28 de diciembre de 2015

El joven


Nació un 28 de diciembre, poco después de que su familia se trasladara a  vivir a Madrid. Nunca le gustó su fecha de nacimiento, que siempre dio lugar a chanzas. La primera de ellas el mismo día en que nació. Su padre creyó que los compañeros de trabajo le estaban gastando una broma aquel día, cuando le llamaron para decirle que acudiera al hospital porque su mujer estaba teniendo al pequeño de sus hijos. 

Fue otro 28 de diciembre, precisamente 28 años después, cuando la vida le jugó la peor pasada. Al salir en coche del restaurante donde trabajaba, la niebla lo dejó incrustado en la mediana de la autovía. Acababa de pagar con su novia la entrada de un piso y proyectaban reformarlo y casarse. Aquel 28 de diciembre se perdió para siempre el chico que había sido hasta entonces, por culpa de una lesión cerebral. Aquello fue el punto de inflexión de todas nuestras vidas. 

Su novia siguió unos cuantos años a su lado, turnándose con la familia para cuidarlo en los innumerables lugares por los que pasó en busca de un milagro. Hoy cumple 50 años. Sigue teniendo esos ojos negros jóvenes y risueños de siempre, y el pelo rizado y abundante, aún negro sin canas. Parece mentira que él también se haya hecho mayor. Aunque lo que de verdad me parece increíble y maravilloso, es que aquella chica que fue su novia desde la adolescencia, haya venido un año más a recogerle para ir a comer juntos por su cumpleaños. Es ella realmente la causa de que haya abierto hoy el blog para escribir esta entrada, con toda mi admiración.


4 de diciembre de 2015

Las primas


Tras una infancia solos en Madrid sin más familia cerca que mis padres, el día que enterramos en el pueblo a mi abuelo materno, mis hermanos y yo supimos que teníamos unos primos de nuestra edad. Eran cinco, hijos de una prima carnal de mi madre a la que tampoco conocíamos hasta entonces, y llevaban toda su vida viviendo a solo cinco kilómetros del caserío. Aquel día lluvioso de un agosto ochentero nos vimos por vez primera en el pequeño cementerio de la aldea, en torno al panteón de los abuelos. Había oído hablar mucho al abuelo Txomin de aquel lugar, con el que parecía estar muy ilusionado. Sobre todo con las vistas, ya que según él, desde allí se divisaba no solo la casa, sino el monte de enfrente, en cuya cima se podía ver el depósito de agua que llevaba el agua de lluvia hasta la cocina -lo había construido él con sus propias manos, fue la primera familia en tener agua corriente en la casa; todo un lujo, aunque a veces se obstruyesen las tuberías por culpa de un topo muerto o una lombriz demasiado gorda-.

El día del entierro marcó un cambio importante en mi vida. Me hice inseparable de mis nuevas primas gemelas, que tenían entonces como yo 20 años. Me integré en su cuadrilla, conocí las primeras fiestas de los pueblos de la zona, los conciertos de Kortatu, los ´gin-Kas´, el autostop, los primeros -y últimos - porros, las escapadas a Pamplona, y muchas tardes de charla en la cocina de su caserío. Tenían una granja avícola con más de 3.000 gallinas, que se adivinaba por el olor antes que por la vista, a menos de un kilómetro de distancia.

Con el paso del tiempo, mis primas y yo llegamos a ser incluso cuñadas, para gran disgusto de mis padres. No solo porque mi primo fuera bastante mayor que yo sino también, y sobre todo, porque tenía el pelo mucho más largo. Llevaba además en la parte de atrás, una coletilla estrecha hasta la cintura, como los restos del naufragio de una espesa melena que hubiera conocido tiempos mejores. Y barba. En aquella época en que aún no había sido concebido ningún hipster, la barba era muy poco habitual en los jóvenes, y la de Alberto llegaba casi hasta el pecho. Pobre madre mía. Alberto se presentó en Madrid varias veces a visitarme, alguna por sorpresa. Mi madre se metía tanto con él por sus pelos, que en una de sus visitas, cuando fui a recogerle a la antigua estación de autobuses de Alsa, no le reconocí. Se había cortado el pelo muy corto y afeitado barba y bigote. Ahí me di cuenta de que tenía los ojos realmente bonitos.

Creo que Alberto fue el primer novio que me puso un mote cariñoso:´txitxiburduntzi´, que en euskera quiere decir libélula. Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, aunque probablemente no es uno de los sobrenombres más afortunados a la hora de usar diminutivos. Pasé un año, creo recordar, escribiéndome cartas a diario con Alberto. Cartas larguísimas llenas de dibujos, por dentro y por fuera. En aquella época, yo intentaba ser siempre la primera en abrir el buzón, para no sufrir la vergüenza de que otros cogieran aquellos sobres llenos de dibujos, palabras, corazones atravesados y libélulas.

Fue una etapa muy bonita y divertida de mi vida, y como todas, también acabó. Con mi primo, sucedió cuando se lió con una chica de Pamplona que le quedaba bastante más cerca de casa, con el nada desdeñable ahorro en papel de cartas que ello suponía. Seguí viendo unos años a sus hermanas, sobre todo a una de ellas que venía mucho por Madrid a pasar temporadas y salía de marcha conmigo y mis amigos. Hice incluso de Celestina con ella, presentándole a un compañero de trabajo encantador que también estaba solo. Pero aquello también terminó, cuando yo misma fui consciente de los encantos del compañero, y con ello mi relación con las primas. Ni siquiera vinieron a nuestra boda, pero no se lo tuve en cuenta. 






