Campos de lavanda, Vincent Van Gogh
Cuando él me dejó, hice todo lo contrario a lo que recomendaban las amigas y los libros de autoayuda que empezaron a regalarme. Experimentaba una total desgana por ver gente, y menos aún me apetecía salir por las noches o apuntarme a cursos de macramé. Me sentía como una niña desamparada, e hice lo que haría una criatura en esas circunstancias: volver a casa. Tomé un tren y recorrí los 500 kilómetros que me separaban de la costa con las gafas de sol puestas y sin dejar de apretar un pañuelo de papel arrugado entre mis dedos.
Al bajar del tren, la brisa secó mis lágrimas dejando riachuelos marchitos sobre mi rostro. El olor del mar penetró en mis pulmones doliendo como si acabaran de resucitarme sobre una camilla. Tomé la maleta y enfilé la cuesta en dirección a la casa. Esta se alzaba a las afueras del pueblo, en una colina desde la que se dominaba la bahía. Se divisaban desde bien lejos sus muros enjalbegados y sus contraventanas azules. Ya no había geranios de vivos colores sobre los alféizares, que lucían ahora desnudos y fríos como la mesa de trabajo de un forense.
El interior estaba oscuro y olía a rancio como una fábrica de quesos abandonada. Dejé la maleta en la misma puerta y fui hasta la galería, donde me senté en la vieja mecedora del abuelo. La madera crujió bajo mi peso, y recordé el desgarro en el mimbre que ocultaba un viejo cojín. Y allí, por fin, me encontré con mi mar, tras los cristales enturbiados por cien tormentas.
Sería difícil sacar de mi cabeza aquella sonrisa capaz de quebrantar mis tormentos; sus ojos del color de la miel derramada bajo el sol. Pensé que al menos podría comenzar a olvidar el olor de su piel de lavanda y rocío que siempre me transportaba a nuestro viaje a la Provenza; hasta que abrí el armario de ropa blanca de la abuela, y lo encontré esperándome entre las sábanas de hilo, condensado en pequeños ramilletes atados con hilo bramante.