17 de abril de 2015

La música


Tengo un par de orejas simétricas y estéticamente armoniosas, cosa que no tiene ningún mérito por mi parte, por otro lado, y que debo a la herencia genética de mis padres. Como todo el resto -el resto así, en genérico, ya que vale tanto para el resto de mi fisonomía como para una buena parte de las cualidades y defectos que me aderezan. Muchas de las primeras, y muy pocos de los segundos, debo aclarar-. Pero como bien sabemos, en esta vida no se puede tener todo y una servidora no puede ser menos, así pues, la naturaleza no me dotó como complemento de un buen oído musical ni de una bonita voz. Pero adoro la música, y una de las cualidades que más envidio y que hubiera deseado tener, es precisamente el don para cantar. Por suerte, el buen Dios tuvo a bien obsequiarme a cambio con ciertas dosis de vergüenza y sentido del ridículo -no mucho, bien es verdad, pero sí lo justo-, gracias a lo cual me limito a cantar cuando estoy a solas.

La música... Muchas de las personas importantes de mi vida, y muchos momentos particulares de la misma, están inevitablemente ligados a canciones. Por su culpa, o a veces gracias a ellos, hay canciones que no he vuelto a escuchar hace mucho tiempo, y otras que en cambio escucho de forma recurrente y machacona. Eso sí, no he practicado nunca, que yo recuerde, ese deporte tan femenino -perdóneseme el sexismo, o rebátase, en su caso- de la autoflagelación musical. Escuchar de forma continua las mismas canciones lacrimógenas que te recuerdan a una persona que ya no te quiere o que, rizando el rizo, no lo ha hecho nunca. De todas las vertientes del masoquismo, creo que esa es la que menos me llama. En ese sentido, soy bastante tajante cuando de sacar a alguien de mi vida se trata: practico la exclusión y el destierro sine die de cantantes y canciones, que generalmente no vuelvo a escuchar -perdóname Elton, mis disculpas Joaquín-.

Por contra, si adoro una canción especialmente, y en algún momento llego a compartirla con una persona por la que siento afecto, a partir de ese momento no soy capaz de volver a escucharla sin recordarla. Me ha ocurrido con bastantes canciones y unas cuantas personas, y me gusta creer que al otro le ocurrirá lo mismo cuando vuelva a escucharla. Me gusta suponerlo, aunque la realidad se muestre a menudo tan prosaica como para llevarme a pensar que, realmente, el romanticismo musical, como todos los demás, está bastante muerto. Pero no seré yo quien le eche encima la primera palada de tierra. Not yet. Not me.


He dudado bastante al elegir la canción con la que terminar esta entrada. A punto he estado de poner una de hace 39 años, que lleva meses repitiéndose en mi iPod y en mi cabeza, y hace unos días, inexplicablemente, se convirtió en trending topic mundial. Pero no puede ser. Esa canción también me recuerda a alguien, desde hace un tiempo, así que he decidido que lo más justo, tal vez, es terminar con una canción de nadie. Una canción que me encanta y que lleva conmigo unos cuantos años, de hecho sigue siendo la melodía de mi teléfono móvil. Muchos la han escuchado a mi lado, incluso hay alguien que inevitablemente al escucharla seguirá acordándose de mí. Pero para mí, es solamente mía, y así me gusta que sea. 


22 de septiembre de 2014

La maleta bajo la cama



La suave brisa mece los cabellos de María, sentada al sol en el porche de su casa. Un sol suave de principios de otoño, que acaricia su rostro sin quemarlo. Espera a su nieta, cuya llamada llorosa ha recibido hace un rato. Acaba de sufrir su primera decepción amorosa y está convencida de que el amor no existe, que es un engaño, que jamás volverá a creer en un hombre. Cuando la muchacha llega hasta ella, María decide contarle una historia de amor que conoció hace algún tiempo. 

"Hace años, una muchacha llamada Clara encontró una carta entre las páginas de un libro que había tomado prestado en la biblioteca. Era una carta de amor, tan hermosa que la hizo emocionarse. Descubrió que la carta no tenía un destinatario cuya privacidad hubiera que proteger, puesto que se trataba de una obra literaria. Averiguó el nombre del autor y decidió publicarla en la revista local en la que trabajaba, citando al mismo. Su artículo recibió centenares de comentarios emocionados y, un día, el mismísimo autor de la carta se puso en contacto con Clara para agradecerle su interés y las numerosas muestras de afecto recibidas del público.

Aquel preciso día en que Clara y Javier se conocieron gracias a la carta, se estableció entre ambos una conexión especial y una relación de confianza de las que no surgen con frecuencia en la vida. Comenzaron teorizando sobre la vida, el amor y las ilusiones perdidas, y al cabo de sólo unos días mostraron los primeros síntomas de enamoramiento. Él, que -según sus palabras- acababa de salir de una larga relación apagada por la rutina y la falta de ilusiones compartidas, parecía el más ilusionado de ambos. Al principio, Clara tenía muchas reservas a iniciar una relación en esos momentos, pero no pudo evitar dejarse llevar por el entusiasmo de Javier, y acabo poniendo todo su ser en compartir con él nuevos proyectos e ilusiones. 

