22 de enero de 2016

De antenas, princesas y castillos




He quedado con tres amigos para comer en el local de Carlos, muy cerca de mi lugar de trabajo. Como siempre, llego unos minutos antes de la hora, aún sabiendo que ellos no llegarán antes de 15 minutos, pero no me importa. Me gusta llegar un rato antes y quedarme charlando con el dueño mientras me tomo la primera cerveza y me fumo un cigarro. Carlos agita los brazos desde la acera como si ayudara a aterrizar un avión mientras me ve bajar. Me da un beso en la frente –“buenos días princesa”- y pide una Alhambra 1925 por la ventanita que da al interior del bar. Mientras él va y viene entre las mesas llevando cartas, ceniceros y cubiertos y pegándome un pellizco en el moflete al pasar de vez en cuando –es de esos hombres torpemente cariñosos que cuando intentan hacerte un mimo te hacen daño-, escucho sin querer la conversación de dos mujeres sentadas detrás de mí. No es que yo tenga las antenas muy largas, sino que el volumen de sus voces es bastante escandaloso.

La que más habla empieza a relatarle a su amiga los festejos preparados para el cumpleaños de su hija, que no debe de tener más de ocho años. Mi asombro va en aumento a medida que escucho los puntos del programa de festejos. Habrá castillos hinchables y un grupo de animadores, soltarán cabritos (SIC; cachorros de la especie caprina), después un grupo de cochinillos (vivos, sin manzana en la boca ni nada, para el deleite correteador de los asistentes), y a continuación aparecerá un caballero medieval con su cota de malla, que nombrará solemnemente a la homenajeada “princesa Alina". Esto último me hace pensar que cuando bautizaron a la criatura ya tenían planificada una fiesta medieval.

No puse mucha atención al relato del menú, pero sí me quedé con el detalle de la tarta, que como en una boda cortará la niña con un “sable infantil”. Me parece un detalle de la organización que no le den una katana, la verdad. Imaginarme a una niñita rubia con coletas arremetiendo una tarta de Hello Kitty como Uma Thurman en Kill Bill era bastante grotesco.

- El caballero lleva espada y todo, y se la impone en los hombros, tía, mola mogollón -.

Tras los postres, el restaurante obsequiará a la niña, que a estas alturas se habrá convertido ya en un globo aerostático relleno de satisfacción y gozo, con una tablet o un móvil, a elegir por los padres pagadores.

- Todavía no lo he elegido, tía, ¿qué te parece a ti más adecuado? -.

Cuando por fin aparecen mis amigos, estoy ya achispada y bastante deprimida, porque supongo que todo este despropósito costará más o menos lo que costó mi boda, y a mí no me pusieron castillos hinchables ni me llamaron princesa.


28 de diciembre de 2015

El joven


Nació un 28 de diciembre, poco después de que su familia se trasladara a  vivir a Madrid. Nunca le gustó su fecha de nacimiento, que siempre dio lugar a chanzas. La primera de ellas el mismo día en que nació. Su padre creyó que los compañeros de trabajo le estaban gastando una broma aquel día, cuando le llamaron para decirle que acudiera al hospital porque su mujer estaba teniendo al pequeño de sus hijos. 

Fue otro 28 de diciembre, precisamente 28 años después, cuando la vida le jugó la peor pasada. Al salir en coche del restaurante donde trabajaba, la niebla lo dejó incrustado en la mediana de la autovía. Acababa de pagar con su novia la entrada de un piso y proyectaban reformarlo y casarse. Aquel 28 de diciembre se perdió para siempre el chico que había sido hasta entonces, por culpa de una lesión cerebral. Aquello fue el punto de inflexión de todas nuestras vidas. 

Su novia siguió unos cuantos años a su lado, turnándose con la familia para cuidarlo en los innumerables lugares por los que pasó en busca de un milagro. Hoy cumple 50 años. Sigue teniendo esos ojos negros jóvenes y risueños de siempre, y el pelo rizado y abundante, aún negro sin canas. Parece mentira que él también se haya hecho mayor. Aunque lo que de verdad me parece increíble y maravilloso, es que aquella chica que fue su novia desde la adolescencia, haya venido un año más a recogerle para ir a comer juntos por su cumpleaños. Es ella realmente la causa de que haya abierto hoy el blog para escribir esta entrada, con toda mi admiración.