17 de noviembre de 2015

El día de mercado


Los viernes era día de mercado, y al igual que para los aldeanos de los pueblos de la zona, para mis hermanos y yo era un gran día. Nos levántábamos más tarde que de costumbre y podíamos desayunar en la cocina con mamá, sin escuchar las charlas de la abuela ni tener cuidado con nuestra postura en la mesa o nuestras bromas. Yo era la más bromista de los tres, y mi abuela, aunque acababa no pocas veces riendo sin querer con mis gracias, me adjudicó desde bien pequeña la coletilla "sarrena txarrena" (la mayor, la peor), que me siguió como una sormbra durante unos años.

En verano, mi padre o mi tío llevaban a la abuela cada viernes al mercado de Mungía, a seis kilómetros de distancia del caserío. Ella se arreglaba como para ir a misa Mayor, elegante en sus eternos colores negro, gris y malva. Todas sus faldas y chaquetas eran grises o negras, y sus camisas y vestidos, siempre estampados en colores lila, violeta, malva o rosa palo. Mamá le había hecho muchos de estos últimos. Cada verano la abuela le encargaba unas cuantas piezas de ropa, y mamá era una modista maravillosa y muy rápida. 

Recuerdo algunos años, al principio, en que  mi abuela llevaba al mercado un cesto de mimbre marrón oscurecido cubierto con un paño de cuadros azul y blanco, que a la vuelta venía cubriendo las compras. Nosotros esperábamos nerviosos su regreso, corriendo hasta el camino cada vez que escuchábamos un claxon en la cuesta  del molino, porque sabíamos que a la vuelta, en un rincón de su cesta, la abuela nos traería alguna sorpresa, generalmente un chupa-chups para cada uno. Recordándolo ahora, imagino la cara de mis hijos si en algún día especial les hubiese traído un caramelo, y no sé si sonreír o llorar, si soy sincera.

Mi abuela materna era una mujer grande y fría -más grande que el abuelo-, a la que solo veíamos emocionarse ligeramente en septiembre el día de nuestra partida, mientras el coche de papá se alejaba de la casa por el camino de grava, y su figura se iba haciendo pequeña a través del cristal trasero del Seat 124. No soy capaz ahora mismo de recordar haberla visto llorar mientras nos besaba uno a uno un rato antes de partir, fríamente y por turno. Ni siquiera al besar a mamá -ella sí pasaba el resto del camino sollozando en silencio, y ninguno de nosotros se atrevía a decir nada-. Es posible que también la abuela esperara a que el coche fuera ganando velocidad poco a poco a través del polvo de aquel caminito de una sola vía que mi abuelo y sus vecinos habían construido con sus propias manos. No me cuesta imaginarla regresar en silencio a su cocina, sentarse en su taburete junto al fuego y apoyar la cabeza sobre las manos, con los codos sobre su delantal azul añil y los ojos vidriosos.

En aquellos años, nosotros siempre nos sentimos distintos a los demás primos. Éramos los únicos nietos que vivían fuera durante el año, y los únicos también que pasaban los veranos en la casa. Aunque Madrid no estuviera tan lejos, para mis abuelos hubiera sido exactamente lo mismo si hubiésemos vivido en Arkansas. De hecho, la abuela Juana llamaba ´Iñolaterra´ a todos los lugares del mundo que estaban fuera de Euskadi. En realidad, apurando un poco, aquel término suyo valía para todo el territorio exterior a Vizcaya, Álava incluida, y no digamos Burgos.

Recuerdo un par de veces en que mi abuela estaba cansada el día de mercado, y los que acudieron en su lugar a Mungia fueron mis padres. Lo único positivo de aquellas ocasiones era esperar el regreso de papá y mamá a mediodía, y la sorpresa que nos traían, que siempre solía ser algo más que un chupa-chups. Porque pasar unas horas a solas con la abuela era algo para lo que nunca estuvimos lo suficientemente preparados. La abuela era una buena mujer, trabajadora y piadosa, pero nos imponía mucho respeto. Además, tenía tan arraigado su nacionalismo y la frustración que le supuso que su hija se casara con un hijo de ´inmigrantes´, que no perdía oportunidad de recordarnos, cada vez que nos quedábamos solos con ella, el color tostado de nuestra piel. Años después supe que alguna vez llegó a referirse a nosotros como "los hijos del gitano". La buena mujer tenía la creencia de que los vascos, por alguna razón que no he llegado a entender aún, debían de ser todos rubios y de piel lechosa, como mis primos, y mis hermanos y yo, hijos de un bilbaíno de raíces castellano-manchegas y piel morena, éramos la excepción de su blonda familia.

De la infancia en Madrid, una de las cosas que recuerdo más vivamente a pesar de mi mala cabeza, son las abuelas de mis amigas del colegio. Abuelas que vivían cerca, que me hacían la merienda como a sus nietas cuando íbamos a su casa a pasar la tarde, abuelas de piel blanca y abultados carrillos mullidos y suaves, de meriendas de pan con chocolate. Abuelas que daban besos en martes y en jueves, incluso a mí. Que reían con nuestras cosas. A veces, cuando una de mis amigas de entonces se quejaba de su familia, yo la miraba atónita pensando en su suerte. Pero quién sabe... es posible que también yo, con el tiempo, haya tergiversado a mi abuela. Al fin y al cabo, tengo guardada en algún lugar de mi memoria su risa mirando mis payasadas en la cocina del caserío alguna noche. Cuando después del rosario y la cena, nos dejaban quedarnos un rato cerca del fuego con los mayores.