La abuela Juana era una de esas mujeres en las que uno
piensa cuando escucha hablar de la tradicional sociedad matriarcal vasca. No
era muy alta, pero para su época tenía una altura nada desdeñable, que sobrepasaba
eso sí con creces la de su esposo. Recia y de huesos anchos, en su juventud
había sido muy delgada. Nunca vi una fotografía suya de joven, si lo sé es
porque ella siempre me decía “yo también era delgada como tú, pero ya verás
cuando te hagas mayor”.
Amuma, como la llamábamos mis
hermanos y yo, no tuvo el pelo cano hasta cerca de los ochenta. La recuerdo siempre
con su cabello oscuro recogido bajo la nuca en un moño apretado que olía a brillantina.
Creo que solo una vez la vi, por accidente, con el pelo cayendo por la espalda.
Una mañana, haciéndose el moño sentada frente al tocador de su habitación. Sobre
este, el frasco de brillantina con el que se iba untando la larguísima melena
antes de recogerla. Se llamaba Cheseline
y olía a flores.
Era difícil ver reírse a la abuela, por lo que cuando
esto ocurría, para nosotros tres era un acontecimiento. Solía ocurrir alguna
noche en la cocina del caserío, en ese rato que pasábamos sentados en los
pequeños taburetes de madera con mis abuelos y mi madre –mi padre se quedaba en
Madrid trabajando y no venía hasta agosto-. Yo era bastante payasa, y algunas
veces conseguí hacer reír a mi abuela con ganas. Aunque la verdad, aún hoy no
sabría decir si la quería, porque pasábamos con ellos solamente los casi tres
meses de verano y las vacaciones de Semana Santa, y siempre nos sentimos como
forasteros. Notaba además en mi propia madre ese temor a la abuela, y cómo se
ponía nerviosa cuando cometíamos una travesura, inquietándose por su posible reacción.
Hace poco, contando a mis hijos algún episodio de aquella época, intenté transmitirles
el respetuoso pavor que sentíamos cuando mi abuela bramaba "mecatxisotz" y se rieron.
Aquellos veranos, pasábamos casi todo el tiempo fuera
de casa, lo cual no significa que anduviéramos dando vueltas por las calles de
un pueblo, porque no había. Bueno, haber haber sí, claro, siempre hay un
pueblo, con su plaza, su iglesia, su ayuntamiento y su bar, pero el nuestro
estaba a un kilómetro. El caserío de los abuelos estaba algo alejado, entre
prados, bosques y monte bajo, como la mayoría de los de los vecinos. La casa
más cercana estaba al otro lado del camino, pero allí solo vivía una anciana
con un hijo mayor. Así que nosotros siempre jugábamos los tres juntos, en los
terrenos aledaños.
Los días de diario, teníamos que volver corriendo al
caserío todas las tardes antes de que acabara el consultorio sentimental de la Señora Francis en Radio Bilbao, si no
queríamos un disgusto. Inmediatamente a continuación comenzaba la retransmisión
del rosario desde la Basílica de Begoña. Estuviéramos donde estuviéramos, que podía
ser bastante lejos, corríamos con la lengua fuera para estar en la cocina antes
de las siete, perfectamente formados, en pie frente a la hornacina que
compartían la Virgen de Begoña y el aparato de radio. Junto al nicho, había una
fotografía de Carlos Garaikoetxea pegada a los azulejos con papel adhesivo.