4 de diciembre de 2015

Las primas


Tras una infancia solos en Madrid sin más familia cerca que mis padres, el día que enterramos en el pueblo a mi abuelo materno, mis hermanos y yo supimos que teníamos unos primos de nuestra edad. Eran cinco, hijos de una prima carnal de mi madre a la que tampoco conocíamos hasta entonces, y llevaban toda su vida viviendo a solo cinco kilómetros del caserío. Aquel día lluvioso de un agosto ochentero nos vimos por vez primera en el pequeño cementerio de la aldea, en torno al panteón de los abuelos. Había oído hablar mucho al abuelo Txomin de aquel lugar, con el que parecía estar muy ilusionado. Sobre todo con las vistas, ya que según él, desde allí se divisaba no solo la casa, sino el monte de enfrente, en cuya cima se podía ver el depósito de agua que llevaba el agua de lluvia hasta la cocina -lo había construido él con sus propias manos, fue la primera familia en tener agua corriente en la casa; todo un lujo, aunque a veces se obstruyesen las tuberías por culpa de un topo muerto o una lombriz demasiado gorda-.

El día del entierro marcó un cambio importante en mi vida. Me hice inseparable de mis nuevas primas gemelas, que tenían entonces como yo 20 años. Me integré en su cuadrilla, conocí las primeras fiestas de los pueblos de la zona, los conciertos de Kortatu, los ´gin-Kas´, el autostop, los primeros -y últimos - porros, las escapadas a Pamplona, y muchas tardes de charla en la cocina de su caserío. Tenían una granja avícola con más de 3.000 gallinas, que se adivinaba por el olor antes que por la vista, a menos de un kilómetro de distancia.

Con el paso del tiempo, mis primas y yo llegamos a ser incluso cuñadas, para gran disgusto de mis padres. No solo porque mi primo fuera bastante mayor que yo sino también, y sobre todo, porque tenía el pelo mucho más largo. Llevaba además en la parte de atrás, una coletilla estrecha hasta la cintura, como los restos del naufragio de una espesa melena que hubiera conocido tiempos mejores. Y barba. En aquella época en que aún no había sido concebido ningún hipster, la barba era muy poco habitual en los jóvenes, y la de Alberto llegaba casi hasta el pecho. Pobre madre mía. Alberto se presentó en Madrid varias veces a visitarme, alguna por sorpresa. Mi madre se metía tanto con él por sus pelos, que en una de sus visitas, cuando fui a recogerle a la antigua estación de autobuses de Alsa, no le reconocí. Se había cortado el pelo muy corto y afeitado barba y bigote. Ahí me di cuenta de que tenía los ojos realmente bonitos.

Creo que Alberto fue el primer novio que me puso un mote cariñoso:´txitxiburduntzi´, que en euskera quiere decir libélula. Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, aunque probablemente no es uno de los sobrenombres más afortunados a la hora de usar diminutivos. Pasé un año, creo recordar, escribiéndome cartas a diario con Alberto. Cartas larguísimas llenas de dibujos, por dentro y por fuera. En aquella época, yo intentaba ser siempre la primera en abrir el buzón, para no sufrir la vergüenza de que otros cogieran aquellos sobres llenos de dibujos, palabras, corazones atravesados y libélulas.

Fue una etapa muy bonita y divertida de mi vida, y como todas, también acabó. Con mi primo, sucedió cuando se lió con una chica de Pamplona que le quedaba bastante más cerca de casa, con el nada desdeñable ahorro en papel de cartas que ello suponía. Seguí viendo unos años a sus hermanas, sobre todo a una de ellas que venía mucho por Madrid a pasar temporadas y salía de marcha conmigo y mis amigos. Hice incluso de Celestina con ella, presentándole a un compañero de trabajo encantador que también estaba solo. Pero aquello también terminó, cuando yo misma fui consciente de los encantos del compañero, y con ello mi relación con las primas. Ni siquiera vinieron a nuestra boda, pero no se lo tuve en cuenta.