9 de octubre de 2015

El flechazo


Quién no se ha enamorado alguna vez en el metro, en un cruce de miradas de un extremo a otro de un vagón. O se ha sorprendido sonriendo a un desconocido mientras bajaba por la Gran Vía, o a un tipo con gafas en la sección de novela de la Fnac. ¿Quién no ha experimentado un amor de esos que duran menos que los peces de hielo en el whisky de Sabina?

La última vez, me ocurrió en un atasco. Un flechazo mutuo con el conductor de un pequeño coche oscuro. No me preguntéis qué modelo era, no sé por qué, últimamente solo me fijo en si es o no un Volkswagen. Miradas de soslayo, sonrisillas tontas, subir y bajar nervioso de protector solar fingiendo buscar una tarjeta de aparcamiento inexistente, colocarte ese mechón de pelo por enésima vez...

Fue bonito, aunque efímero. Esta última vez, acabó como suelen acabar estas cosas. Mi amado del carril contiguo se olvidó de que yo seguía ahí, llevó su dedo índice a sus fosas nasales, y se cargó nuestra historia de amor antes de empezar.

¿Hay algo más triste que empezar el día con el corazón partido, mientras subes una avenida en segunda?



16 de septiembre de 2015

El ´Carpe diem´ y la aritmética de las relaciones


A veces me pregunto si todas esas personas que manejan con soltura el término ´Carpe diem´ como un leitmotiv propio y asumido, saben realmente lo que implica. No me pregunto si saben latín, porque visto lo visto, debo de ser una de las pocas personas que no ´saben latín´ en esta sociedad nuestra, sino si verdaderamente viven su pasaje por la Tierra como si realmente fueran conscientes de que esta será la única vez que van a pisarla.
Que la vida es una, y que nadie conoce el momento en que dejará de gozar de ella, es una cuestión, me diréis, de cajón. Pero curiosamente, la mayoría de nosotros solo empieza a ser consciente del trasfondo terrible del asunto cuando le ocurre una tragedia. A ellos mismos, a un familiar cercano o a un amigo. Ese fue mi caso. Desperté hace 20 años, cuando la vida de mi hermano se vio truncada por un accidente de tráfico, y las vidas del resto de nosotros cambiaron de color, y de rumbo. Hubo de ocurrir algo tan terrible, para que me diera cuenta de lo absurdo de posponer decisiones personales que podrían reportar felicidad propia, por razones tan ridículas como el qué dirán.

Por suerte, todo lo que nos ocurre a lo largo de la vida, sea bueno o malo, nos enseña algo. Y yo agradezco infinitamente a la filosofía del ´Carpe diem´ la fuerza que me ha dado para tomar decisiones en algunas situaciones. Y el valor, para seguir por caminos a los que la razón pone vallas. Como cuando topamos en el camino con personas de las que la razón se empeña en hacer que nos alejemos, simplemente por la estúpida posibilidad de que acabemos sufriendo algún daño. Pero ¿acaso estar vivo significa estar siempre a salvo?.

Es aquí donde entra, en esta divagación absurda, la aritmética de las relaciones. Esa que versa sobre las personas que suman y las personas que restan. A veces hay que ser un hacha para distinguirlas, porque ocurre no pocas veces que llega alguien a nuestra vida con un signo de adición tatuado en la frente, y hasta que no nos ha clavado un puñal por la espalda, no nos damos cuenta de que, en realidad, restaba. Ante la duda, dado que no somos adivinos, el ´Carpe diem´ tal y como yo lo entiendo, aconseja acercarse a estas personas, acogerlas. Experimento y resultado, nunca huida. Eso sí, con los ojos abiertos, que confundir bondad con estupidez no tiene un pase. A la primera puñalada, hay que saber decir adiós. La mayoría de las personas pueden merecer una segunda oportunidad, pero una tercera... casi nadie.

No sé si será inocencia, estupidez o esperanza en la raza humana, pero yo no concibo apartar de mi vida a quien en ella aparece como un regalo inesperado, por negro que sea el futuro en los horóscopos, sabiendo como sé, como creo firmemente, que mañana mismo puedo estar muerta. Y no hay nada más aburrido que un muerto que no vivió.



17 de abril de 2015

La música


Tengo un par de orejas simétricas y estéticamente armoniosas, cosa que no tiene ningún mérito por mi parte, por otro lado, y que debo a la herencia genética de mis padres. Como todo el resto -el resto así, en genérico, ya que vale tanto para el resto de mi fisonomía como para una buena parte de las cualidades y defectos que me aderezan. Muchas de las primeras, y muy pocos de los segundos, debo aclarar-. Pero como bien sabemos, en esta vida no se puede tener todo y una servidora no puede ser menos, así pues, la naturaleza no me dotó como complemento de un buen oído musical ni de una bonita voz. Pero adoro la música, y una de las cualidades que más envidio y que hubiera deseado tener, es precisamente el don para cantar. Por suerte, el buen Dios tuvo a bien obsequiarme a cambio con ciertas dosis de vergüenza y sentido del ridículo -no mucho, bien es verdad, pero sí lo justo-, gracias a lo cual me limito a cantar cuando estoy a solas.

La música... Muchas de las personas importantes de mi vida, y muchos momentos particulares de la misma, están inevitablemente ligados a canciones. Por su culpa, o a veces gracias a ellos, hay canciones que no he vuelto a escuchar hace mucho tiempo, y otras que en cambio escucho de forma recurrente y machacona. Eso sí, no he practicado nunca, que yo recuerde, ese deporte tan femenino -perdóneseme el sexismo, o rebátase, en su caso- de la autoflagelación musical. Escuchar de forma continua las mismas canciones lacrimógenas que te recuerdan a una persona que ya no te quiere o que, rizando el rizo, no lo ha hecho nunca. De todas las vertientes del masoquismo, creo que esa es la que menos me llama. En ese sentido, soy bastante tajante cuando de sacar a alguien de mi vida se trata: practico la exclusión y el destierro sine die de cantantes y canciones, que generalmente no vuelvo a escuchar -perdóname Elton, mis disculpas Joaquín-.

Por contra, si adoro una canción especialmente, y en algún momento llego a compartirla con una persona por la que siento afecto, a partir de ese momento no soy capaz de volver a escucharla sin recordarla. Me ha ocurrido con bastantes canciones y unas cuantas personas, y me gusta creer que al otro le ocurrirá lo mismo cuando vuelva a escucharla. Me gusta suponerlo, aunque la realidad se muestre a menudo tan prosaica como para llevarme a pensar que, realmente, el romanticismo musical, como todos los demás, está bastante muerto. Pero no seré yo quien le eche encima la primera palada de tierra. Not yet. Not me.


He dudado bastante al elegir la canción con la que terminar esta entrada. A punto he estado de poner una de hace 39 años, que lleva meses repitiéndose en mi iPod y en mi cabeza, y hace unos días, inexplicablemente, se convirtió en trending topic mundial. Pero no puede ser. Esa canción también me recuerda a alguien, desde hace un tiempo, así que he decidido que lo más justo, tal vez, es terminar con una canción de nadie. Una canción que me encanta y que lleva conmigo unos cuantos años, de hecho sigue siendo la melodía de mi teléfono móvil. Muchos la han escuchado a mi lado, incluso hay alguien que inevitablemente al escucharla seguirá acordándose de mí. Pero para mí, es solamente mía, y así me gusta que sea.