Al cabo de dos meses, al acercarse el cumpleaños de Clara, él le entregó anticipadamente su regalo: un romántico viaje juntos, su primer viaje. Comenzaron a prepararlo con bastante antelación y mucha ilusión -en teoría- compartida. Ella se ocupó de los detalles y, poco a poco, fue preparando su maleta con el mayor de los primores, para que todo fuera nuevo y hermoso, como aquel amor que se estaba gestando. 

El día antes de su partida, Javier estuvo muy esquivo. No sólo no llamó a Clara como tenía por costumbre, ni le envió varios mensajes diciéndole cuánto la echaba de menos, sino que tampoco cogió el teléfono cuando ella le llamó, inquieta, a mediodía. Esa noche, cerca ya de las 12, cuando Clara esperaba noticias suyas ya en pijama, con la maleta cerrada junto a su cama, recibió por fin su llamada. Javier había pasado la tarde con su ex novia, y se había dado cuenta de que ya no podía, no quería, ir con ella de viaje. 

Clara lloró solamente una vez: mientras escuchaba las disculpas de Javier, que sonaban en su cabeza como si se tratara del argumento de un melodrama que le estuviera ocurriendo a otra persona. A continuación, colgó el auricular del teléfono, deshizo rápidamente su maleta y la guardó, vacía, debajo de su cama. En aquel momento, pensó que jamás iba a reponerse de la faena más grande que ningún hombre le hubiera hecho y que, precisamente, le acababa de hacer el único en cuyo amor había creído ciegamente. Sin embargo, no hay analgésico más efectivo que la decepción. Gracias a ello, no hubo más lágrimas desde entonces. 

Con el tiempo, Clara fue comprendiendo que, probablemente, ella no había sido la única engañada en esa historia. Era muy posible que él se hubiera engañado también a sí mismo todo el tiempo, deseando sentir de nuevo la ilusión perdida años antes. Posiblemente, ella no había sido más que un daño colateral involuntario."

Acabado el relato, María toma la mano de su nieta, que ha estado escuchando atentamente la narración. El amor, le dice, no deja de existir porque alguien no nos quiera. Ni porque nos haya querido y deje de hacerlo. A veces también la culpa es nuestra, por querer ver amor donde sólo hay ilusiones edificadas sobre cimientos de cristal. Otras veces, alguien intenta salir de una historia de la que se siente dependiente, buscando desesperadamente ilusionarse en otra nueva, y esto siempre es un error. Uno de los errores más grandes que podemos cometer. Además de injusto con la persona que hace las funciones de segundo clavo, sin tener la más remota idea de su papel en la historia.

- En cualquier caso, mi querida niña -dice María a su nieta dulcemente- no dejes nunca de creer en el amor. Te aseguro que algún día lo conocerás, como también hizo Clara tiempo después de aquello. Y como yo. Anda, ve un momento a mi cuarto y trae aquí el retrato de tu abuelo que tengo sobre la mesilla-.

La muchacha se dirigió hacia el dormitorio de su abuela, rodeó la gran cama para llegar hasta la mesita de noche y, al inclinarse para tomar la fotografía, se golpeó el pie con algo duro, dejando escapar un grito ahogado. Se puso de rodillas, levantó el faldón de la colcha y descubrió, bajo la cama, una pequeña maleta de viaje. Vacía. 


27 de junio de 2014

Adiós, Ana María


Hace dos días, mientras trabajaba, me enteré de la muerte de Ana María Matute. Una gran pérdida para el mundo de las letras, en el que consiguió galardones tan importantes como el Cervantes, el premio Nacional de las Letras, el Planeta y el Nadal. Para mí personalmente, su fallecimiento supone la pérdida de la persona a quien debo mi afición a la escritura y, concretamente, a los cuentos. Fue leyendo sus cuentos de niños tristes y desamparados que nacieron en mí el amor por el género y el deseo de escribir. A los 12 años, inspirada por los suyos, comencé a escribir mis primeros cuentos cortos, y una novelita a la que pomposamente titulé "La mansión de Cheventry". Casi todos ellos -novela incluida- se han perdido en varias mudanzas, mías y de mis padres. Lo mismo que la mayoría de los cuentos que muchos años después inventé para mis hijos, y que nunca llegué a escribir. Lo que no se perdió nunca es la inspiración que le debo a esta mujer tan importante en mi vida. Aunque en los últimos años, sean más los ratos que paso sumida en la frustración del folio en blanco que en la escritura.

Gracias, maestra. Descansa en paz.