeza, y hace unos días, inexplicablemente, se convirtió en trending
topic mundial. Pero no puede ser. Esa canción también me recuerda a alguien,
desde hace un tiempo, así que he decidido que lo más justo, tal vez, es terminar
con una canción de nadie. Una canción que me encanta y que lleva conmigo unos
cuantos años, de hecho sigue siendo la melodía de mi teléfono móvil. Muchos la
han escuchado a mi lado, incluso hay alguien que inevitablemente al escucharla
seguirá acordándose de mí. Pero para mí, es solamente mía, y así me gusta que
sea.