Estaban juntos, como tantas otras veces, paseando de la mano y riendo. Reían mucho. Ambos tenían un sentido del humor muy parecido. A ella le encantaban sus bromas, y era raro el día que no soltara varias carcajadas en su compañía. Él, que en el fondo era un chico bastante triste, también reía mucho cuando estaba junto a ella. Reír y besar, eran dos de las cosas que mejor se les daban. Él se puso frente a ella, la miró a los ojos con una de esas miradas que ella había confundido con algo distinto tantas y tantas veces, y la apretó en un abrazo.
En ese momento, ella abrió los ojos. Estaba en su cama, sola. Se frotó los ojos, desilusionada, y permaneció un rato tumbada boca arriba, mirando en el techo el baile de luces y sombras provocado por la luz de la farola. Todo había sido un sueño: Él también se había ido en cierto modo. A su lado, ochenta centímetros de sábanas sin arrugar y una mesilla de noche sin despertador, libro ni gafas de cerca.
En ese momento, ella abrió los ojos. Estaba en su cama, sola. Se frotó los ojos, desilusionada, y permaneció un rato tumbada boca arriba, mirando en el techo el baile de luces y sombras provocado por la luz de la farola. Todo había sido un sueño: Él también se había ido en cierto modo. A su lado, ochenta centímetros de sábanas sin arrugar y una mesilla de noche sin despertador, libro ni gafas de cerca.
Fue uno de esos despertares en los que uno siente nítidamente sobre el pecho el peso de la soledad, como el de aquella montaña de mantas que te echaba encima la abuela en invierno en la casa del pueblo. Una soledad en parte deseada y necesaria, y en parte sobrevenida con la desilusión y el conocimiento, al fin, de una verdad dolorosa mucho tiempo disfrazada.
Después de toda una vida viviendo en compañía, había muchas cosas por hacer, muchas maneras de sacar partido a estar sola. Así que se dijo que, aunque no le gustaba mucho el aspecto de su nueva compañera, debía de intentar llevarse bien con ella ya que iban a compartir habitación durante un tiempo. Quién le hubiera dicho, unas horas antes, que los finales nunca viene solos. Que a pesar de sus años, seguía confundiendo la amistad y la atracción con otros sentimientos. Tal vez -se dijo-, aprovechando las vacaciones, debería apuntarse a algún curso en el que enseñaran a conocer a las personas bien antes de encariñarse en exceso con ellas. Era lo mejor que podía regalarse, si quería salir de esta. Porque una cosa era ser fuerte para sobrevivir a un final, pero a dos al mismo tiempo... era otro cantar.